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Vive y transmite el Evangelio

El Rey Mendicante | Evangelio del 24 de noviembre

By 20 noviembre, 2024No Comments


Evangelio según San Juan 18,33-37

En aquel tiempo, Pilato dijo a Jesús: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?». Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?». Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».

El Rey Mendicante

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes 

Roma, 24 de Noviembre, 2024 | XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Cristo Rey.

Dan 7: 13-14; Ap 1: 5-8; Jn 18: 33-37

Se pueden dar muchas explicaciones hermosas y espiritualmente útiles sobre lo que significa decir que Jesucristo es Rey, particularmente hoy que conmemoramos su condición de Rey del Universo. Pero el asunto es tan importante que la Iglesia lo propone como reflexión final del Año Litúrgico.

Sin duda, es la imagen más completa de nuestra íntima relación con Cristo, que se describió a sí mismo de varias formas, como pastor, como puerta para el rebaño, como manso y humilde de corazón… pero hoy, se confiesa rey y la pregunta de Pilato ¿Luego, tú eres rey? no era simplemente parte de un interrogatorio procesal, sino más bien la prueba de la confusión y el desconcierto de Pilato, que no podía ver un revolucionario en la mansedumbre y el atuendo sencillo de Jesús. No lograba comprender cómo el Maestro no utilizó su entrada triunfal en Jerusalén para consolidar un grupo de seguidores que le llevase a derrotar a cualquier adversario, incluido el poderoso imperio romano.

Ese es el poder que Cristo tiene hoy sobre cada uno de nosotros, aunque no siempre seamos fieles, nos asombra y nos sobrecoge. Nos sentimos ante Él como Pilato, sintiendo que Cristo es Rey… y frecuentemente negándolo ante el mundo con nuestra mediocridad.

Por la relevancia que tiene llamar Rey a Cristo, vamos a meditar de dos formas distintas sobre lo que ese título suyo tiene que ver con nuestras vidas.

Seguramente, cuando una madre dice a su hijo pequeño que es “el rey de la casa”, ha acertado con la mejor descripción de su relación con su hijo: es el centro de todo; quien determina lo que la familia va a hacer, qué preocupaciones son más importantes.

Siempre recuerdo el caso de unos esposos cuya vida era bastante confortable, que estaban rodeados de buenos amigos y vivían una existencia feliz con sus dos hijos. Hasta que, inesperadamente, uno de ellos contrajo una enfermedad tan complicada que les exigió cambiar de clima y vivir en una ciudad diferente, donde también podían acceder al tratamiento adecuado. Pera ello, ambos tuvieron que cambiar sus trabajos profesionales por otros muy alejados de su competencia, dejar las relaciones con los mejores amigos y con los vecinos que conocían desde hace años…Estaba claro que el rey de la casa era el niño enfermo; sin palabras, sin leyes, su vida marcaba el destino de la familia.

En algunos lugares, es frecuente oír al esposo llamar a la esposa “Reina” y lo mismo hacen los hijos. Sin necesidad de entrar en profundos análisis, es la manera de reconocer cariñosamente que están dispuestos a cumplir su voluntad, sólo porque viene de ella.

Todo esto manifiesta que, de manera muy natural, reconocemos que nuestra obediencia sólo es real y completa cuando sentimos que es homenaje a una persona, no a un reglamento. Por eso en la Biblia se pone a los reyes sobre toda jerarquía.

Puesto que la palabra del rey tiene autoridad, ¿quién puede pedirle cuentas? (Eclesiastés 8: 4). El rey sólo tenía por encima de él la ley de Dios.

Esa es la primera forma, sencilla, natural, de pensar en Jesucristo como rey en nuestro corazón. En efecto, si reflexionamos sobre nuestra experiencia, cuando hemos sido simplemente “abiertos” a Cristo, su poder ha sido mucho más fuerte que cualquiera de nuestras pasiones, más poderoso que la peor tentación, que el mundo que busca arrastrarnos, o el miedo que nos intenta paralizar.

—ooOoo—

Pero también es cierto que nos rebelamos contra la autoridad que representa un rey, divino o humano. Está en nuestra historia personal y comunitaria el oponernos a la autoridad, rechazar a un rey, ya desde el Paraíso. En el fondo, no nos gusta ser gobernados.

Los reyes de la tierra se rebelan; los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido. Y dicen: ¡Hagamos pedazos sus cadenas! ¡Librémonos de su yugo! (Salmo 2: 2-3).

Dentro de cada corazón hay una guerra: queremos un rey y a la vez no deseamos obedecer a nadie. Queremos un rey al que podamos someternos cuando se ajuste o apoye nuestros planes, nuestra visión o nuestros deseos; un rey “a nuestra medida”.

No estamos en el cielo ni podemos ver al Maestro sentado junto a nuestro Padre Celestial, pero nuestra íntima experiencia de Cristo como Rey es que, efectivamente, sólo Él puede tener dominio sobre la complejidad de nuestra vida en este mundo.

Pongamos unos ejemplos:

  1. Incluso cuando logramos (o creemos haber conseguido) que el caos de nuestras pasiones esté bajo control, sentimos la presencia del miedo, de la duda, de la posibilidad de nuevas tormentas interiores, de alguna nueva y poderosa tentación… sólo la evidencia de que Cristo pasó por TODAS las dificultades posibles y cumplió con su misión, puede confirmarnos que tiene sentido cargar con la cruz.

Ningún otro camino, por respetable y beneficioso que sea, puede darnos una plenitud de vida; ni el mindfulness, ni “hacer cosas por los demás”, ni el mejor consejo de un terapeuta o un director espiritual, son capaces de poner orden, dirección y sentido a todas las energías de nuestra alma. Sólo quien tiene la experiencia de mirar a Cristo como Rey, a pesar de las propias torpezas, puede comprobarlo.

  1. Ante la evidencia de que nuestras mejores iniciativas, como el cuidar con delicadeza a una persona, tratar de vivir las obras de misericordia, o abandonar lo que más queremos para imitar a Cristo, no bastan para dar el testimonio que quisiéramos dar, para conseguir el bien que desearíamos hacer, sólo Cristo nos enseña que se puede decir, precisamente mientras anunciaba su muerte de cruz: En este mundo, ustedes afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo (Jn 16: 33).
  2. En los momentos que siento alguna forma de soledad, cuando tengo la impresión de que nadie puede entenderme ni ayudarme, únicamente Cristo es capaz de liberarme instantáneamente de esa sensación, que me paraliza y nubla mi horizonte ¿Cómo lo hace? No sólo dejando la impresión de quien afectuosamente dice o escribe: Estoy contigo, sino con una llamada mucho más perentoria que la mía, diciendo: Necesito tu ayuda urgente. Lo hace de muchas maneras, pero siempre dejando claro que él NO PUEDE dar el testimonio que yo SÍ PUEDO dar. En Él no es visible el poder divino en un alma pecadora; Él no puede lavar los pies de mi prójimo, ni hacer notar su llanto como lo hizo en la muerte de Lázaro. Pero, inesperadamente, nos vemos convertidos en instrumentos del reino de los cielos.

Dice San Pablo a los Corintios que a los que tienen menos honra, Dios les ha dado honra más abundante, y a menudo llega el momento en que esas personas oscuras y poco agradables se convierten, tal vez, en las mayores bendiciones de tu vida, y te atraen hacia el Padre como el mismo Maestro.

Una experiencia parecida tuvo San Pedro, según el libro extracanónico Los Hechos de Pedro, cuando el apóstol intenta abandonar Roma y ve a Cristo en un sueño, invitándole a regresar a la ciudad, donde sabía que sería martirizado. El escritor polaco Henryk Sienkiewicz lo relata de forma muy bella en su novela ¿Quo vadis? (1896).

Cristo, como Rey, no se impone con leyes y pruebas de su poder, sino con la autoridad de quien ha pasado por todas las pruebas, por todas las formas imaginables de dolor:

Ya que, en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir la misericordia y encontrar la gracia que nos ayuden oportunamente (Heb 4: 14-16).

—ooOoo—

Parece algo paradójico que reconozcamos a Jesús como hermano, amigo, Buen Pastor, Salvador, Hijo del Hombre… y termine el Año Litúrgico recodándonos que Cristo es Rey. Pero no es una contradicción porque en realidad, como todos los reyes, ha de ser entronizado, en su caso, por cada uno de nosotros. Recordemos una escena del Antiguo Testamento:

El sacerdote Sadoc, el profeta Natán y Benaías, hijo de Joyadá, y los cereteos y los peleteos, montaron a Salomón en la mula del rey David y lo escoltaron mientras bajaban hasta Guijón. Allí el sacerdote Sadoc tomó el cuerno de aceite que estaba en la Tienda y ungió a Salomón. Tocaron entonces la trompeta y todo el pueblo gritó: «¡Viva el rey Salomón!». Luego, todos subieron detrás de él, tocando flautas y lanzando gritos de alegría. Era tal el estruendo que la tierra temblaba (1Re 1: 38-40).

Toda entronización, mundana o espiritual, exige una acogida formal y explícita de los que van a someterse a su voluntad y tiene efectos visibles. Uno de ellos es la libertad respecto a los enemigos, la seguridad de poder cumplir nuestra misión en este mundo, como expresa la Segunda Lectura:

Nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre.

Somos tan débiles que necesitamos renovar nuestras promesas periódicamente, ofrecer públicamente ante Cristo nuestros votos, pero, sobre todo, confirmarle cada día que pondremos todos los medios para vivir la íntima obediencia que humildemente nos suplica.

Me gustaría ilustrar cómo es así, con una simpática anécdota:

Una enfermera de la sala pediátrica, antes de escuchar el pecho de sus pequeños pacientes, les ponía el estetoscopio en los oídos y les dejaba escuchar su propio corazón. Nunca escuchó una respuesta igual a la de David, de cuatro años. Gentilmente le puso el estetoscopio en los oídos y colocó el disco sobre su corazón. Le dijo: Escucha bien ¿Qué piensas que es eso? Miró hacia arriba, como si estuviera perdido en el misterio del extraño tac-tac, sonando profundamente en su pecho. Entonces su rostro se abrió en una maravillosa sonrisa, ¿Es Jesús llamando? preguntó.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente