Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 11-2-2018, Sexto Domingo del Tiempo Ordinario (Levítico 13:1-2.44-46; 1 Corintios 10:31-33.11:1; Marcos 1:40-45)
1. Cree y Espera. El avión en que viajas se va a estrellar inmediatamente. Pero puedes salvarte usando tu paracaídas. Siempre creíste que un paracaídas puede salvarte la vida en una situación como esta. Tal vez incluso puedas explicarlo usando la ley de Stokes de la resistencia viscosa. Sabes y crees que un paracaídas puede minimizar el impacto de tu caída… pero tienes miedo de saltar. Todavía no podemos hablar de una confianza auténtica.
Si, de todos modos, sigues adelante, saltas y abres el paracaídas… entonces sí que estás confiando, incluso si estás temblando de miedo.
Así es como nuestra facultad unitiva sintetiza e integra nuestro conocimiento y nuestro deseo, nuestra creencia y nuestra confianza, incorporando en nuestra vida ideas, actitudes o valores. Y esto es lo que le sucedió al pobre leproso en la lectura del evangelio de hoy. Pero en su caso, el aspecto más relevante es que toda su vida estaba en juego. Cuando la creencia y la expectativa están abiertas a la gracia, se transforman en fe y esperanza y esta es la oportunidad que el leproso aprovechó al arrodillarse ante Cristo para ganar su misericordia y finalmente, encontrar dirección y sentido en su vida.
La lepra es un retrato de cada uno de nosotros. Tenemos en nuestro interior la enfermedad del pecado, de la rebelión y el rechazo de la autoridad de Dios. El sacramento del Bautismo limpia todo esto, pero queda un residuo que permanece y, si no le prestamos atención, ciertamente nos infectará y nos robará la vida eterna.
Cuando un leproso gritaba ¡Impuro, impuro! o cuando un alcohólico reconoce su problema, o cuando tú y yo decimos sinceramente en la Santa Misa que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, y realmente lo sentimos así y NO desvinculamos nuestras declaraciones de nuestras acciones cotidianas, entonces estamos abriendo nuestras puertas a Cristo.
De lo contrario, estamos enviando un mensaje ambiguo y confuso y, lo peor de todo, perdemos el contacto con la realidad.
Como le sucedió a un hombre que estaba a cuatro patas bajo una farola, buscando algo. Un policía que pasaba le preguntó qué estaba haciendo. Busco las llaves de mi auto, respondió el hombre, que parecía ligeramente ebrio. ¿Las perdió aquí? preguntó el policía. No, respondió el hombre, las perdí ahí en el callejón. Al ver la expresión desconcertada del policía, el hombre se apresuró a aclarar: pero la luz es mucho mejor aquí.
Esto podría sonar a broma, pero la cruda realidad es que esto es lo que sucede a muchos religiosos (sacerdotes, profesionales o estudiantes) o padres que se pierden en algunas actividades o en algunas relaciones predeterminadas y bien controladas como una opción para ‘disociarse’ de compromisos más profundos, a saber, la comunión y la convivencia.
Esto explica por qué el lema dado por nuestro Fundador a nuestra familia religiosa es Cree y Espera; es una llamada a no perder nunca la oportunidad de ser fieles al Evangelio. Creer en las pequeñas cosas que tienes que hacer, muchas de ellas fuera de tu zona de confort; tener esperanza en la respuesta del Espíritu Santo. Si nuestra intención es la gloria de nuestro Padre Celestial, el Espíritu Santo también dirá con Cristo: ¡Por supuesto que quiero! Seremos capaces de cooperar con la gracia, aunque nuestra contribución parezca muy pequeña: Ya sea que comas o bebas, o cualquier cosa que hagas, hazlo todo para la gloria de Dios, dice San Pablo hoy. Recordemos que el leproso en la lectura de hoy se convirtió inesperadamente en un instrumento de evangelización … aunque de forma un poco inoportuna. Fue obediente a la luz y la fuerza que recibió solo para ponerse de pie y pedir la ayuda de Cristo, incluso aunque la ley decía que un leproso no podía acercarse demasiado a la gente.
Cree y espera. Nada más: Cree, espera, ama…, y marcha… Somos los pies de Cristo. Camina sin detenerte nunca, no te detengas nunca, camina buscando la recristianización del mundo (Nuestro Fundador, 1960).
- Sobre todo, debemos recordar que la fe y la esperanza son frutos del Espíritu. Aún más, el Espíritu Santo es la verdadera fuente de nuestra oración: Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén, el espíritu de gracia y de súplica (Zac 12:10). El Espíritu Santo es un Espíritu de oración. Se nos prometió como un Espíritu de gracia y súplica, la gracia para poder suplicar.
En definitiva, la oración es el soplo del Espíritu en nosotros; el poder de la oración proviene de la fuerza del Espíritu en nosotros, en el cual esperamos y confiamos. Se le llama Espíritu de súplica porque nos enseña cómo orar y por qué orar. De hecho, este es el mensaje de la segunda lectura, donde San Pablo nos alienta a no buscar nuestro propio beneficio sino el de muchos, para que puedan ser salvos. Está hablando de la oración apostólica, como la llama nuestro Fundador, que es una oración verdaderamente unitiva porque su intención esencial son los asuntos de nuestro Padre, la salvación de todos y cada uno de los seres humanos:
Os importa mucho adquirir aquel estado de súplica beatífica que, suprema expresión de la unitiva oración mística, forme vuestra conciencia filial, desposada con el Padre, concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo, en tal grado que, marcada ya en esta vida con la gloria eterna, contempléis la tierra desde el cielo más que el cielo desde la tierra (Codex Orationis, 1996).
Esta es la perspectiva apropiada para comprender los milagros de Jesús y para poder percibir y sentir los milagros de conversión que se realizan continuamente hoy. Está claro que Jesús NO sanó a todos los que estaban enfermos. Sanó a muchos, pero no a todos. De hecho, al darse cuenta de que muchos simplemente acudían a Él para recibir curación física y lo consideraban como a un curandero, se fue a la montaña para retirarse y orar. Hay un sentido en los milagros y la curación no es un fin en sí misma: Cristo no viene a hacernos sentir cómodos en este mundo. Viene a conducirnos a la gloria de Dios, y lo hace a través de la curación.
Del mismo modo, Pablo trató de complacer a todos en todo, pero no trata de “agradar” porque agradar a las personas no es un fin en sí mismo. Nuestras obras de curación y misericordia, de cualquier tipo, tienen significado y sentido: mostrar la suprema importancia de Cristo en nuestras vidas, la curación suprema que Jesús nos ofrece.
Una noche, después de una brillante interpretación de la IX Sinfonía de Beethoven, el director Arturo Toscanini se saludó a una multitud delirante. La gente aplaudía, silbaba y casi lo ensordecieron con gritos de ¡Bravo! ¡Bravo! Toscanini se inclinó repetidamente y luego se volvió para agradecer la maestría de la orquesta. Con la respiración entrecortada y voz susurrante, se inclinó y dijo: ¡Caballeros! ¡Caballeros! ¡Yo no soy nadie! Esta fue una afirmación extraordinaria, dada su enorme vanidad. Entonces el gran director agregó: Caballeros, ustedes no son nada. Pero Beethoven, dijo Toscanini con un tono de adoración en su voz, ¡Beethoven es todo, todo, todo! Siglos antes, Pablo había llegado a la misma conclusión con respecto a Jesús. Cristo fue todo, todo, todo para el gran apóstol y lo es para todos nosotros.
Como San Pablo, hemos de ser imitadores de Cristo en el sentido más auténtico, subvirtiendo las fuerzas dominantes del miedo en nuestras vidas a través de actos de compasión y misericordia. No podemos progresar en nuestra vida espiritual a menos que perseveremos contemplando las necesidades de nuestro prójimo y reflexionemos cuidadosamente sobre ellas en nuestra oración.
- Una última observación sobre nuestra oración. Decíamos antes que, en definitiva, la oración es la medida de nuestra aceptación de la obra del Espíritu en nosotros. Entonces, crean que el Espíritu mora en ustedes (Ef 1:13) y de manera similar creamos que está obrando en nuestro prójimo, en nuestro enemigo, en la persona que es extremadamente egoísta, que parece espiritualmente muerta, como el leproso de hoy.
En lo profundo de nuestro ser, tal vez sin ser reconocido, el Espíritu Santo mora en nosotros como un Espíritu de súplica beatífica, con el único propósito de permitirnos orar.
El término latino beatifico significa bendecido, marcado por una profunda beatitud, y aquí se usa para describir el estado de un discípulo que reconoce la necesidad de vivir un estado permanente de súplica y a la vez, paradójicamente encuentra su gozo al vivir en esta actitud continua de petición. Pero recordemos que esta súplica es un regalo, un don, no simplemente una iniciativa que tomamos nosotros.
Suplicar no suele ser algo gozoso. Cuando solicitamos un aumento de sueldo, o cuando nos disculpamos por algún error o equivocación, se supone que no estamos disfrutando del momento. Pero en nuestra relación con las personas divinas es quizás lo que mejor define nuestra condición filial, nuestra condición de ser hijo o hija de Dios: estamos en constante necesidad de recibir gracias, tenemos la experiencia de haber recibido siempre una respuesta (generalmente inesperada) y, por lo tanto, se nos insta a continuar con alegría nuestro acto de súplica.
Nuestra experiencia más profunda (ontológica) en la oración es un sentimiento de curación y unión con Dios y supone mi identificación más o menos incipiente o intensa con una de las personas divinas. A veces siento la filiación, mi naturaleza filial, la confianza y la misericordia de nuestro Padre Celestial; otras veces mi fraternidad con Cristo, mi deseo de imitarlo es lo que preside mi vida espiritual. Finalmente, en algunos momentos experimento la amistad del Espíritu Santo, su asistencia permanente y el cumplimiento de la promesa de Jesús cuando anunció que el Espíritu Santo les recordará todo lo que les he dicho (Jn 14:26).
Es al Padre a quien pedimos todo, y de quien esperamos respuesta. Es por el mérito y el espíritu del Hijo que mora en nosotros, por lo que confiamos ser escuchados. Y es el Espíritu Santo quien nos enseña cómo orar en cualquier momento en particular. El enfermo y marginado que se acercó a Jesús, aprendió bien esta lección.
Sanados por Cristo, nosotros, como aquel leproso, nos sentimos empujados a compartir nuestra historia, haciendo pública la buena nueva de que Dios salva a los pecadores y nos da la bienvenida a nuestra verdadera casa.