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Vive y transmite el Evangelio

Ten piedad de nosotros. Danos la paz.

By 11 enero, 2023No Comments
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por el p. Luis CASASUS. Presidente de las misioneras y misioneros Identes.

Roma, 15 de enero, 2023 | II Domingo del Tiempo Ordinario.

Isaías 49:3.5-6; 1 Corintios 1:1-3; Jn 1:29-34.

Hoy día la cultura dominante nos lleva a entender poco de las palabras de San Juan Bautista dice en el Evangelio de hoy: Este es el Cordero de Dios. Muchos de nosotros pensamos que la metáfora de un cordero representa a alguien que no tiene personalidad propia, que se limita a obedecer y ser sumiso sin reflexión. Por eso, es una analogía que se utiliza casi siempre en sentido peyorativo en nuestra forma individualista actual de pensar y de vivir.

Pero eso no permite entender algo que los buenos israelitas comprendían muy bien: la metáfora del cordero fue utilizada por Isaías y por otros profetas como una metáfora mesiánica y además era el animal que era sacrificado para celebrar la Pascua, conmemoración de la libertad y el fin de la esclavitud impuesta por el pueblo egipcio.

La forma de quitar el pecado es ser como un cordero: manso e inocente. Es notable que todas las culturas atribuyen al cordero virtudes positivas y nunca ha tenido una simbología negativa. En otras ocasiones, el Mesías esperado era caracterizado como rey, pastor o juez… pero al verle comenzar su misión, el Bautista no encontró otra imagen mejor que “el Cordero de Dios“.

Insistamos en que el ser inocente, hoy, tiene connotaciones negativas. Es algo relativamente nuevo, que contrasta con lo antes señalado, con el aprecio universal de la inocencia.  Por ejemplo, ahora suele identificarse la inocencia con la ignorancia.

De todas formas, ya hay investigadores (neurocientíficos, antropólogos y psiquiatras) que comienzan a valorar la inocencia, después de varias décadas de culto al pensamiento individualista y hedonista moderno. Así, Jeffrey Schwartz, de la Universidad de California, afirma que todo adulto debe aspirar a la inocencia, ya que es “el más elevado de los logros humanos” y “la marca que define a quienes han logrado una auténtica victoria al enfrentarse a los innumerables retos de la vida”.

Pero la inocencia de Cristo, a la cual nosotros también podemos aspirar, va más allá. En primer lugar, recordemos que originalmente “inocencia” significa “no hacer daño”, lo cual se limita a una ausencia de malas acciones o de malas intenciones, como tantas veces decimos: Le hice daño con mis palabras, pero no era mi intención ofender … Eso es terrible, pues buscamos justificar un daño que hemos hecho PORQUE quisimos defendernos o imponernos, lo cual, al menos, supone una falta de intención de controlar o administrar nuestros instintos. De este modo, la inocencia no puede limitarse a una “ausencia de mala intención”, sino que más bien constituye una “intención permanente y exclusiva de hacer el bien

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¿Y cuál es el poder de esta inocencia? Ciertamente no es erradicar el pecado de nuestra vida personal, del mundo, de la sociedad, sino ofrecer un refugio seguro contra los efectos del pecado en la vida de los que somos pecadores.

En la liturgia de la Misa, antes de recibir la Eucaristía, decimos: Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz. Esa paz, que sólo Él puede dar, es el refugio para los que estamos heridos por el pecado.

Si afirmamos estar libres de pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1,8) Tú y yo seguiremos pecando continuamente, más o menos conscientemente, con más o menos culpa, con mayor o menor arrepentimiento, y por eso tenemos la oportunidad y la gracia de confesarnos de nuestros pecados y de recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo; no una vez, sino con frecuencia, como frecuentes son nuestros pecados.

Los Sacramentos no son una “buena ocurrencia” de Dios. Responden a necesidades profundas y constituyen instrumentos adecuados de satisfacerlas, más allá de nuestro capricho y de nuestras reacciones personales. Este es el caso de la Eucaristía, pero también de la Confesión o Reconciliación.

Bajo el epígrafe “confesión” podemos englobar toda una serie de actividades y emociones: desde desahogarnos por una ofensa grave que hemos cometido hasta admitir que nos hemos saltado la dieta. Queremos que nos perdonen cuando hemos insultado, cuando hemos engañado, cuando hemos denigrado, cuando hemos abandonado, cuando hemos traicionado. Queremos que nos perdonen todo, lo grande y lo pequeño, lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer.

A veces nos mordemos la lengua y superamos la necesidad de exteriorizar nuestra confesión, pero lo más frecuente es que descubramos que la confesión -de un tipo u otro- forma parte integrante de nuestra paz más íntima. O tal vez descubrimos que acabamos contando nuestros secretos más profundos y aterradores a pesar nuestro, porque el deseo de confesar es demasiado fuerte para mantenerlo oculto durante más de un breve espacio de tiempo.

Jung (1875-1961) psiquiatra suizo y fundador de la escuela de psicología analítica, decía que ocultar una acción es un secreto y que el poseer secretos constituye un veneno psíquico que aleja de la comunidad a quien lo posee. Un secreto compartido, decía, es tan beneficioso como destructivo es un secreto mantenido en privado.

Relacionada con el hecho de ocultar una acción está la noción de emoción reprimida. Aunque se reconoce, por supuesto, que la templanza es saludable, beneficiosa y virtuosa, es más eficaz cuando se practica como una acción compartida con los demás. El efecto perjudicial de la emoción reprimida y la curación de expresar las emociones se revelan de manera conmovedora en las Confesiones de San Agustín, cuando describe su experiencia de dolor en el momento de la muerte de Mónica, su madre:

Pero sé que reprimía mi corazón, y sufrí además otro dolor por mi pena, y me afligí con un doble dolor. … Era un alivio llorar a Tu mirada por ella y para ella, por mí y para mí. Di libre curso a las lágrimas que aún reprimía, dejándolas fluir tan plenamente como quisieran, extendiéndolas como una almohada para mi corazón. Descansó sobre ellas… Lloré por mi madre durante un poco más de una hora, la madre que había llorado por mí durante muchos años para que yo viviera ante Tus ojos.

En una confesión, el secreto que duele se afronta y se acepta. Una vez confesado, deja de ser hiriente. El hombre debe confesarse falible y humano. Si esto no se hace en una confesión plena y honesta, se levanta un muro impenetrable que cierra al individuo ese sentimiento vital de que es un hombre entre los hombres.

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Otra experiencia común a muchas personas: cuando somos lo bastante mayores, volvemos a la inocencia, a sabiendas. No como la inocencia de la infancia, sino la inocencia sabia, informada, de la vejez. Nos reímos de la luz. Ponemos en suspenso la incredulidad. Hacemos bromas en la consulta del dentista. Volvemos a la inocencia porque la inocencia nos devuelve a la novedad de las cosas, y por fin somos lo bastante mayores para recibir los dones de las cosas, para deleitarnos en el deleite de las cosas dadas. Porque la inocencia nos devuelve la sorpresa, el regalo del momento, de la gracia que recibimos.

Por supuesto, la confesión, tanto en la vida cotidiana, en la consulta médica o en la vida religiosa, requiere una persona de confianza que escuche, acompañe y -eventualmente- pueda absolver al penitente.

Esto explica la especial cercanía de Jesús con los pecadores, su insistencia en llegar no sólo a los olvidados por el mundo, sino a los que no sabían orar, ignorando que una componente esencial y preparatoria de la oración es la confesión; por eso la Santa Misa comienza con el Acto Penitencial.

Él, como persona ajena al pecado, como Cordero inocente y dispuesto a dar su vida por nuestras pequeñas y grandes faltas, tenía y tiene la plena capacidad de escuchar, perdonar y absolver.

Personalmente, una de las experiencias más conmovedoras que recuerdo, fue la de una mujer próxima a morir, cuya confesión fue el no haber hablado de forma “más simpática” a un vecino muy desagradable, al cual ella invitó hace años a celebrar la cena de Navidad. No sólo me conmovió la sinceridad de la confesión, una confesión de algo que puede parecer insignificante, sino la paz que inmediatamente invadió a esta persona. El sentirse perdonado y, además, absuelto, tiene consecuencias visibles, gozosas y duraderas. Sin duda, esta admirable penitente entró en la vida eterna de una manera luminosa y feliz.

Cristo gritó a nuestro Padre Celestial: ¡Perdónalos, porque no saben lo que hacen! Así es. Por muy conscientes que creamos ser del mal que hemos hecho y el daño causado al prójimo, ignoramos el verdadero alcance de nuestras acciones. Con la confesión cambia nuestra perspectiva y Dios permite que aparezca con mayor claridad nuestra flaqueza y sus consecuencias en la vida de los demás, a veces en personas que no imaginamos, tal vez en quien escucha nuestra confesión.

Ojalá de ahora en adelante, especialmente cuando nos preparemos a recibir la Eucaristía, digamos de una forma nueva: Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz.

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A pesar de lo dicho antes, es cierto que Cristo, el Cordero de Dios, literalmente quita algunos pecados de la vida de quienes contemplan asiduamente su inocencia.

Una forma de comprender este hecho es reconocer la fuerza y la autoridad que posee una persona inocente, una persona que claramente no desea defenderse ni imponerse. La mayoría de nosotros lo hacemos, casi siempre alegando buenas razones, diciendo incluso que nuestra intención es defender a los demás, sacarles del error. o salvaguardar la verdad. Pero quien es verdaderamente inocente, como Jesús ante los que iban a lapidar a la mujer adúltera (Jn 8: 1-11), tiene un poder inmenso: la salva de la muerte a la que su pecado le conducía y con su forma de encarnar la inocencia, le hace ver que otra forma de vivir es posible.

Eso explica que Jesús, al despedir a la mujer adúltera, no tuviera necesidad de darle ninguna enseñanza o consejo, simplemente, sabiendo que el perdón la había transformado para siempre, le dijo: No peques más.

También San Pablo, en la Segunda Lectura, comienza la Carta a los Corintios con un gesto de inocencia, de intención pura. Confiesa que es apóstol porque ha sido llamado, no porque se lo hubiera propuesto. Pero eso es la mayor prueba de su autoridad. A diferencia de los rabinos y maestros de su época, él no apela a los estudios realizados, ni a la sabiduría, ni a la experiencia que ha acumulado a lo largo de los años. Se remite a su vocación personal recibida de Dios.

El destinatario de la carta es la Iglesia de Dios que está en Corinto. “Iglesia” significa pueblo convocado, “pueblo llamado” por Dios. Vuelve a aparecer el tema de la vocación. Si los corintios llegaron a ser creyentes, es porque Dios los llamó, los eligió.

Los cristianos corintios son santos convocados. “Santos” significa “separados”, colocados aparte, reservados para Dios. No viven alejados de los demás; están separados porque llevan una vida guiada por principios distintos de los de los paganos. Pablo apela a esta santidad para introducir un recordatorio más estricto contra el comportamiento inmoral de algunos miembros de aquella comunidad.

Ellos también habían sido protegidos por Dios de los efectos del pecado, habían sido redimidos por el Cordero, por eso San Pablo se muestra enojado y sorprendido de que hubieran caído en las mismas divisiones que corrompían a la sociedad pagana. ¿Nos sentiremos interpelados en la oración por no vivir la inocencia y la pureza de intención que se da a todo apóstol?

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente

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