Evangelio según San Lucas 24,35-48:
En aquel tiempo, los discípulos contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos.
Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas».
Emaús: más que un episodio singular
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 14 de Abril, 2024 | III Domingo de Pascua
Hechos 3:13-15.17-19; 1Jn 2:1-5; Lc 24:35-48
La muerte y la vida, vistas con ojos nuevos. Un médico europeo, había viajado a Tanzania para trabajar en un hospital al pie del monte Kilimanjaro; sentía deseos de conocer esa famosa montaña, la más alta de África. Pero al llegar a su destino, el cielo estaba nublado y las montañas ocultas tras espesas nubes blancas.
Por fin, al cuarto día, el cielo se despejó y buscó la montaña, pero seguía sin poder verla. Al final, se dio cuenta de que su enfoque era erróneo: en su pequeño mundo, los picos de las montañas que parecían grandes, se ven donde empiezan las nubes. Pero el Kilimanjaro se eleva a casi seis kilómetros en el cielo y, aunque estaba mirando fijamente a la cima cubierta de nieve, no podía verla. Creía estar viendo la enorme y voluminosa imagen blanca de unas nubes. Pero, cuando por fin sus ojos se adaptaron a esa nueva realidad, el tamaño y majestuosidad de la montaña le dejaron sin aliento.
Así es nuestra forma de mirar. Es como cuando tomamos una manzana de un árbol. No es que rechacemos todas las demás, pero estamos plenamente concentrados en esa manzana, para asegurarnos que no hay ninguna avispa encima de ella y que su estado es bueno para saborearla con gusto. Esa es nuestra “atención selectiva”.
Quizás los dos discípulos que caminaban hacia Emaús estaban tan concentrados en su pena, en lo que consideraban el fracaso de sus sueños, que tardaron mucho en reconocer a ese viajero que les hablaba haciendo arder sus corazones.
De este sorprendente episodio, deberíamos aprender algo importante sobre nuestra relación con Cristo: ¿Cómo no soy capaz de notar su presencia en las impresiones más profundas que me conmueven cada día?
Cuando me encontrarme con alguien que me consuela o me inquieta.
Cuando en algún momento he traicionado lo que me parece verdadero, bello, generoso.
Cuando un suceso es tan violento, doloroso o inesperado, que produce una confusión en mi mente y en mi ánimo.
No son experiencias “individuales”; Cristo camina conmigo en esas ocasiones, intenta decirme el sentido de todos los sucesos, de todas las experiencias que veo en mi vida y en la vida de quienes me rodean. Quiere convertir lo que parece más negativo, más cercano a la muerte, en vida, una vida que además se contagia.
Los discípulos de Emaús trataban de encontrar el sentido a sus vidas después de un acontecimiento trágico y desolador. Su camino a Emaús debió de parecerles un paseo por el desierto, en la oscuridad de la muerte, donde se había evaporado la esperanza.
La muerte de Jesús en la cruz fue la culminación de todas las contradicciones y del mal, pues si iba a haber una solución y un final para nuestra desesperación, estaría en manos del Salvador que Dios nos había enviado. Pero por lo que respecta a los discípulos, Él está muerto. Y si nuestro Salvador está muerto, entonces no hay esperanza.
La razón por la que esta historia resuena en muchos de nosotros es porque hemos estado también, de alguna manera, en ese lugar oscuro, caminando, arrastrando los pies por el valle de muerte y lágrimas. Ésa es la condición de la humanidad, incapaz de encontrar esperanza cuando no ha encontrado a Cristo Resucitado. Pero su Resurrección se convierte en la nuestra; compruebo que en mi vida el Espíritu Santo obra cambios que bien pueden llamarse resurrección, nueva vida. Como decía San Pablo, una nueva creación:
De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas (2Cor 5: 17).
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Una conocida novela contaba la historia de una mujer rica que viajaba por todo el mundo, visitando museos y galerías de arte, conociendo gente y contemplando los lugares de interés. Pronto se aburrió por completo de todo. Entonces conoció a un hombre que no poseía ninguno de los bienes del mundo, sino un gran amor por la belleza y un sincero aprecio por ella. En su compañía, todo le parecía totalmente distinto. En un momento dado, ella le dijo: Nunca supe cómo eran las cosas hasta que tú me enseñaste a mirarlas. En toda historia de amor llega un momento en que el amante le dice eso a la persona amada.
En la Primera Lectura de hoy, vemos cómo Pedro propone a los israelitas enfrentados a la resurrección una forma distinta de mirar a Cristo. Y, desde luego, Jesús enseña a los discípulos de Emaús a contemplar de una manera nueva, toda la Pasión y la Cruz: como algo necesario para la glorificación (cfr. Lc 24: 25-27). El texto está tomado del discurso de Pedro después de curar un paralítico en el Templo. En los discípulos, el cambio ha sido tan grande que lleva a los testigos a preguntarse: ¿quiénes son estos hombres? Como dice la Segunda Lectura, las acciones, la fidelidad del verdadero discípulo, lo convierten en testigo creíble.
La relación íntima con Cristo es todo un descubrimiento, algo inesperado, especialmente una forma de recibir la misericordia y la posibilidad de entregarla de la misma forma. Es realmente, otra forma de contemplar la misericordia, sobre la cual, la mayoría de nosotros, tiene una idea pobre, limitada a un sentimiento de compasión o empatía. Me viene a la mente el relato conmovedor de El jorobado de Notre Dame la famosa novela de Víctor Hugo.
Quasimodo, un hombre con el rostro deforme, jorobado, tuerto y cojo, se enamora de Esmeralda, que no corresponde a su amor. Esmeralda es una mujer sorprendentemente bella, mientras que Quasimodo es un hombre deforme, pero su amor por Esmeralda no es mera atracción física. Esmeralda es la única persona que ha mostrado bondad humana hacia el jorobado; le lleva agua cuando se muere de sed tras ser azotado y humillado públicamente. De hecho, Esmeralda cautiva tan plenamente su corazón que, cuando es ahorcada por un crimen que no ha cometido, él va al cementerio, abraza su cuerpo y nunca lo suelta hasta que muere de inanición.
En la celebración de la Eucaristía, conmemoramos precisamente lo que ocurre a los discípulos de Emaús: conocen a Cristo e inmediatamente son enviados y se ven impulsados a invitar a todos a conocerle. Esto es ser testigos.
Esto lo emprendió muy bien una niña de New York, a la cual uno de nuestros hermanos, que era su catequista, preguntó cuál era, en su opinión, la parte más importante de la Misa. Sin pestañear, la niña contestó: Pueden ir en paz, la Misa ha terminado. Al principio, el catequista pensó que la niña estaba bromeando, pero hablaba totalmente en serio y quería decir exactamente lo que había dicho.
Este misionero aprovechó para explicar que, efectivamente, el propósito de la Misa es alimentarnos espiritualmente: primero, con la Palabra de Dios en la Liturgia de la Palabra, y segundo, con la Vida de Dios en la Liturgia de la Eucaristía. Y Dios nos alimenta para que podamos salir y dar testimonio de Él con nuestra vida, nuestras palabras y nuestras acciones. El misionero añadió: La Eucaristía no termina con el Rito de despedida. Al contrario, comienza allí. Como los dos discípulos de Emaús, debemos salir y contar a los demás lo que el Señor Jesús ha hecho en nosotros.
En nuestra pequeñez, como sucedió a los primeros discípulos, se hace visible el poder de la resurrección(Fil 3:10), sin necesidad e que tengamos que obrar prodigios. No deja de ser curioso que, tras caminar varias millas con Jesús, lo reconocieron en un detalle pequeño, no en nada expectacular: su forma de partir el pan, que con Él y para nosotros, se transforma en sacramento.
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Todos nosotros tenemos el deseo de contar nuestras historias. Sentimos la necesidad de compartir nuestras experiencias con los demás. A los padres les gusta compartir las historias de su vida con sus hijos. Les cuentan lo que pasaron y cómo vivieron sus alegrías y sus penas, sus luchas y sus logros. Todos necesitamos compartir nuestras historias con alguien, porque queremos que los demás compartan nuestras penas, nuestros sufrimientos, nuestras alegrías y nuestros éxitos.
Así que, contar historias forma parte del proceso de ser humano. Al contarlas, nos sentimos comprendidos, apreciados, empatizados y fortalecidos. Todavía más cuando estamos heridos y lastimados. Contar nuestras historias a nuestros buenos amigos, consejeros o personas con sensibilidad espiritual, es una parte necesaria del proceso de curación. Además, el simple hecho de articular nuestras preocupaciones, miedos y ansiedades, nos ayuda a cristalizar el fundamento y el alcance de esas preocupaciones. A esta inclinación responde Jesús instituyendo el Sacramento de la Confesión.
Esto fue lo que sucedió a los discípulos de los Emaús. Ellos también tenían su historia que contar, una historia profundamente espiriual. Habían pasado por momentos difíciles. Jesús, al que llamaban su maestro, era un hombre al que amaban profundamente. Fueron testigos de su compasión por los pobres y los que sufrían, su misericordia hacia los pecadores, su amor apasionado por su Padre y su obediencia al hacer su voluntad. Predicaba con autoridad, a diferencia de los escribas y los fariseos. Realizó milagros de curación, e incluso demostró su poder sobre la naturaleza. Multiplicó cinco panes para más de 5000 personas… Por todo lo que hizo, despertó los celos de los dirigentes religiosos. Conjurados entre sí, instigaron a la multitud a ir contra Jesús y finalmente le dieron una muerte cruel e injusta en la cruz. Estaban atónitos y confusos por el triste final. Esto fue lo que dijo Pedro: A este hombre, que fue puesto en vuestro poder por intención deliberada y presciencia de Dios, lo prendieron y lo hicieron crucificar por hombres ajenos a la Ley. Ustedes le mataron. Los discípulos de Emaús se hicieron eco de los mismos sentimientos.
Es en la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo donde Él se entrega plenamente a ellos. Es en la comunión de este Cuerpo partido donde pueden encontrarse verdaderamente con Cristo resucitado. Luego, ya puede desaparecer a la vista de los discípulos.
Roguemos hoy para que, como privilegiados que somos, siempre le reconozcamos al partir el pan y compartir su Cuerpo y su Sangre.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente