Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 24-9-2017, XXV Domingo del Tiempo Ordinario (Libro de Isaías 55:6-9; Filipenses 1:20c-24.27a; Mateo 20:1-16a)
No es fácil vivir y trabajar en comunidad. Cualquiera que haya vivido con hermanas y hermanos en la familia, reconocerá que hay peleas entre ellos. La primera historia en la Biblia sobre hermanos es la de Caín y Abel y nos dice cómo Caín mató a Abel por celos. El relato de Jacob y Esaú también describe los celos entre hermanos. Convivir no es sencillo. La mayoría de nosotros intenta hacer las cosas a su manera y cuando algo falla, ardemos en ira, envidia y resentimiento. Muchas veces estamos tan abrumados pensando en nuestras necesidades que nos resulta imposible recordar las de los demás.
Esto es algo universal y ocurre en cada era y cultura. Como ilustración, citemos una antigua “parábola” de la tradición Taoísta:
Hua Zi vivía en el país de Sung. Sufría de la Enfermedad del Olvido. Una vez salió de su casa y se le olvidó cómo volver. Otras veces preguntaba: ¿Dónde estoy? Y la gente le decía: Estás en tu casa. En otras ocasiones, le decía a su esposa: ¿Qué hermosa eres! ¿Cómo te llamas? Ella le respondía: ¡Soy tu esposa!
Ella se preocupó tanto por la enfermedad de Hua Zi que hizo una promesa: A quien curase a su esposo, le entregaría la mitad de sus bienes. Un hombre intentó por todos los medios sanar a Hua Zi y finalmente lo consiguió. Sin embargo, Hua Zi se volvió muy excitable y a menudo perdía los nervios. Una vez echó a su esposa de casa y golpeó a su hijo sin ningún motivo.
La gente le decía: Te has curado, pero resulta que ahora has cambiado mucho. Hua Zi respondía: Cuando no podía recordar las cosas, vivía en calma y en paz. El cielo y el mundo podían desaparecer y a mí no me importaba. No tenía ninguna inquietud en mi corazón. Pero ahora he recuperado la memoria, mi conciencia de la vida y de la muerte, de la ganancia y de la pérdida, de la alegría y de la ira, de la dicha y la pena; todo ha vuelto y no puedo olvidar, ni siquiera por un breve tiempo, las pesadas cargas de la vida. Me siento tan enojado…”
¿Por qué algunos obreros de la viña se sentían tan incómodos? Porque recordaban muy bien lo que se había convenido para ellos, que comenzaron a trabajar antes que los demás. Pensaban que los que llegaron después no merecían una paga como la suya, el salario de día completo, porque sólo ellos se habían afanado todo el día.
Nuestros corazones están llenos de sentimientos sobre lo que es correcto y lo que es incorrecto y de toda clase de disputas, porque estamos muy ocupados en planear y calcular. El resultado es no sólo que esto nos lleva a la tristeza, sino que también hace desgraciados a los demás.
La justicia humana se orienta a la auto-protección. Las leyes están hechas para proteger los derechos del individuo, especialmente sus propiedades y sus derechos personales. El centro está en el yo, en el individuo. Así, la justicia establece una frontera entre una y otra persona.
En la primera lectura, Dios nos dice claramente: Mis pensamientos no son tus pensamientos; mis caminos no son tus caminos. La justicia humana tiene poco que ver con la divina. Hoy tenemos el ejemplo de San Pablo, quien nos muestra el verdadero sentido de la justicia y el amor. Hablando estrictamente, él hubiera preferido estar con Cristo, porque había descubierto que eso es la mayor ganancia. Sin embargo, elige quedarse, no porque amase menos a Cristo, sino porque amaba a los suyos. Esa es la auténtica justicia divina: en vez de buscar sus derechos, renuncia a ellos por sus semejantes. Así es la justicia de Dios, pues Cristo se entrega por nosotros, en nuestro lugar, dado que nos ama y desea salvarnos.
Los amigos tratan de vencer las barreras que aparecen para su unidad. Se miran mutuamente para encontrar las grietas que frustran esa unidad. Pero muchas de nuestras acciones nos separan de los demás, destruyendo la unidad que tanto deseamos. Si vamos avanzando en nuestro amor, aprendemos a vencer esas divisiones, nuestras vidas van ardiendo cada vez más juntas. Eso son los resultados positivos del amor. Pero crecer en amor es doloroso y algunas personas dejan de amar por no aceptar ese dolor. Tú y yo tenemos nuestros ejemplos personales de ese dolor. Algún conflicto que quizás era sencillo, algo estúpido, pero que a veces acaba con el amor. Ese final es aún más doloroso; el recordarlo nos puede impedir intentar amar de nuevo.
El evangelio de hoy habla de la envidia y los celos, dos pasiones que todos experimentamos alguna vez. Pero si se hacen dominantes en nuestra vida, llegarán a deformar nuestra perspectiva y a impedir nuestro desarrollo, llevándonos a un comportamiento destructivo. Sin duda, los celos y la envidia bloquean nuestra madurez espiritual.
La envidia y los celos se transforman en instrumentos para el diablo, que nos hace así imposible dar fruto. Por otro lado, los celos nos quitan el deseo de compartir y frecuentemente llevan a una pérdida total de lo que no compartimos. Los celos son un miedo a ser desplazados en afectos o favores por un rival. Estar celoso significa estar sospechando vigilando ansiosamente. Cruel es el furor e inundación la ira; pero ¿quién se mantendrá ante los celos? (Proverbios 27: 4). Esto nos indica que los celos están ocultos. Corrompen nuestras intenciones, pensamientos y acciones. Para colmo, puede que el celoso no sepa determinar la raíz de sus celos y entonces no logrará combatirlos.
La envidia es un sentimiento de malestar y resentimiento producido por las cualidades y las posesiones atractivas de los demás, acompañado de un deseo de tenerlas para mí. El Antiguo Testamento nos recuerda: Un corazón apacible es vida para el cuerpo, mas las pasiones son podredumbre de los huesos. (Proverbios 14: 30).
Podemos pensar que la Envidia y los Celos son “pequeños pecados”, pero son tan destructivos para el alma como otros más estridentes, como los pecados de adulterio, asesinato o robo. Podemos describirlos como unas pequeñas zorras que destruyen el reino de los cielos:
Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas que arruinan las viñas, pues nuestras viñas están en flor (Cantares 2:15).
Hemos de tener cuidado. No seamos como los Fariseos del tiempo de Cristo, que presumían de ser más justos que otros pecadores. Este juego de comparaciones no es nada nuevo. Caín se comparó con Abel. Los discípulos de Jesús también tuvieron dificultades con lo mismo (Jn 21:23). De un modo u otro, todos tenemos que luchar contra este impulso de compararnos. Todos, alguna vez, caemos en esta terrible enfermedad del corazón, pero no debería ser así. Hemos de examinar nuestro corazón y purgarlo de envidia y celos. Como muchas otras emociones y pasiones, la envidia es síntoma de algunos problemas que subyacen y tenemos que resolver: estar muy preocupado con mis derechos, tomar el éxito de los demás como una carencia mía, desear éxitos egoístas, anhelar fama y logros, y también una incapacidad para compartir.
He aquí un diagnóstico de nuestro padre Fundador:
Puede surgirnos una tentación que nos lleve a fijarnos entre nosotros para que las personas se coloquen en la onda de nuestras conversaciones, para apreciar (…) la mayor o menor inteligencia de ellas. Este ha sido un vicio de las órdenes religiosas, unos de los móviles por el que se violaba gravemente, muy gravemente, y además crónicamente, la caridad. Era el fijarse unos en otros, de un modo que la envidia encuentra un campo abonado para juzgar, hablar de éste o de aquél en relación con su mayor o menor éxito en los estudios…(30 Mayo, 1978).
En la misma línea, Juan Pablo II dice de la vida religiosa en común:
En vista de la importancia crucial de la vida de comunidad, es necesario notar que su calidad se ve afectada positiva o negativamente por dos tipos de diferencias dentro del instituto: en sus miembros y en sus obras. Es esta la variedad que encontramos en la imagen paulina del Cuerpo de Cristo o en la imagen conciliar del Pueblo peregrino de Dios. En ambas, la diversidad es, en verdad, abundancia de dones que tienden a enriquecer la única realidad. Por lo mismo, el criterio de aceptación de miembros y obras en un instituto religioso es la construcción de la unidad. Prácticamente habrá que preguntarse: los dones de Dios en esta persona, o proyecto, o grupo, contribuirán a la unidad y a hacer más profunda la comunión? Si así fuere, sean bienvenidos. Si no, sin que importe lo buenos que tales dones puedan parecer en sí mismos o lo deseables que puedan resultar para algunos miembros, no son buenos para ese instituto en particular. (1983).
El Papa Francisco afirma que convivir es una “peregrinación sagrada”. Su forma de ver la vida en familia, entre amigos o en comunidad es un viaje en común hacia el Misterio. La metáfora de la peregrinación sugiere que no estamos parados siempre en el mismo lugar, sino que nos movemos juntos, cada vez más profundamente, en los que Dios desea de nosotros y en sus promesas. Esta es la forma idente de vivir. Francisco dice que se trata de “la mística de vivir juntos” lo que transforma nuestra vida en esa peregrinación. Y, para él, el vivir abiertos a una “cultura del encuentro” es lo que hace nuestra convivencia una apertura constante al Misterio y a la llamada divina que éste encierra en su corazón ¿No es lo que llamaríamos educación del éxtasis?
El Papa Francisco afirma también:
Dicho esto, se comprende que la desocupación y la precariedad laboral se transformen en sufrimiento, como se hace notar en el librito de Rut y como recuerda Jesús en la parábola de los trabajadores sentados, en un ocio forzado, en la plaza del pueblo, o cómo él lo experimenta en el mismo hecho de estar muchas veces rodeado de menesterosos y hambrientos. Es lo que la sociedad está viviendo trágicamente en muchos países, y esta ausencia de fuentes de trabajo afecta de diferentes maneras a la serenidad de las familias (Amoris Laetitia).
Pero el mensaje de la parábola tiene una dimensión antropológica profunda: Estamos llamados a entregar nuestras vidas por nuestros hermanos y hermanas en la familia humana; como Cristo, el Buen Pastor. Esto es más que un acto generoso; entregar nuestra vida representa la única oportunidad de dar un significado a nuestra existencia, de hacer la vida digna de vivirse. Esto es lo que los obreros estaban esperando en la plaza. Y al darles una forma de llevar esto a cabo, Cristo confirma su afirmación: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Entregar mi vida por el prójimo es más fuerte que mis pasiones y más fuerte que las tentaciones que me asaltan.
Aunque admitamos que el ayuno de nuestras pasiones es una tarea dolorosa y ardua, sabemos que siempre tenemos al alcance los medios para vencer, medios que podemos obtener si los pedimos consistentemente. Las gracias son ese instrumento, mucho más poderoso que nuestras pasiones y siempre se nos conceden si de verdad las suplicamos. La gracia cambia nuestras inclinaciones y transforma nuestra debilidad en fuerza y nuestra flaqueza en valor. Esa es la ventaja del creyente: nunca está solo.
Estamos hechos a imagen de Dios, pero nuestro carácter es diferente del suyo. Hemos de entregar nuestras vidas para que el carácter divino tome forma en nosotros. Nuestra carne, nuestra alma, es el principal obstáculo en ese proceso de cambio. Si todavía estamos aferrados a las cosas del mundo, el carácter divino no puede desarrollarse. Ese desarrollo produce integridad, fidelidad y obediencia para cumplir la voluntad de Dios. Si estamos hechos a imagen de Dios, nuestra prioridad y nuestro tiempo pueden (y deberían) centrarse en agradar a Dios. Tienes que entregar tu vida para poder ganarla (Lc 9: 24).
Si tu corazón tiene algo de niño, probablemente sacarás alguna lección de este cuento:
Un sencillo pastor fue nombrado Primer Ministro de Persia. El Rey le eligió por su fidelidad. Los otros ministros estaban enfadados: Ellos, que pertenecían a la clase noble, que tenía una educación elevada y que dominaban los asuntos políticos…¡Uno de ellos debería haber sido elegido Primer Ministro! Y por causa de los celos conspiraron contra quien el Rey había elegido. Comenzaron a vigilarle de cerca. Controlaban todos sus movimientos, sus idas y venidas. No encontraban nada sospechoso. Excepto que, una vez a la semana, entraba en un pequeño cuarto que estaba siempre cerrado y se quedaba una hora en esa habitación. Los nobles vieron detrás de ello alguna razón siniestra e informaron al monarca de ello. Dijeron al Rey que probablemente guardaba allí algunos tesoros que habría robado al propio Rey. El Rey dudaba de la veracidad de esa historia, pero les dio permiso para entrar en la habitación e investigar. Con asombro, lo único que encontraron fue un pequeño paquete que contenía un par de zapatos desgastados y un viejo manto. Cuando le llevaron ante el Rey, preguntaron al Primer Ministro por qué guardaba estas cosas en el pequeño cuarto. Su respuesta fue muy sencilla: Llevaba estas cosas cuando era un pastor, y una vez por semana voy a la habitación a verlas para que no olvide de lo que fui antaño y de lo indigno que soy de toda la gentileza y el honor que Su Majestad me ha concedido.
¡Qué gran contraste entre esta actitud y la de los trabajadores de todo el día en la Parábola de la Viña! Si somos capaces de hacer algunas cosas mejor que otros, hemos de ser humildes y no considerarnos superiores a los demás. Para ser capaces de vivir con justicia divina en nuestras vidas, tenemos que haber sido tocados por la gracia de Dios. A menos que hayamos experimentado y seamos conscientes de Su misericordia, no podemos amar como Él.
Hemos de aprender de San Juan Bautista, quien no cayó en la trampa de envidiar a Cristo. Él sabía que el éxito de Cristo era, también para él, su propia victoria (Jn 3: 30-35). Pasó por circunstancias que podrían haberle llevado a no estar satisfecho con su misión y a sentir celos del ministerio de Jesús. Sin embargo, su actitud fue completamente la opuesta. Estaba feliz con lo que Dios le había reservado y no sentía celos del ministerio de Cristo. Hemos de aprender del Bautista y conformarnos con lo que Dios nos ha dado, sin dejarnos llevar por los celos sobre las bendiciones de nuestro prójimo. De hecho, deberíamos alegrarnos de las gracias que reciban los demás, y no sentir envidia por ello.
Juan Bautista no estaba enojado o celoso porque sabía bien para qué había sido llamado, el alcance y significado de sus dones y de su misión y el propósito de sus bendiciones. Su meta era preparar el camino de Cristo a las almas. Como misioneros, ese es también el ministerio de todos y cada uno de nosotros.