
Evangelio según San Lucas 12,49-53:
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «He venido a encender fuego en el mundo, ¡y cómo querría que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por una terrible prueba ¡y cómo he de sufrir hasta que haya terminado! ¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues os digo que no, sino división. Porque, de ahora en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres. El padre estará contra su hijo y el hijo contra su padre; la madre contra su hija y la hija contra su madre; la suegra contra su nuera y la nuera contra su suegra».
Un fuego que construye
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 17 de Agosto, 2025 | XX Domingo del Tiempo Ordinario
Jer 38: 4-6.8-10; Heb 12: 1-4; Lc 12: 49-53
Si construir la paz y la promover la unidad son dos de las tareas más difíciles en cualquier ambiente, sea la familia, el trabajo, la comunidad de naciones o las culturas ¿por qué hoy utiliza Cristo las imágenes del fuego y de la división? No dice que sean una realidad triste del mundo, sino que Él ha venido a traerlas.
Podemos comprenderlo mejor si recordamos que el fuego es imagen de la purificación, de cómo se producen cambios sustanciales en nuestra vida, particularmente en la relación inmediata con Dios, con el prójimo y con lo que llamamos “el mundo”.
Un breve relato para comprender mejor:
En un pequeño pueblo, que conservaba muchas tradiciones antiguas, vivía una jovencita llamada Sara, conocida por su delicadeza y amor por los demás. Desde pequeña, había trabajado acompañando a su abuelo, un alfarero que moldeaba vasijas con sus manos nudosas y sabias. Observaba con atención cómo trabajaba el hábil artesano.
Un día, Sara quiso hacer su primera vasija sola. Tomó la arcilla, la moldeó con cuidado y la dejó secar al sol. Estaba feliz con su creación, y pensó que ya estaba lista. Es hermosa así, tal como está, dijo, contemplando la forma frágil pero elegante que había fabricado.
Su abuelo, al verla, le dijo con una amable sonrisa: Aún no ha pasado por el fuego.
Sara frunció el ceño. ¿Fuego? ¿Por qué habría de quemarla? ¡Podría romperse! Es bonita como está.
Él la llevó al horno. Escucha, Sara. Sin fuego, esto no es una vasija. Es solo barro seco. El fuego no la destruye, la fortalece. La hace útil. La purifica.
Sara, con temor, colocó la vasija en el horno. El calor era intenso. Durante horas, el fuego rugió, y ella temía que su creación se quebrara.
Pero al salir, la vasija brillaba con una firmeza y belleza nuevas. Sus colores eran más profundos, su cuerpo más fuerte. Ya no era arcilla seca: ahora podía sostener agua, acoger flores, resistir el tiempo, cumplir su propósito.
Su abuelo la miró y dijo: Así somos nosotros ante Dios. Él quiere encender en nosotros una transformación, para que pasemos de barro a vasija viva.
Sara comprendió. Detrás del dolor, está, en verdad, la gracia. Y desde entonces, no temió al fuego.
El fuego es un símbolo de purificación porque quema todas las impurezas y todo lo que no puede durar. Esto explica por qué el purgatorio y el infierno están simbolizados por el fuego de la purificación o la condenación.
No perdamos de vista que la purificación no s un castigo, sino el camino para unirnos a las Personas Divinas y -de manera auténtica- al prójimo. Por eso, Jesús se esforzó en mostrar la necesidad del arrepentimiento y la conversión para entrar desde ahora en su reino. De hecho, comenzó su misión diciendo: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepiéntanse y crean en la buena nueva (Mc 1: 15). Esto es tan verdadero y expresivo, que va más allá de ser una metáfora, pues a veces en la Biblia se compara el fuego con la misma presencia de Dios, como en el momento en que llega el Espíritu Santo, como sucedió en Pentecostés o cuando San Pablo ruega a los Tesalonicenses no apagar el fuego del Espíritu (1Tes 5: 19).
¿Cuál es la enseñanza práctica, para nosotros, hoy?
֍ Tal vez la más directa y evidente es que el mensaje de Jesús es tan radical y transformador que inevitablemente causa conflicto. No trae una «paz» superficial que consiste en mantener el status quo o evitar el conflicto a toda costa. Al contrario, exige una decisión fundamental que puede separar a las personas de sus amigos o familiares, sin olvidar otras personas que pueden sentirse acusadas, o experimentar envidia, al comparar su terquedad y rebeldía con la lucha honesta de un verdadero asceta que desea cambiar. Esta puede ser una forma de la dolorosa división que Jesús describe.
֍ Pero hay algo más sutil y decisivo, lo que Fernando Rielo llama segregación. Y que es un aspecto de la llamada tradicionalmente noche del espíritu. No se trata de la obvia separación del bien y del mal. Es una verdadera división entre alma y espíritu, cada uno de los cuales “quiere vivir su vida”.
Evidentemente, el alma aspira a lo que solicitan los sentidos, los instintos, el mundo… objetivos que no tienen por qué ser necesariamente perversos, pero el asceta comprende que NO proceden de Dios y por eso no le satisfacen, no pueden llenarle como en otras épocas de su vida. Al mismo tiempo (de ahí el término “noche”) el espíritu no tiene una claridad sobre qué es la voluntad divina para mí, en este momento, por lo cual no es fácil abrazar lo que pertenece al reino de los cielos.
Esta experiencia no es algo infrecuente ni momentáneo; puede ser muy prolongada, como sucedió en casos tan conocidos como San Pío de Pietrelcina (1887-1968) o Santa Teresa de Calcuta (1910-1997).En ese sentido, el Evangelio provoca continuamente una división interior, porque llama a una conversión constante.
Podemos un ejemplo, más o menos cercano a lo que nos puede ocurrir a ti y a mí.
Es el caso de una religiosa joven que, desde pequeña, había sentido una profunda conexión con los niños: les enseñaba catequesis, organizaba juegos, y tenía una habilidad especial para calmarlos con solo una sonrisa. Su vocación parecía clara: educar, cuidar y acompañar a los más pequeños. De hecho, renunció al matrimonio para poder llegar a muchos niños que veía necesitados de compañía y ayuda.
Sin embargo, en su comunidad coincidieron varias desgracias: la muerte de una hermana médico y dos enfermeras en un catastrófico accidente de tráfico, por lo cual sus superioras se vieron forzadas a asignarle una misión en el hospital que dirigían. Sentía miedo y aversión a la sangre, lo cual le hacía desmayarse algunas veces. Además, fue asignada al pabellón de enfermos graves, donde debía asistir a adultos en estado crítico. Se sintió fuera de lugar. No podía comprender por que su sueño de servir a los más jóvenes parecía desvanecerse y se sintió auténticamente depreciada por Dios. Los pasillos eran silenciosos, los rostros marcados por el dolor, y no había risas infantiles que la reconfortaran.
Sin embargo, decidió entregarse por completo y hablaba a los enfermos como si fueran niños perdidos en busca de consuelo. Nunca llegó a sentir que pudiera cumplir de forma adecuada su misión; jamás se sintió segura de cómo debería tratar a los enfermos, pues no tenía estudios en el campo de la salud; hasta el final de su vida, sufrió por no imaginar cómo consolar a los familiares de los moribundos. Para colmo, frecuentemente estaba encargada de instruir ¡y animar! a las jóvenes aspirantes que hacían una experiencia de varias semanas en el hospital.
Esta situación la llevó a tener una pobre impresión de sí misma, a pensar que su vida religiosa era poco menos que un fracaso y a dudar de su generosidad, a la vez que su anhelo de Dios se mantuvo cada vez más intenso, al igual que su delicadeza para no transmitir ese dolor a quienes la rodeaban.
Todo esto lo manifestó, al final de su vida, a quien la dirigía espiritualmente, que supo apreciar en ella un modelo de entrega y abnegación para todas las religiosas veteranas y novicias, basado en su forma de llevar la cruz de la purificación, que le permitió vivir una obediencia exquisita a la voluntad divina.
San Pablo expresó con claridad esta segregación cuando escribió a los Gálatas: El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues estos se oponen el uno al otro, de manera que ustedes no pueden hacer lo que deseen (Gal 5: 17).
Pero también, el autor de la Carta a los Hebreos, nos confirma que lo que realicemos en nombre de Cristo, dará un fruto apostólico con seguridad absoluta, ante nuestros ojos y después de nuestra partida de este mundo: Nada hay oculto que no haya de ser descubierto, ni secreto que no haya de salir a la luz.
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En el relato de la Primera Lectura escuchamos hablar de otra dimensión de esa lucha entre la voluntad de Dios y la del hombre. En este caso, la sorprendente y triste confesión del rey de Judá, cuando el país estaba sumido en la corrupción, el desorden y las injusticias porque estaba gobernado por hombres malvados. Cuando sus principales consejeros quisieron deshacerse del profeta Jeremías, el rey Sedecías les dijo: Está en las manos de ustedes, como bien saben, porque el rey no tiene poder contra ustedes.
No hace falta extendernos en la descripción de las maldades del mundo de hoy. Baste citar cómo, en nombre de la libertad, se promueve la muerte de los niños no nacidos, la eutanasia y el uso de sustancias cuyos efectos letales son muy bien conocidos. Auténtica cultura de la muerte. Poco parece haber cambiado en nuestra historia personal y colectiva.
El fuego purificador no es siempre bien recibido, pues todos nos resistimos a cambiar. Las personas inteligentes y las más torpes, los sanos y los enfermos, los jóvenes y los maduros. Eso es bien sabido, pero la Segunda Lectura nos advierte hoy que ese fuego no solamente busca apartarnos del pecado, sino también renunciar a todo lo que nos estorba, que puede ser nuestra forma de pensar, la manera como vivimos la generosidad, el miedo, o el natural deseo de comodidad.
No podemos ignorar cómo el diablo se sirve de aquellos que se enorgullecen de su inteligencia, engañándolos para que hagan perversidades, disfrazando el mal de bien, la falsedad de verdad y las consecuencias a largo plazo de lo que consideran beneficios inmediatos. Pero el Evangelio también tiene una respuesta a nuestro asombro ante el poder del mal: No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; teman más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno (Mt 10: 26-28).
Ojalá que el Evangelio de hoy quede grabado en lo más profundo de nuestro ser y aceptemos el valor de la purificación, pues viene del mismo Espíritu Santo; por ello, no silenciemos el clamor de nuestro corazón, como decía San Agustín y recordaba el Papa León en la Vigilia del Jubileo de los Jóvenes.
Esa purificación, con el dolor que comporta, es el camino para poder entregar la vida por completo, y compartir así esa felicidad completa, que Jesús demostró vivir.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente