Evangelio según San Juan 20,1-9:
El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos.
Resurrección = perdón + vocación + inspiración
Luis Casasús – presidente de las misioneras y los misioneros Identes
Roma, 31 de marzo de 2024 | domingo de Pascua
Hechos 10: 34a.37-43; Col 3: 1-4; Jn 20: 1-9
Vida, muerte y resurrección. ¿Quién puede explicar y aprovechar completamente el sentido de la vida? ¿Y de la muerte? De mi vida y de mi muerte, de la vida y la muerte de las personas queridas… Si para cada uno de nosotros y para todas las culturas y religiones eso resulta una tarea formidable ¿qué decir de la Resurrección que celebramos hoy?
Vida, muerte y resurrección son tres realidades imponentes, de manera que, para muchos, lo único que se puede hacer es sumergirse ciegamente en el mundo, para vivir un presente que no mire al morir, y menos al resucitar; o no pensar ni hablar de ello. El cómico Groucho Marx recurrió a la ironía: Mi intención es vivir para siempre… o morir en el intento.
Pero todas las personas y culturas con sensibilidad espiritual, hacen un esfuerzo noble y humilde por ser consecuentes y tratar de crecer ante las realidades de la vida y la certeza de la muerte, muchas veces intuyendo lo que puede significar la resurrección, que algunas tradiciones llaman “inmortalidad”.
Un venerado y anciano maestro espiritual, cuando estaba muy cerca de la muerte, pidió que le trasladaran a la sala donde pronunciaba sus discursos. Pronto me iré al Cielo –dijo a sus seguidores– pero les dejo todos mis escritos y, junto con ellos, mi espíritu.
Cuando su nieto oyó estas palabras, se echó a llorar. Su abuelo, débil por la enfermedad, se volvió hacia él y le dijo, de manera algo críptica: ¿Solo emociones? No; también intelecto. A partir de ese momento, el muchacho solo pensó y se consoló con la vida del alma de su abuelo, sin quedarse en la muerte de su cuerpo.
Ante la muerte y resurrección de Cristo, en la Pascua de 2009 el Papa Benedicto XVI señaló cómo hemos de celebrar el día de hoy: Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida eterna. Merece la pena meditar en estas palabras, pues TODOS tenemos alguna experiencia de auténtica conversión.
Además, la Resurrección de Cristo responde a la dificultad esencial de la existencia humana: ¿cómo puede ser que el verdadero amor tenga fin? Efectivamente, no es así: esa “vida eterna” es una realidad, es algo que llega más allá de la muerte, aunque no podamos saber los detalles que a nuestra insaciable curiosidad le gustaría conocer. Todos quisiéramos penetrar en lo que significan las palabras que Cristo pronunció en su oración intercesora: la manera de tener vida eterna es conocerte a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste a la tierra (Jn 17: 3). Ante algunas preguntas insistentes, ya había respondido aclarando equívocos: En la resurrección, ni se casan ni son dados en matrimonio, sino que son como los ángeles de Dios en el cielo (Mt 22: 30).
Desde luego, toda forma de dolor desaparecerá y se verá sustituido por la alegría de estar continuamente bajo la luz divina, sirviéndole de forma que no podemos imaginar:
Y ya no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará allí, y sus siervos le servirán. Ellos verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes Y ya no habrá más noche, y no tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los iluminará, y reinarán por los siglos de los siglos (Ap 22: 3-5).
Nuestro padre fundador ha prestado mucha atención a lo que es nuestra muerte y resurrección y también a lo que significa la vida eterna, sosteniendo que en realidad no hay ninguna “aniquilación”, cuando hablamos de nuestro cuerpo, sino más bien una auténtica y completa transfiguración, la activación de todos los elementos que estaban pasivos en lo que él llama nuestra constante de la clave genética.
Se cuenta de Santa Teresa de Ávila que, en una ocasión, el diablo se le apareció disfrazado de Cristo. Pero ella lo identificó al instante y lo rechazó inmediatamente. El diablo, antes de retirarse, le preguntó: ¿Cómo lo adivinaste? ¿Cómo supiste que yo no era Cristo? La respuesta de la santa: No tienes ninguna herida; Cristo sí las tiene. Seguramente, esas heridas, que permitieron a santo Tomás identificar a Cristo resucitado, tendrán una forma transfigurada en la vida eterna, al igual que todas las buenas obras que cada uno de los actos de misericordia de los bienaventurados, que formarán parte de su personalidad celeste. Sí; Dios se olvidará de nuestros pecados, pero las buenas obras son para la eternidad.
Solo las buenas obras permanecen y forman ese tesoro, acumulado en el cielo, donde los ladrones no lo desentierran ni roban, porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón (Mt 6: 20-21).
¡Si recordase que cada pequeño gesto de amor es literalmente inmortal, eterno… y no puedo imaginar cuántos no he permitido nacer!
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Sí, la vida que celebramos hoy, la vida que Cristo ha conquistado para nosotros mediante Su muerte y resurrección, es algo más que la mera supervivencia, o una vida libre de problemas, dolores, achaques o fracasos. Es la vida eterna. Es una vida por la que merece la pena vivir en este mundo y luego morir. Esta es nuestra esperanza y es lo que nos da valor para afrontar las incertidumbres del futuro y las oscuras sombras del pasado.
¿De dónde viene la Beatitud de las personas fieles al Evangelio? Primero, de la impresión de estar siempre acompañadas, con el perdón del Padre, la amistad de Cristo y la inspiración del Espíritu Santo. Pero, en segundo lugar, de vivir la certeza de que NADA de lo que hacemos por Él es inútil ni estéril, a pesar de las apariencias. Estas dos realidades son confirmadas por la Resurrección que celebramos hoy.
Esto no es algo que todo el mundo pueda disfrutar. Todos percibimos que vivimos en una era donde el desánimo y la depresión invaden todo. No simplemente que encontremos alguna dificultad en nuestro camino, sino que, en ocasiones, la vida entera parece derrumbarse. Los ejemplos son variados e innumerables:
* La persona que inicia una vida matrimonial y familiar, hasta que las dificultades de relación, de cambios de comportamiento, económicas o de salud hacen prácticamente imposible seguir adelante.
* El joven que comienza a comprender con claridad que durante toda su vida ha sido explotado, abusado, engañado y utilizado por los adultos y tal vez por sus propios amigos y familiares.
* El hombre o la mujer que ha sido abandonado en su ancianidad, tras haber entregado su vida a su cónyuge e hijos.
* Quien ha cometido y sigue cometiendo ofensas a Dios y al prójimo, y busca desesperadamente justificaciones para ocultar, para no confesar, para minimizar sus acciones.
Para la inmensa mayoría de personas, que no disfrutan de una auténtica intimidad con las Personas Divinas, es imposible siquiera pensar que pueda existir la Beatitud. Nosotros, por el contrario, somos testigos de las obras cotidianas de Dios en nuestra vida, sobre todo: perdón, vocación e inspiración, por eso en las dos primeras Lecturas se nos invita hoy a anunciar con palabras y obras lo que estamos viviendo. No es necesario ver a Cristo Resucitado con los ojos, somos también testigos de su victoria sobre la muerte.
Por si fuera poco, conocemos cómo la Providencia actúa contra toda previsión y más allá del pecado, de la lógica y la justicia humanas. Por citar unos pocos ejemplos del Antiguo Testamento:
* Si José no hubiera sido traicionado por sus hermanos y vendido como esclavo, no habría sido su salvador, cuando la tierra fue azotada por el hambre.
* Si Moisés no hubiera huido de Egipto en un acto de cobardía, no habría sido elegido por Dios para conducir a su pueblo a la libertad.
* Si David no hubiera cometido un homicidio en grado de autor intelectual y adulterio con la mujer de Urías, Salomón no habría nacido.
La escena de la Resurrección y nuestra experiencia nos enseñan que la fe se basa en ver, como les ocurrió a los discípulos que vieron el sepulcro vacío. Es realmente ridículo decir que la fe significa “creer sin ver”, pues sería una especie de crueldad por parte de un dios que jugase a esconderse para probar a los hombres.
Quien tiene fe, ha visto, de alguna manera. También con los ojos de la cara. Como dijo San Juan Pablo II a los jóvenes en 1998:
Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36: 10). Esta «luz de la fe» en nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo.
Hay personas que no quieren mirar los signos de la Resurrección en el mundo y en el hombre” y otras que no han tenido la gracia de que nadie se los muestre.
En lugar de disfrutar de la libertad cristiana y anticipar un hogar en el cielo, quienes rechazan la resurrección son esclavos del presente, sin esperanza real ni sentido de la vida. Esto explica por qué en nuestras sociedades actuales tantos están atrapados en el pozo de la desesperación y la desesperanza. Cuando el hombre ya no cree en la resurrección después de la muerte, en la redención después del pecado, desciende al pozo del sinsentido.
La carrera, la familia y las buenas obras pueden ofrecer un breve placer, pero no el tipo de alegría que viene de saber que estamos trabajando para cumplir la voluntad divina. Por eso la creencia en la resurrección no es un punto de debate teológico. O creemos que Cristo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, o no lo creemos. Si rechazamos su victoria sobre la tumba, nos negamos un lugar en la eternidad. Pero si aceptamos la verdad, Pablo nos asegura que somos salvos.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis Casasús
Presidente