
Evangelio según San Lucas 9,11b-17:
En aquel tiempo, Jesús les hablaba acerca del Reino de Dios, y curaba a los que tenían necesidad de ser curados. Pero el día había comenzado a declinar, y acercándose los Doce, le dijeron: «Despide a la gente para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado». Él les dijo: «Dadles vosotros de comer». Pero ellos respondieron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente».
Pues había como cinco mil hombres. Él dijo a sus discípulos: «Haced que se acomoden por grupos de unos cincuenta». Hicieron acomodarse a todos. Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos.
Última voluntad de Cristo
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 22 de Junio, 2025 | El Cuerpo y la Sangre de Cristo
Gén 14: 18-20; 1Cor 11: 23-26; Lc 9: 11b-17
Algunas personas no se molestan en meditar los que significa el misterio y la realidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Algunos incluso tratan de justificar su falta de fe (o de un mínimo interés) por la falta de “evidencia científica”, sin darse cuenta de que cada vez que una persona se acerca a recibir el Cuerpo (y Sangre) de Cristo, está declarándose -sin palabras- hambriento, indigente y necesitado de ayuda, lo cual no puede quedar sin respuesta divina, por lo que se trata de una experiencia repetida, que valida una hipótesis ¿No es eso científico? Pero, ciertamente, ocurre que quien recibe el Santísimo Sacramento, es parte de esa experiencia, que mejor podemos llamar vivencia. Y los demás pueden comprobar que, en efecto, algo ha ocurrido en el corazón de quien recibe la Eucaristía. Al menos, se fortalece su conciencia filial, su impresión de que no puede caminar solo, lo cual es un primer paso para unirse a Cristo, en realidad a las tres Personas Divinas.
Así expresa el propio Cristo lo que sucede: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él (Jn 6: 56).
Algunos de los santos más inteligentes y sensibles aprovechan la Eucaristía, de forma plenamente consciente, para estar seguros de no equivocarse en su forma de caminar. Por ejemplo, Después de ser ordenado sacerdote en 1537, San Ignacio de Loyola esperó más de un año antes de celebrar su primera misa (lo hizo en Navidad, en Santa María la Mayor, en Roma) por su intenso deseo de prepararse con la mayor pureza de corazón y reverencia, sabiendo a quién se iba a hacer presente en ese acto.
Nuestro Fundador, Fernando Rielo, decía: Mi vocación es vivir como hijo ante el Padre, con Cristo Eucaristía, en el Espíritu Santo.
La Eucaristía es el mayor regalo espiritual para el alma, porque no solo comunica una gracia, comunica a Cristo mismo. No hay ninguna analogía capaz de representar esta realidad, pero tal vez un breve cuento ayude a no olvidarla:
Había una vez un mango lleno de vida y dulzura, que amaba con todo su ser a un niño pequeño. Entre ellos nació un lazo silencioso pero profundo, pues el niño estaba feliz bajo su sombra, trepando su tronco, columpiándose de rama en rama y deleitándose con sus frutos dorados.
Los días eran largos, y el juego, eterno. Pero el tiempo, como la brisa, no se detiene. El niño creció, y poco a poco se alejó. El árbol, sin embargo, no dejó de esperarlo. Aun en su silencio, le hablaba:
Ven, pequeño mío. Sigue trepando por mis brazos, balancea tu risa entre mis ramas, come mis frutos y encuentra alegría a mi sombra.
Pero el joven ya no era niño. Respondió con ojos distantes:
He dejado atrás los juegos. Ahora deseo otras cosas. Quiero reír, sí, pero con lo que el dinero me brinde.
El mango, aunque herido en su savia, ofreció su corazón:
Toma mis frutos. Llévalos contigo. Cámbialos por algunas monedas, y sé con ellas un poco más feliz.
Y así fue. Pero el joven volvió una y otra vez, no por nostalgia, sino por necesidad. Y el árbol siempre entregaba: ofreció sus ramas para una casa, su tronco para una canoa. Cada vez, le decía con ternura:
Toma lo que necesites, porque mi alegría está en verte sonreír.
Pasaron las estaciones, y el muchacho se hizo anciano. Cuando volvió, el mango ya no era más que un viejo tocón, desgastado por el tiempo y el amor. Triste, pensó que ya no tenía nada que dar.
El anciano lo miró con ojos cansados y dijo:
No busco ya riquezas, ni aventuras. Solo un lugar donde descansar. Estoy cansado, amigo mío.
Y el tocón, humilde y silencioso, se ofreció como asiento.
Y allí, bajo un cielo de recuerdos, el hombre se sentó. Y el árbol, aunque reducido a casi nada, fue inmensamente feliz. Porque aún podía sostener en sus últimos instantes a quien había amado toda la vida.
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El Evangelio de hoy se desarrolla en un lugar desierto cercano a Betsaida, después de que los discípulos contaron a Jesús todo lo que habían hecho (Lc 9: 10). Eso nos debe hacer pensar no sólo que el Maestro deseaba convencer a los apóstoles de que tenían la gracia de sanar y asistir al prójimo en cualquier situación, sino que podrían entregar siempre algo más, de forma inimaginable. Podrían, en realidad, dar completamente su vida. Fue también una forma de prepararlos para comprender cómo en la Eucaristía Él mismo logra entregarse una y otra vez, en todas las épocas y en todos los lugares del mundo.
El hecho de que Cristo eligiera esa forma de presencia en forma de alimento, nos hace comprender que debe ser un encuentro necesario y repetido, como el acto de comer cada día.
El arzobispo Fulton Sheen contaba que, durante la Revolución Republicana China de 1911, unos militantes anticatólicos asaltaron una parroquia católica. Confirmaron al párroco en arresto domiciliario. Desde la ventana de su rectoría, fue testigo de la profanación de la Iglesia. Sabía que había treinta y dos hostias consagradas en el sagrario.
Una niña de once años estaba rezando en la parte trasera de la iglesia y los guardias no la vieron, o no le prestaron atención. Ella regresó a la iglesia esa noche e hizo una hora santa y luego consumió una de las hostias sagradas, inclinándose para recibir a Jesús en su lengua. Continuó regresando todas las noches, haciendo una hora santa y consumiendo una hostia sagrada. La última noche, la trigésima segunda, por desgracia, un guardia se despertó después de que ella consumiera la Eucaristía. La persiguió, la agarró y la mató a golpes con su rifle.
El arzobispo Fulton Sheen se enteró de su martirio cuando era seminarista. Quedó tan impresionado por ese sacrificio que prometió rezar una hora santa ante el Santísimo Sacramento cada día durante el resto de su vida. La niña de once años no podía imaginar cómo influiría en ti y en mí, y en un futuro obispo que, a su vez, ayudaría a millones de personas y promovería la adoración eucarística. Tampoco nosotros tenemos idea de cómo nuestro humilde testimonio y nuestros sacrificios ayudan en los demás, porque la fuerza y el valor de lo que hacemos por el Reino de los cielos se encuentra en Cristo, que prometió morar en nosotros (Jn 14: 23).
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La Primera Lectura de hoy, de la primera carta de Pablo a los corintios es históricamente muy importante. Esto se debe a que las palabras de Jesús en este pasaje son las primeras palabras de Cristo que tenemos registradas. Sabemos que las manifestaciones de Jesús están recogidas en los evangelios y en otros libros del Nuevo Testamento. Pero las cartas de Pablo fueron escritas entre veinte y cincuenta años antes de que se escribieran los evangelios y estos otros libros del Nuevo Testamento.
Pablo comienza diciendo al pueblo de Corinto que la tradición de celebrar la cena del Señor se remonta al mismo Jesucristo. Porque yo recibí del Señor lo que les he transmitido. Pablo no recibió personalmente esta tradición del Maestro, ya que no era uno de los doce apóstoles presentes en la Última Cena. La recibió de aquellos que eran cristianos antes que él, después de su conversión a la fe cristiana. Ahora transmite a los corintios la misma tradición que él mismo recibió. La única diferencia es que, mientras que hasta la época de Pablo la tradición se transmitía de boca en boca, Pablo fue el primero en ponerla por escrito porque no podía estar físicamente con los corintios.
La noche en que fue traicionado fue la última que Jesús pasó con sus discípulos antes de su pasión y muerte. En la antigüedad, la persona no escribía su testamento, sino que lo expresaba oralmente, normalmente como últimas palabras antes de morir. ¿Qué nos dicen las palabras de esta Carta cuando las leemos como últimas palabras, como testamento y voluntad de Jesús?
En realidad, no habla de “sus enseñanzas”, sino de Él mismo. Él entregó su cuerpo a sus seguidores como alimento y su sangre como bebida. Esto tuvo lugar en el contexto de la cena pascual. Así, se presenta a sí mismo como el cordero pascual. Los israelitas en Egipto tenían que comer la carne del cordero pascual para identificarse como el pueblo de Dios. Marcaban los dinteles de sus puertas con su sangre como señal para alejar al ángel de la muerte. Visto bajo esta luz, la Eucaristía se convierte para nosotros en el lugar donde venimos a renovarnos como nuevo pueblo de Dios en Cristo. La indicación del Maestro de que una y otra vez celebremos esta Eucaristía, esta acción de gracias, es más importante que cavilar sobre otros detalles.
La Eucaristía nos une y es una promesa de que “algo nuevo sucederá” en quien la recibe. Es siempre algo personal, no basta reconocer y repetir las sublimes verdades que hemos aprendido en la Catequesis: se produce una unión íntima con Cristo, la recepción de la gracia santificante, el perdón de los pecados veniales, consuelo, paz y fortaleza contra el pecado… Lo que es necesario es ser conscientes de que se trata de un momento único, como la despedida de Cristo en la vida de los primeros discípulos, un momento en el que deseaba recoger y entregarnos lo más profundo de su vida. Por eso es tan aconsejable guardar unos momentos de silencio interior cada vez que hemos recibido el Cuerpo de Cristo y hemos reconocido que es así, respondiendo ante el misterio: Amén.
Ojalá que vivamos con gratitud y gozo cada ocasión de recibir a Cristo Sacramentado, para poder decir con el joven Carlo Acutis, que será canonizado en unos meses: La Eucaristía es mi autopista hacia el Cielo.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente