Infancia y adolescencia:
Fernando Rielo Pardal nació en Madrid (España), el 28 de agosto de 1923. Hijo de don Enrique Rielo Vivero y doña Pilar Pardal Espadero, quienes crearon una familia compuesta por ocho hijos, de los cuales cinco sobrevivieron a las penalidades de la época. Fueron por este orden: Enrique, FERNANDO, Pepe, Pilar e Isabel, la benjamina. Una providencia singular marcó su vida desde el momento de su nacimiento, comenzando por el hecho de haber preservado físicamente su vida, puesto que siendo un tierno infante estuvo a punto de morir en dos ocasiones.
El eje vertebral de toda su existencia fue la presencia del Padre Celestial. Con Él aprendió a orar e incluso a familiarizarse con las primeras letras. Y tanto sus juegos como sus idas y venidas al colegio las realizaba junto a Él. Por lo demás, su comportamiento era el de un niño normal, aunque su espíritu siempre oteaba el cielo y cualquier circunstancia que le rodeaba la convertía en un acto de amor a Dios.

El 21 de mayo de 1936, cuando tenía doce años, realizó la Primera Comunión. En esos instantes, la situación social y política española era convulsa. De hecho, dos meses más tarde estalló la guerra civil, por lo que recibió la Eucaristía por vez primera “entre motines y fusiles”.
Ese día tanto él como su familia fueron perseguidos por la fe, y, poco más tarde, Fernando estuvo a punto de ser fusilado a causa de ella por un miliciano que lo había reconocido. No le hubiese importado morir por Cristo. Su pasión por el martirio se había despertado tras la lectura de la obra Fabiola, y enardecido de amor por Cristo se hizo una incisión en la mano, cincelando con su propia sangre la siguiente promesa: Te prometo, Señor, vivir y transmitir el Evangelio con el sacrificio de mi vida y de mi fama, fiel al mayor testimonio de amor, morir por Ti.
En esta época de su vida se acrecentó su devoción a la Virgen María y a San José. Y recitaba con incontenible emoción la Salve Regina en la Iglesia de la Virgen Milagrosa de los Padres Paules, y el Tantum Ergo.
Unos años más tarde, hallándose en un hermoso paraje de la Sierra de Guadarrama (Segovia), participando en un campamento juvenil, recibió el mensaje de la santidad. El hecho sucedió en la madrugada del 28 de agosto de 1939. Allí, entre la frondosidad de los pinos, se abrió paso la voz majestuosa del Padre: “Hijo mío, sé santo, como Yo tu Padre Celestial soy santo”. No lo dudó. Desde ese instante intensificó sus acciones encaminadas a mostrarle el amor que le profesaba, manteniendo su promesa de entregarle la vida hasta el fin de sus días.
La guerra supuso un paréntesis en su actividad académica, pero no en su vida espiritual. Los dramáticos momentos que tanto él como su familia tuvieron que atravesar, con la pérdida de su casa, enseres, el encarcelamiento de su hermano mayor, el hambre y la miseria que asoló a todos, junto a las enfermedades que por ello tuvieron que padecer, intensificaron –si así puede decirse porque su intimidad era permanente– el vínculo que existía con el Padre Celestial.
En 1941, cuando tenía diecisiete años y se hallaba terminando sus estudios de bachillerato en el Instituto San Isidro de Madrid, su padre enfermó gravemente y tanto su hermano Pepe como él tuvieron que dejar los estudios y dar una orientación profesional a su vida.