Evangelio según San Marcos 6,7-13:
En aquel tiempo, Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; sino: «Calzados con sandalias y no vistáis dos túnicas». Y les dijo: «Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si algún lugar no os recibe y no os escuchan, marchaos de allí sacudiendo el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos». Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Expulsar demonios y ungir con aceite
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 14 de Julio, 2024 | XV Domingo del Tiempo Ordinario
Amós 7:12-15; Ef 1:3-14; Mc 6: 7-13
Hay un pasaje en la novela de Sienkiewicz ¿Quo Vadis? donde se describe cómo un joven romano, Vinicius, se enamora de una joven cristiana. Como no era cristiano, ella no quiere saber nada de él. La sigue a la reunión nocturna secreta del pequeño grupo de cristianos y allí, sin que nadie lo sepa, escucha la celebración. Oye predicar a Pedro y, mientras escucha, algo le ocurre. Sintió que, si deseaba seguir aquella enseñanza, tendría que poner sobre una hoguera todos sus pensamientos, hábitos y carácter, toda su naturaleza hasta aquel momento, quemarlos hasta convertirlos en cenizas y luego llenarse de una vida totalmente distinta, y de un alma enteramente nueva.
Eso es una auténtica conversión que, como sucede en este famoso relato, va siempre unida al amor. En efecto, la verdadera y profunda conversión no es simple dolor y repugnancia por las malas acciones cometidas. Implica ser más consciente del efecto de mis acciones en los demás y de la distancia que he puesto entre las personas y mi propia vida. Es lo que le ocurre al hijo pródigo de la parábola, cuando se hace sensible al daño que ha hecho a su padre y a Dios (Lc 15: 21). Sí; podemos decir que, en realidad, el prójimo me cura, pero en el caso de Cristo esta verdad es elevada a un nivel nunca visto, pues, aunque no nos libre de dolencias físicas y emocionales, nos da una libertad y una alegría que no se pueden comprender sólo con la razón.
En toda curación hay un toque, de algo o de alguien que nos toca. Eso está bellamente recogido en la unión con el aceite. Galeno, el gran médico griego nacido el siglo I, dijo: El aceite es el mejor de todos los instrumentos para curar los cuerpos enfermos. En el mundo antiguo, el aceite era considerado un remedio maravilloso, aunque no pudieran explicar todas sus propiedades anti-inflamatorias, desinfectantes o analgésicas.
Y por eso Jesús indica a sus discípulos ungir con aceite y expulsar demonios. La conversión no es sólo esfuerzo, sino un profundo alivio.
¿De verdad creemos estar dominados por los espíritus inmundos? No es simplemente que seamos “malos”, sino que verdaderamente estamos encadenados de muchas formas distintas, a fin de que no podamos acercarnos a Dios.
Puede ser que lo aceptemos “porque lo dice el Evangelio”, pero no nos molestamos en mirar al fondo de nuestro corazón para constatar que esto es una realidad. En la Primera Lectura de hoy, esto aparece de forma categórica: Amós, un pastor y cultivador de higos al borde del desierto, es obligado por Yahveh a dejar inmediatamente su rebaño y hablar al pueblo de Israel, porque la situación era muy seria. Según nos dice (Amós 7: 1-2), tuvo una visión: Dios preparó una plaga de langostas. Al verlas dispuestas a devorar toda la hierba del país, dije: “Perdona, te lo ruego, Señor mi Dios, pues, ¿cómo podrá resistir Jacob, siendo como es tan pequeño?”.
No perdamos de vista que a esas gentes les parecería algo extraño, exagerado, pues en esa época, ocho siglos antes de Cristo, la sociedad de Israel era próspera, libre de amenazas de enemigos y con numerosos santuarios y centros de culto, donde miles de personas peregrinaban y participaban en las ceremonias religiosas. La relación de los sacerdotes con el rey Jeroboam II era excelente, recibían generosos salarios y el monarca hacia donaciones abundantes para los templos.
Todo eso, como denuncia Amós, era superficial, y cubría la corrupción, la explotación de los débiles, la opresión de todo tipo y la tolerancia de costumbres perversas y rentables como la prostitución sagrada.
Hasta aquí los hechos históricos. Pero la Iglesia nos invita hoy a poner nuestra propia vida bajo la luz de esta Primera Lectura.
En primer lugar, como tantas veces nos dice el Evangelio, no creer que somos justos. A muchos de nosotros se nos oye decir: Soy un desastre, soy un pecador, cometo muchos errores. Pero muy pocos son capaces de confesar una falta concreta y menos de pedir perdón. Por el contrario, acudimos a auto-justificación, que es un intento desesperado, automático, instintivo, de proteger la fama. Primero, elaboramos un razonamiento para intentar estar en paz y después lo lanzamos a los demás como un arma defensiva: No sabía nada; lo hice sin mala intención; no pensé que te molestaría; no me pude controlar; me llevaron al límite de mi paciencia y…
Tampoco el sacerdote Amasías, jefe del Templo, reconoció sus pecados y los de su casta privilegiada, replicando a Amós: No vuelvas a profetizar en Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo del país.
Además, no sentimos la misma urgencia que Dios Padre para evitar el dolor que el prójimo siente al vivir la esclavitud y no ser curado por nadie. Amós también puso excusas ante esa “exagerada” llamada divina: No soy profeta.
Hoy es un día para reconocer el alcance de mis pecados y también la urgencia de transmitir el Evangelio.
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La Segunda Lectura constituye un texto precioso de alabanza, de bendición a Dios. Alabanza y bendición son palabras que a veces nos cuesta comprender: suenan anticuadas, fuera de la cultura y el vocabulario moderno. Pero encierran algo que es la llave, el comienzo de nuesta relación con las Personas Divinas. Alabanza y bendición no son actitudes o gestos formales, sino la expresión de gratitud propia de quien reconoce lo mejor que ha recibido. Es así como comienza el Padrenuestro y muchas de las oraciones tradicionales del pueblo judío.
Alaba, alma mía, al Señor; alabe todo mi ser su santo nombre. Alaba, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios (Salmo 103).
Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta, para que te cante y te glorifique, y no me quede callado. ¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias! (Salmo 30:11-12)
Esta Segunda Lectura comienza con una alabanza al Señor, que ya no se llama el “Dios de Abraham, Isaac y Jacob”, sino “el Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Es un reconocimiento de quien ha experimentado la mayor de todas las gracias posibles, la presencia y la compañía consoladora de las Personas Divinas.
La gratitud puede ser agradable a quien la recibe, pero antes que nada produce una verdadera liberación, un impulso de centrar la atención en los bienes que poseo, en vez de angustiarme con los talentos que desearía tener, las acciones que quisiera realizar o el descanso que sin duda sería un alivio. Esta liberación emocional y espiritual es capaz de poner en marcha las capacidades que poseo, las virtudes que aún no he aprovechado del todo. Una historia popular india lo refleja así:
Se acercaba la época de lluvias monzónicas y un hombre muy anciano estaba cavando hoyos en su jardín. Trabajaba con ilusión y entusiasmo.
¿Qué haces?, le preguntó su vecino. Estoy plantando mangos, respondió el anciano. ¿Esperas llegar a comer mangos de esos árboles? dijo su vecino
No, no pienso vivir tanto, contestó, Pero otros lo harán. Se me ocurrió el otro día que toda mi vida he disfrutado comiendo mangos plantados por otras personas, y ésta es mi manera de demostrarles mi gratitud. En mi larga vida he recibido muchas cosas de los demás. Es justo que yo contribuya a que otros se beneficien de mí.
En el caso de un discípulo de Cristo, nos sucede como al profeta Amós, que nos vemos empujados a vivir una misericordia continua, a través de lo poco o mucho que hemos recibido. Recordemos lo que sucedió a San Pedro:
Mirando cara a cara al paralítico que mendigaba en la puerta del templo llamada “Hermosa”, Pedro dijo: “Míranos”. Los miró, esperando recibir algo de ellos. Pero Pedro continuó “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy; en nombre de Jesucristo de Nazaret, el Mesías, ¡camina!” (Hechos 3: 1-10).
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Ya en la Primera Lectura se observa el contraste entre un hombre realmente libre, Amós y otro que está esclavizado, Amasías, que dependía de la voluntad y las ambiciones del rey Jeroboam II. Más allá de esta relación con el poder, en el texto evangélico de hoy Cristo nos dice, con instrucciones altamente significativas para la época, cuál ha de ser la libertad del apóstol: El no llevar alforja, por ejemplo, significaba no tener lugar para la comida del día siguiente, exactamente como decimos en el Padrenuestro: Danos hoy el pan nuestro de cada día [no de la semana]. Por supuesto, Cristo no nos está invitando a pasar hambre, sino a abandonar alimentos inútiles cuando me siento apegado a ellos, muy especialmente mis juicios y mis deseos.
En realidad, esta es la cumbre de la oración apostólica, pues, después de ser agradecido, si estoy dispuesto a descubrir y dejar de lado mis opiniones, mis costumbres y mis caprichos, seré libre para manifestar con hechos y palabras la presencia de Cristo entre nosotros.
Los doce discípulos fueron enviados. Cristo no seleccionó los más dotados intelectualmente o los de carácter más apropiado. En realidad, un creyente que no se ve impulsado a transmitir el Evangelio es porque no está convencido de poseer un tesoro. Esto se observa en muchos creyentes, religiosos y religiosas, ordenados y personas que participan activamente en actividades de culto. Su mayor preocupación es evitar caer en el pecado, no perder la fe, alcanzar una pureza individual, al estilo de algunas respetables tradiciones religiosas, que proponen un equilibrio y una purificación conseguidos a través del esfuerzo personal. Jesús nos enseña cómo la perfección, la santidad, la plenitud de vida (son tres sinónimos) es una tarea que sólo puede realizarse en común… y con una gracia que se nos ofrece continuamente.
La experiencia nos dice también que, por muy bien que se organice un acto apostólico, por muy bien que se prepare una lección o un texto, por mucho que me feliciten por mis esfuerzos, las personas sólo verán que mi pobre vida tiene algo de profecía si todo lo hago en comunión.
Eso explica por qué el Maestro envía a sus discípulos de dos en dos, aunque a veces haya malentendidos, aunque las opiniones y los estilos sean distintos, aunque no seamos el equipo perfecto, nuestro prójimo dirá: Vienen de parte de Cristo… porque se aman entre sí (cf. Jn 13: 35). No porque sus lecciones sean contundentes o su forma de trabajar inagotable.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente