por el p. Luis CASASUS ,Superior General de los missioneros Identes
New York, 24 de Mayo, 2020 | VII Domingo de Pascua.
Hechos de los Apóstoles 1: 12-14; 1 Pedro 4: 13-16; San Juan 17: 1-11a.
¿Qué es la gloria? En el Evangelio de hoy leemos: Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu hijo. Para algunos de nosotros, gloria significa buena fama, o el brillo o la luz que aparece alrededor de la cabeza de una persona santa o santo, como una aureola. Pero aquí Jesús está hablando con plena conciencia de su inminente muerte expiatoria.
Así que parece importante aclarar el significado de “gloria”, porque aparece muchas veces en la Biblia y, según las palabras de Cristo, parece ser relevante en nuestra vida espiritual.
Nuestro Padre Fundador, Fernando Rielo, da una definición concisa de la gloria cuando se refiere a Jesús: La gloria es mucho más que la victoria; es la forma suprema de expresarse la victoria de Cristo (FEB 3, 1979). Esto no es nada abstracto. Me gustaría ilustrarlo con un relato deportivo.
Durante la carrera de la milla en el Campeonato Australiano de 1956, el corredor John Landy iba tercero cuando el segundo corredor, Ron Clarke, cayó a la pista. Landy se detuvo y comprobó si Clarke estaba malherido, Clarke dijo que estaba bien y se fue detrás de los otros corredores. A pesar de haber perdido 7 segundos, Landy comenzó a esprintar en persecución de los primeros, pasó al primero y ganó la carrera por 12 yardas.
Fue el mayor triunfo de Landy, aunque no fue su mejor marca, y fue un héroe ese día para todos los que vieron la carrera. Ganar esa carrera fue un triunfo menos importante que su gesto de deportividad, que hizo historia. Más que cualquier victoria convencional, esa fue su gloria.
Incluso en este mundo del deporte, entendemos que la gloria es la expresión suprema de la victoria. Si ganar fuera lo único que importase en el deporte, entonces los atletas y los equipos buscarían constantemente oponentes inferiores para aumentar la probabilidad de victoria. No lo hacen, y las victorias sobre oponentes muy inferiores a menudo son vistas como vacías. La verdadera gloria es la victoria sobre los adversarios más fuertes.
Pero hay más. La gloria no es un logro individual. Cuando Jesús pide ser glorificado, está dispuesto a la gloria de la cruz, porque sabe que así la victoria de su Padre celestial se manifestará de forma suprema. Por eso dice: Da gloria a tu hijo, para que tu hijo te glorifique a ti. No sólo Cristo es glorificado en su obra expiatoria, sino que Dios es glorificado en él. El sacrificio expiatorio del Hijo glorifica al Padre. Es exactamente, así como nuestro Fundador entiende lo que es la gloria:
Porque, en definitiva, la vida espiritual se resume en algo tan sencillo como es: “Dios mío, yo te glorifico a Ti, y Tú me glorificas a mí”. Es la glorificación mutua: “Tu gloria es mi gloria, y mi gloria es tu gloria” (3 FEB 1979).
La gloria reside en hacer visible el amor de Dios. Cuando Jesús se encamina hacia su pasión y muerte, y se entrega en las manos de los verdugos y es clavado en la cruz, la gloria de Dios se manifiesta.
Él dejó claro en qué consiste su gloria: Ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado… si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, producirá mucho fruto (Jn 12, 23-24). La gloria que le espera es el momento en que, dando su vida, revelará al mundo cuán grande es el amor de Dios por el hombre. Esta es la única gloria que también promete a sus discípulos.
Jesús también espera ser glorificado y pide esta gloria. Pero el día glorioso que esperaba no es aquel en el que, montado en un burrito, recibe aplausos a su entrada en la ciudad santa, sino el del Calvario. Allí, levantado en la cruz, finalmente es capaz de mostrar hasta dónde llega el inmenso amor del Padre al hombre.
El Salmo 19 dice: Los cielos anuncian la gloria de Dios; los cielos proclaman la obra de sus manos. Un día se lo dice al siguiente, las noches hacen correr la voz. De la misma manera, en su expiación por nosotros Dios manifiesta su gloria de una manera que podemos entender porque, como la creación que vemos y disfrutamos, su salvación es algo que nos toca de manera directa e íntima. Ya al hacerse hombre, Jesús comenzó una nueva etapa de glorificación del Padre: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como la del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1:14).
Dios es glorificado cuando despliega su fuerza y realiza obras de salvación, cuando muestra su amor por la humanidad. En el Antiguo Testamento, su gloria se manifestó cuando liberó a su pueblo de la esclavitud. Mi pueblo verá su gloria porque Dios viene a salvarlo (Is 35:2,4).
Si estamos de acuerdo en que la verdadera gloria es la expresión suprema de la victoria de Cristo, entonces podemos entender cuál es la diferencia y el límite con la gloria de este mundo. Los seres humanos son criaturas orientadas a la gloria. A los animales no les atraen las cosas gloriosas, ya sea un drama emocionante o un juego deportivo o una pieza musical cautivadora. Los animales viven por instinto y existen para sobrevivir. Vivimos con una predisposición a la gloria y perseguimos siempre cosas más grandes y mejores.
Dios puso en nosotros esta orientación a la gloria; no va en contra de la voluntad de Dios ser atraído por las cosas gloriosas. Debido a esta orientación a la gloria, nuestras vidas siempre estarán moldeadas por la búsqueda de algún tipo de gloria. Tú y yo siempre estaremos persiguiendo algo para satisfacer el hambre de gloria con el que Dios dispuso que viviésemos.
No podemos evitarlo. Incluso las personas que parecen o dicen ser más modestas y humildes, sueñan con alguna forma de gloria, de brillo. Estamos hechos para vivir y mostrar la perfección, alguna forma de perfección, a nosotros mismos y a los demás. Aquellos de nosotros que tenemos la gracia de haber recibido la fe tenemos la doble oportunidad de no ser perfeccionistas… y de no caer en el anhelo y el apego a la fama.
Seguramente nos ayudará recordar que la “gloria” de este mundo a menudo conduce al perfeccionismo, no porque sea una perversión, sino porque no está centrada en Dios y por lo tanto es fácil caer en estados morales, emocionales y espirituales poco saludables.
La gloria de este mundo se busca por dos motivos: el perfeccionismo auto-orientado (tengo que ser el mejor en algún dominio; necesito ver mis sueños más elevados hechos realidad) y el perfeccionismo socialmente prescrito (tengo que estar en la cumbre, para mostrar mi gratitud por las oportunidades que se me han dado; tengo que responder a las expectativas de mi familia).
Para este mundo, la glorificación es lograr la aprobación y el elogio de los demás. Es equivalente a la fama, obtenida por quien alcanza una posición de prestigio. Todos la desean, la anhelan y luchan por ella y por eso nos alejamos de Dios.
Esto sólo tiene una solución y una alternativa: que el motivo y el objetivo de nuestra búsqueda de la perfección y la gloria se centren en Dios Padre. Así lo afirma nuestro Padre Fundador en su libro El Corazón del Padre:
Empleo ahora la palabra motivación. ¿Cuál es el móvil de tus actos? ¿Con qué invocación adornas, enriqueces tus actos? ¡Ah, si todo lo hicierais con la palabra Padre…!
Como nos decía nuestro Presidente en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo: Dios es “el garante que alimenta el anhelo constitutivo del hombre de ser más” (21 julio, 2014).
La gloria es la vocación última del hombre, que debe seguir diariamente el camino de la cruz con la certeza de que Cristo nos ha precedido y ha vencido al mundo. El lema Ad Majorem Dei Gloriam (Para el mayor honor y gloria de Dios) dado por San Ignacio a los miembros de la Compañía de Jesús encarna esa motivación: todas nuestras acciones deben encaminarse a glorificar a Dios.
En la espiritualidad de San Ignacio de Loyola, se ve además de A.M.D.G. la palabra magis pues estos dos conceptos están íntimamente conectados. Magis es el término en latín que significa más. Está implícito en la palabra, majorem, mayor. San Ignacio exhorta a los suyos a siempre “elegir y desear” la opción estratégica más propicia para la voluntad de Dios. Magis es una filosofía y una fuerza motivadora.
¿Cuál es nuestra experiencia de gloria? La gloria no es una cosa; un objeto que podemos tener en nuestras manos. Es un proceso, una historia, un progreso en la manifestación de la victoria de Cristo, que es nuestra victoria. En nuestra vida mística, es decir, en nuestra relación íntima con las personas divinas, una clara manifestación de la gloria, de nuestra participación en la gloria divina, son los dones del Espíritu Santo. De hecho, los percibimos como incrementos de las virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad, como un paso más hacia la plenitud. Como dice San Pablo: El Espíritu del Señor nos hace cada vez más parecidos a nuestro Señor glorioso (2Cor 3: 18).
Tal vez la manifestación más íntima y frecuente de la gloria divina en cada uno de nosotros es cuando experimentamos el perdón. Es algo paradójico, porque nuestro pecado, nuestra mediocridad es una ocasión para que el amor de Dios se manifieste incondicionalmente. Todos tenemos una experiencia de esto. A veces, por recibir el perdón de alguien cuando sentimos que no somos dignos de él. Otras veces, sentimos que es directamente Dios quien nos perdona. Y el perdón divino que conocemos significa una nueva e inesperada forma de tenernos a su lado. Por eso repetimos las palabras del Centurión antes de unirnos a Cristo en la Eucaristía: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero sólo di la palabra y mi alma será sanada.
Sí. Con el perdón, los enemigos más fuertes son derrotados: nuestro orgullo, nuestro miedo, nuestra soledad. Aún hoy recuerdo con afecto y emoción las ocasiones en que fui perdonado de niño y adolescente por mis padres, mis amigos, mis maestros… y sin duda por el mismo Dios, que me llamó a servirle a pesar de mi mediocridad.
San Esteban (Hechos 7) nos da una visión precisa de la gloria de Dios. Predicó al Consejo del Sanedrín y se enfurecieron cuando sintieron que sus tradiciones eran desafiadas. Cuando empezaron a arrojarle piedras, miró al cielo y vio la gloria de Dios y a Cristo de pie a la derecha de Dios. Entonces dijo: Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios. Antes de la muerte de Esteban, Jesús le permitió ver su gloria, de pie junto a la gloria de su Padre para mantener la esperanza de la iglesia. Los testigos del martirio de San Esteban también pudieron ver la gloria de Dios, ya que el perdón y la paz del mártir… no eran de este mundo.
Manifestar la gloria de Dios implica dar a conocer su nombre. Y esta es la razón de nuestra vida apostólica, más allá de la búsqueda de prosélitos y la planificación de actividades, que son dos cosas muy necesarias. Porque esto es lo que hizo Jesús. Él dijo: Padre, he dado a conocer tu nombre. No basta con glorificar a Dios en nuestras vidas; también estamos llamados a glorificar a Dios proclamando su nombre. A menos que demos a conocer su nombre, las personas no sabrán que la gloria que se manifiesta en y a través de nosotros, es de Dios.
Muchas personas tal vez vivan una vida buena pero no están agradecidas a Dios porque no reconocen que su bondad proviene de una fuente más allá de ellos mismos, de quien llamamos el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Así, sólo glorifican a Dios inconscientemente en sus vidas, pero no saben a quién agradecer la vida de Dios que ya comparten.
Pero si llegaran a conocer quién es Dios y su propósito en la vida, podrían volverse conscientemente hacia Dios y glorificarlo más que nunca. Por lo tanto, es necesario que nosotros alabemos a Dios tanto en nuestros actos como en nuestras palabras, para que el mundo entero llegue a conocer a Dios y lo alabe conscientemente en sus vidas.
Podemos entonces resumir nuestra misión apostólica con estas palabras del Nuevo Testamento: Llevar a muchos hijos e hijas a la gloria (Heb 2:10). ¿Qué es la gloria si no lograr que cada creyente llegue a la medida de la estatura que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4:13)?