Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 27-05- 2018, La Santísima Trinidad – Solemnidad, Nueva York. (Deuteronomio 4:32-34.39-40; Carta a los Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)
1. Le adoraron, pero algunos dudaron. Podemos identificarnos fácilmente con los primeros cristianos y su dificultad para creer en la resurrección. Dudaron mucho; no creyeron del todo en la resurrección de Jesús.
Nos resistimos a creer por muchas razones. Quizás dudemos porque algunas de nuestras convicciones intelectuales se ven amenazadas:
* Bertrand Russell estaba dando una conferencia, defendiendo su ateísmo. Al final de la conferencia, una mujer se puso de pie y preguntó: Señor Russell, ¿qué dirá usted cuando esté en pie frente al trono de Dios, en el día del juicio? Russell respondió: Diré: Lo siento profundamente, pero no nos diste suficientes evidencias. No estaba dispuesto a abandonar sus posiciones peculiares como filósofo analítico.
Otras veces, preferimos no creer porque vemos que alguna forma de nuestro poder, reputación o estatus social está en peligro:
* Cuando Cristo resucitó a Lázaro de entre los muertos hubo diferentes respuestas de quienes vieron este milagro único: Entonces, muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y habían visto lo que Jesús hizo, creyeron en Él. Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho. Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron una reunión del Sanedrín … «Aquí está este hombre que realiza muchas señales. Si le dejamos seguir así, todos creerán en él «.
En otras ocasiones, nos negamos a creer por la responsabilidad que nos viene encima al creer:
* Una noche, una casa se incendió y un niño tuvo que refugiarse en el tejado. El padre se puso en pie en el jardín con los brazos extendidos, llamando a su hijo: ¡Salta! Te recogeré. Sabía que el niño tenía que saltar para salvar su vida. Todo lo que el niño podía ver, sin embargo, eran llamas, humo y oscuridad. Como es fácil imaginar, tenía miedo de saltar del tejado. Su padre siguió gritando: ¡Salta! Te recogeré. Pero el chico contestó: Papá, no puedo verte. El padre respondió: Pero yo puedo verte y eso es lo único que importa. Este ejemplo describe de alguna manera nuestra poco generosa falta de fe en la providencia divina, en su misericordia.
A veces imaginamos que la verdad del Evangelio puede establecerse de manera concluyente (para nosotros y para otros) ya sea mediante argumentos a prueba de bombas o por algún milagro espectacular. Es cierto que brindar razones para creer en Dios (Apologética) puede ayudar. También es cierto que cuando Dios hace un milagro delante de nuestros ojos, los puede abrir. Pero el don de la fe ha de ser aceptado. La acción receptiva del ser humano es una condición necesaria. A veces creemos, pero en otros casos endurecemos nuestros corazones a la evidencia de la obra de Dios ante nosotros.
En cualquier caso, la fe no es un ejercicio mental o un sistema de creencias que construye la razón. Y la fe no es lo mismo que la creencia. Recordemos que Santiago escribe en su Epístola que los demonios creen y tiemblan, pero esta creencia no conduce a la salvación porque no es fe.
Además, nuestra fe en Dios no se limita a reconocer que Dios existe, sino que la fe es una respuesta a lo que oímos. Dios comunica Sus pensamientos a través de Su Palabra. Cuando nos hace escuchar lo que nos está diciendo el Espíritu, produce en nosotros la convicción de que lo que Él está diciendo es verdad y que es para nosotros. La fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Rom 10:17). Leemos en los Hechos de los Apóstoles cómo Felipe bautizó al eunuco etíope. Mientras Felipe y el eunuco iban por el camino hablando sobre la Palabra; llegaron a un arroyo, y el eunuco dijo: Mira, agua. ¿Qué me impide ser bautizado? Felipe respondió: Si crees de todo corazón, serás salvo. Y fue bautizado.
Nuestro Padre Fundador dice: La existencia de Dios sólo tiene una prueba: tú mismo (Transfiguración). No se nos insta a tratar de obtener una comprensión intelectual más profunda de Dios, sino más bien, como Moisés instruyó a su pueblo, a pensar en lo que Dios ha hecho por mi.
La Primera Lectura de hoy nos invita a preguntarnos: ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir? El signo de la fe en una persona son los milagros, los milagros de primera clase, que son la conversión de las almas o, al menos, de nuestra propia alma. Estos milagros ocurren continuamente y los ojos de la fe pueden verlos, confirmando las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: Todo poder en el cielo y en la tierra me ha sido dado …Y yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.
¿Quién le da este poder a Cristo? Nuestro Padre Celestial. ¿Cómo se manifiesta la presencia continua de Jesús? Por el Espíritu Santo. Esta es nuestra experiencia de la Santísima Trinidad. Lo que la fe nos enseña es… a mover montañas. Esa es la respuesta de Dios a una fe madura que se expresa en elecciones personales claras, convencidas y valientes. 2. La Señal de la Cruz. Cada vez que hacemos la señal de la cruz, lo hacemos en nombre de la Trinidad. Las palabras «en el Nombre» en vez de «en los nombres» expresan la verdad fundamental de la trinidad de Dios; Dios es uno y Dios es una familia.
La Señal de la Cruz es una llamada al cielo hecha en el Nombre de Aquel que, se sometió a la voluntad de Su Padre, se humilló a Sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, incluso la muerte en una cruz (Fil 2: 8). Decir con ese signo que nosotros también estaríamos dispuestos a morir por Él, es una manera de decir que queremos hacer todo en Su nombre, representándole a Él, a Su manera: pensamientos, deseos, acciones y planes… ¿Es de verdad así? Este es el Espíritu del Evangelio. Esta es la razón por la cual la señal de la cruz es una poderosa declaración, una oración exigente y comprometedora: al hacerla, ponemos nuestra vida en línea de fuego. Particularmente, cada vez que hacemos ese signo, debemos recordar nuestro bautismo. Nuestra conciencia de la presencia Trinitaria realmente crece cada día. La prueba más fuerte de que estamos hechos a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en una relación, y vivimos para amar y ser amados. Tomando una analogía de la biología, podríamos decir que, el ser humano lleva impreso en su «genoma» una marca profunda de la Trinidad, de Dios como Amor (Benedicto XVI, 7 de junio de 2009). La Señal de la Cruz revela el misterio de la Santísima Trinidad en la muerte de Cristo en la Cruz. Al comenzar la Misa, resume todo lo que va a suceder en esa celebración. Estamos unidos porque compartimos la misma fe. Esta es la razón por la cual la eucaristía comienza con la invocación del nombre de la Santísima Trinidad. Toda reunión de cristianos, en la oración o en el apostolado, no es un encuentro social o político sino de fe en Cristo. Como el Evangelio nos enseña hoy, la Iglesia, por su propia naturaleza, es misionera. Estamos llamados a traer a otros a la comunión con el Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo. Es por eso que, al comienzo de la misa, el celebrante nos saluda diciendo: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes. Un hombre resultó herido en un accidente y perdió la memoria. Olvidó todos los detalles de su vida: su nombre, sus amigos, incluso su familia. Le tomó meses recuperarse de sus heridas. Y durante ese tiempo, una enfermera en particular lo atendió con la mayor dedicación. Al principio, él solo la conocía como «su enfermera». Pero pronto aprendió su nombre, y luego su horario, y luego su personalidad. A menudo pasaban tiempo juntos, riendo y hablando. Un día, durante una de estas visitas, el paciente recuperó la memoria y, de repente reconoció, a la enfermera. Con alegría para ambos, exclamó: Te recuerdo. ¡Eres mi esposa! Y por supuesto, lo era. De alguna manera, esta historia refleja nuestra relación con las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Dios, a través del Espíritu Santo, siempre nos está cuidando fielmente. Pero a veces solo pensamos en términos de conciencia, bondad moral o procesos psicológicos… Perdemos la oportunidad de un contacto y un diálogo trinitario con las Personas Divinas.
3. ¿Eres un Discípulo o un Alumno? Un alumno simplemente está interesado en obtener el conocimiento que su maestro tiene, mientras que un discípulo intenta convertirse en lo que su maestro es. Cuando vas a la escuela primaria, simplemente estás allí para adquirir un conocimiento, no necesariamente para ser como el maestro, aunque esto ocurra ocasionalmente. Bueno, debería confesar que cuando tenía cinco años quería casarme con mi maestra, Gloria (y yo no era su único pretendiente). Un maestro espiritual hace discípulos, no alumnos. Incluso los científicos más destacados (con algunas excepciones) hacen discípulos: Bohr, Pasteur, Poincaré, Koch, Severo Ochoa, Freud, Maxwell… Cuando alguien se compromete a seguir a un maestro, lo deja todo y vive su vida con él. De hecho, un discípulo de Jesús se parece tanto a Él que la gente sabría quién es su Maestro incluso cuando los dos no estén físicamente juntos. – Un alumno no necesariamente tiene que ser transformado, un discípulo sí. – Un discípulo comparte el destino del Maestro: quienes siguieron a Jesús, tuvieron que comprometerse a permanecer con él en la tentación (Lc 22:28), y en la persecución (Jn 15:20) y tuvieron que estar dispuestos a tomar la cruz y morir con Él. – Pero, como discípulos suyos, también nosotros heredamos una misión, la misma misión de Jesús: Somos hijos de Dios, y si hijos, entonces también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo (Segunda Lectura). Nunca dejamos de ser discípulos. Necesitamos subrayar una vez más la importancia de nuestro discipulado espiritual; no podemos confiar en nuestra experiencia, buena voluntad o talentos… y además eso no nos haría felices. Un día, después de ver que muchos seguidores se apartaban, Jesús les preguntó a Sus discípulos: Ustedes también se quieren ir, ¿no es cierto? Él les preguntaba así si permanecerían como verdaderos discípulos. Simón Pedro le dio una respuesta inspirada: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de la vida eterna.
Nuestra fuerza como comunidad de discípulos radica en vivir una vida de unidad, no a pesar de, sino debido a nuestra diversidad. Sólo si somos sostenidos por el Espíritu, que el Padre nos envió por medio del Hijo, todos podemos ser uno, así como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que ellos también estén en nosotros, de modo que el mundo pueda creer que Tú me has enviado.