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El Pozo de los deseos | Evangelio del 3 de agosto

By 30 julio, 2025agosto 4th, 2025No Comments


Evangelio según San Lucas 12,13-21:

En aquel tiempo, uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo». Él le respondió: «¡Hombre!, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes».
Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’. Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».

El Pozo de los deseos

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 03 de Agosto, 2025 | XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Ecl 1: 2; 2,21-23; Col 3: 1-5.9-11; Lc12: 13-21

Una leyenda: El pozo de los deseos. Arsenio, era un hombre pobre pero sabio, conocido por su generosidad. Un día, mientras caminaba por el bosque, encontró un antiguo pozo oculto en la maleza que tenía grabado: Todo lo que pidas, lo recibirás. Pero cada deseo tendrá un precio oculto.

A pesar de la advertencia, Arsenio pidió una moneda de oro, solo una, con la que pensaba comprar comida para los más necesitados. Al día siguiente, encontró la moneda junto a su cama. Al ver que la promesa se cumplía, decidió pedir otra… y otra más. Pronto su casa se llenó de oro.

La gente del pueblo, al enterarse de su repentina fortuna, acudió en masa. Al principio, él ayudaba con gusto. Pero algo cambió. Cuanto más oro tenía, más temía perderlo. Su generosidad se convirtió en miedo y casi paranoia, su sabiduría en desprecio, su alegría en envidia.

Empezó a pensar que todos querían robarle, así que cerró su casa, levantó muros y contrató vigilantes. Ya no salía, ya no ayudaba. Pronto, surgieron otros pecados: la soberbia, al creerse superior; la ira, al desconfiar de todos; la gula, al disfrutar excesos en soledad; la lujuria, al buscar placeres vacíos para llenar su alma; y finalmente, la tristeza infinita de no tener a nadie.

Un día, regresó al pozo y gritó: ¡Devuélveme mi paz! ¡Quítame el oro! Pero el pozo permaneció en silencio. La avaricia había echado raíces, y de ella brotaron los demás males que lo consumieron.

Sirva esa pequeña leyenda para ilustrar cómo es fácil deslizarse de los mejores deseos a la codicia más egoísta. La codicia es un deseo excesivo e insaciable de poseer bienes materiales, poder o placeres, especialmente cuando se busca de forma egoísta, sin importar el daño a los demás. Y hoy Cristo pone precisamente el ejemplo de los bienes materiales, porque es el más fácil de comprender… aunque muchos de nosotros no tenemos ni siquiera la oportunidad de ser tentados con el dinero abundante.

No hace falta pensar mucho para darse cuenta de cómo la codicia explica nuestras faltas contra Pobreza, Castidad y Obediencia: la codicia hace sentirnos dueños absolutos del tiempo, de nuestros talentos, de la imagen o del cuerpo de los demás, de nuestro deseo.

Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos sinsabores (1Tim 6: 10).

—ooOoo—

La codicia trae muchas desgracias no sólo a quien se somete a ella, sino a la comunidad, a quienes tiene cerca. Ya el Antiguo Testamento ofrece ejemplos terribles, en el lenguaje propio de la época. Uno de los casos menos conocidos es el de Acán, que podemos leer en el Capítulo 7 del Libro de Josué.

Después de la caída de Jericó, Dios había ordenado que todo el botín de la ciudad fuera consagrado a Él, y que nadie tomara nada para sí. Pero Acán desobedeció.

Acán confiesa (Josué 7:20–21):

Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel; y así y así he hecho: que vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé; y he aquí que está escondido bajo tierra en medio de mi tienda.

Por culpa de este acto, Israel fue derrotado en la siguiente batalla, y Acán y su familia fueron castigados severamente. Termina así este sobrecogedor relato:

Y Josué y todos los israelitas tomaron a Acán, bisnieto de Zera, y lo llevaron al valle de Acor, junto con la plata, el manto y el oro; también llevaron a sus hijos, sus hijas, el ganado, su tienda de campaña y todas sus posesiones. Cuando llegaron al valle de Acor, Josué exclamó: ¿Por qué has traído esta desgracia sobre nosotros? ¡Que el Señor haga caer sobre ti esa misma desgracia!

Entonces todos los israelitas apedrearon a Acán y a los suyos, y los quemaron. Luego colocaron sobre ellos un gran montón de piedras que sigue en pie hasta el día de hoy. (…). Así aplacó el Señor el ardor de su ira.

—ooOoo—

La codicia no se limita solo al dinero, Puede manifestarse como deseo desmedido de prestigio, bienes ajenos, influencia, afectos o uso caprichoso de mis capacidades.

Implica una falta de libertad, pues el codicioso nunca se siente satisfecho, siempre quiere más.

La codicia aparece cuando el deseo domina a la persona y desplaza la generosidad, la justicia, la gratitud o el respeto por los demás. En realidad, el efecto más devastador es que destruye nuestra sensibilidad hacia el prójimo y, por tanto, hacia Dios.

Ahí es precisamente donde debe estar nuestra lucha diaria: aprender a administrar bien las riquezas de la tierra para que conduzcan al cielo y se conviertan en riquezas del cielo. No se trata simplemente de “evitar las tentaciones de la codicia”, sino de realizar un esfuerzo ascético, activo, por utilizar con fruto los dones que hemos recibido, muchos de los cuales no son tan evidentes, porque tal vez nunca los hemos puesto a producir, es decir, al servicio de los demás. Esto puede ser por vulgar comodidad o por no haber desarrollado suficientemente la sensibilidad hacia el prójimo. La codicia nos hace olvidar que todo lo que tenemos es un don.

La Primera Lectura, con una buena dosis de ironía, nos recuerda los límites de nuestras mejores obras, que no pueden sustituir a Dios como centro de nuestra existencia:  Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.

San Pablo, en la Segunda Lectura, nos quiere traer a la memoria, con su estilo vivo y enérgico, nuestra identidad en Jesucristo: ¡No se mientan unos a otros!: han sido despojados del hombre viejo, con sus obras, y han sido revestidos de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador, donde no hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos.

Un ejemplo clásico es el fenómeno de los “influencers” que promueven productos que ni usan, o ideales que no practican. Y aun así, millones los siguen, creyendo que al parecerse más a ellos estarán más cerca de la felicidad. Es el conocido fenómeno de identificación con los ídolos que fabricamos. Este tipo de identificación ocurre frecuentemente en la cultura contemporánea, donde los medios y las redes sociales elevan figuras que representan ideales superficiales, generando expectativas irreales sobre el éxito, la belleza o la felicidad.

Cristo nos da hoy dos claves para vencer la codicia. Una, sin duda, es pensar en la brevedad de la vida. Pero la segunda es aún más importante, es su conclusión al final de la parábola del próspero y exitoso agricultor: Así sucede al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios. Se trata de vivir con libertad frente a lo que considero mis éxitos o fracasos y lograr así, con la gracia, seguir haciendo el bien.

Aunque sea un ejemplo histórico, que aparentemente no se parece a nuestras vidas, notan llamativas y espectaculares, recordemos cómo incluso las personas con más cualidades pueden caer en la codicia.

El rey Luis XIV fue, desde 1643 hasta 1715, rey de Francia, protagonizó el reinado más largo de la historia moderna de Europa. Se enorgullecía diciendo de sí mismo “El Estado soy yo”.

Había planeado que su funeral fuera verdaderamente espectacular. Dio instrucciones al obispo Massillon para que, cuando muriera fuera depositado en un ataúd de oro en la catedral de Notre-Dame de París; en su funeral, todo el tempo debía estar completamente a oscuras, iluminado sólo por una vela colocada sobre el ataúd.

Esto se haría para que todos se sintieran impresionados por la presencia del gran rey, incluso después de muerto. Cuando falleció, el obispo Massillon hizo exactamente lo que el rey le había ordenado.

En el funeral, miles de personas contemplaban el exquisito ataúd que contenía los restos mortales de su monarca, iluminado por una sola vela titilante.

Sin embargo, cuando comenzó el funeral, el obispo, buen conocedor del corazón humano, se inclinó lentamente y, para sorpresa de todos ¡apagó la vela que representaba la grandeza del difunto rey! Luego, en la oscuridad, proclamó a todos los presentes: ¡Solo Dios es grande!

El Papa Francisco insistía en que la codicia no es un pecado exclusivo de los ricos. Incluso quien tiene poco puede caer en la trampa de muchos apegos. Lo decisivo es la actitud del corazón.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente