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Vive y transmite el Evangelio

Dios no creó ni la muerte ni el miedo

By 30 junio, 2018enero 12th, 2024No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
New York, Comentario al Evangelio del 01 Julio, 2018.
XIII Domingo del Tiempo Ordinario (Libro de la Sabiduría 1:13-15.2:23-24; 2Corintios 8:7.9.13-15; Marcos 5:21-43.)

¿Qué es la muerte? Probablemente, nosotros la experimentamos sobre todo como una separación. La muerte corporal es la separación del alma del cuerpo; también es la separación de personas que están unidas por el amor y sabemos que se trata de algo temporal. Es más, esta separación no es absoluta y, más bien, consiste en una nueva forma de presencia: Cristo prometió permanecer con los discípulos hasta el final de los tiempos y para ello envió su Espíritu. Quienes hemos tenido la divina fortuna de conocer a nuestro Padre Fundador, siempre recordaremos sus palabras: Podré ayudarles mucho mejor desde cielo. Con un poco de sensibilidad y atención, podemos confirmar que estas promesas se cumplen.
Muchos de nosotros vivimos continuamente en la presencia de alguna persona amada: un abuelo, un amigo de la familia… a quien nunca conocimos personalmente, pero ocupa un lugar importante en nuestras vidas. Y, por supuesto, tenemos la Comunión de los Santos; la muchedumbre en el cielo que nos inspira con su ejemplo, y está presente en nosotros de formas de que nosotros mismos no sospechamos. Voy a pasar mi estancia en el cielo haciendo el bien en la tierra, dijo Santa Teresa de Lisieux poco antes de su muerte.
En la lectura del Evangelio de hoy, Jesús confirma la “relatividad” de la muerte, cuando dice de la hija de Jairo que no está muerta, sino dormida. Este milagro nos introduce en el mundo real, de la eternidad, del Reino de Dios, el que podemos ver cuando no estamos dormidos. El propósito principal de los milagros que hizo sólo en presencia de los discípulos, como la resurrección de la hija de Jairo, fue el capacitarlos para percibir la presencia de Dios en Jesús y en sus propias vidas.
Necesitamos que nos sea recordada nuestra verdadera identidad de hijas e hijos amados de Dios, de lo que realmente queremos, y tener visión de los miedos que nos están atenazando. Esto nos permite comprender más claramente la importancia de compartir nuestras experiencias espirituales, nuestros errores y las gracias recibidas, para ser confirmados por la comunidad, por nuestra familia religiosa.
Alfred Adler, uno de los primeros seguidores de Freud, entrevistó minuciosamente a un futuro paciente, recogió su historia familiar detallada y se hizo una idea lo más aproximada posible de lo que a esa persona le pasaba. Al final de la consulta, Adler le preguntó al paciente: ¿Qué haría si estuviera ya curado? El hombre respondió. Adler contestó: Bueno, entonces vaya y hágalo. Ese fue el tratamiento. Al aceptar nuestra verdadera identidad, eliminamos el miedo y podremos usar los talentos que nuestro Padre nos ha dado. Esta fue probablemente la razón por la cual el sirviente que enterró el dinero en la Parábola de los Talentos no fue capaz de usarlos y de vencer su miedo: sus ojos estaban cegados para ver su verdadera naturaleza y no podía confiar en su maestro.
Tocar el borde del manto de Cristo; parece un acto de fe muy simple. Pero fue suficiente para poder ir en paz y curada de su enfermedad. Casi podría parecer una superstición, pero fue un poderoso mensaje de la mujer, que fue acogido por Jesús y merecedor de su respuesta. Este es nuestro caso: al acoger y aferrarnos a la Oración, la Palabra de Dios y la Eucaristía, realmente tocamos el manto y el corazón de Jesús: una fuerza espiritual saldrá de Él.
La muerte espiritual, como sugiere la Primera lectura, es nuestra separación de Dios. Puede ser permanente, pero principalmente la experimentamos temporalmente, como Jesús enseña en la Parábola del Hijo Pródigo: Tu hermano, estaba muerto, y ha resucitado. Si la muerte es separación, en consecuencia, el verdadero significado de la vida es la unión. Esto explica por qué Jesús dice de Sí mismo: Yo soy la Vida. Y es por eso que experimentamos una resurrección constante, que nos devuelve la vida no sólo en el último día, sino también en hoy mismo, liberándonos de lo que nos agobia. Y nos preguntamos cómo puede ser que surja el arrepentimiento una y otra vez en nuestra alma, en las vidas de todos los que son pecadores, pero no arrogantes. Ese es el efecto cotidiano de la resurrección, cuando aceptamos el desafío de vivir en un estado permanente de Oración Purificativa, la respuesta a los pequeños y sutiles mandamientos en nuestro corazón, vivir la triple rebelión espiritual contra mi ego, mi defecto dominante y mis apegos.
No es una exageración decir que la Oración Purificativa nos lleva a una nueva vida, a una resurrección. Recordemos que la lámpara del cuerpo es el ojo… pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en la oscuridad. Así que, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande será la oscuridad! (Mt 6: 22-23). Inconscientemente estamos moldeados por historias que nos estamos contando a nosotros mismos. Somos poseídos por una idea o por un deseo. Conscientemente o no, esas ideas y esos deseos guían nuestras metas, planes y acciones como una brújula… esto no es menos que una auténtica posesión, porque nos identificamos con una versión falsa de quiénes somos.
Sabemos que el miedo nos debilita, se convierte en nuestro mayor enemigo, principalmente porque suele ser invisible. Todos sufrimos de algún miedo, conocido o desconocido.
Cuando nos encontramos dominados por el miedo, corremos el riesgo de no ser fieles a nuestros valores y principios por temor a cómo nos perciban los demás. Todos queremos ser amados y aceptados. ¿Por qué tememos ser rechazados e ignorados? ¿Por qué estamos dispuestos a ceder y a comprometer nuestros valores solo para “ser parte del grupo”? Porque en el centro de todas nuestras inseguridades está el miedo a la soledad, queremos ser parte
del grupo; la separación se parece mucho a la muerte. El verdadero poder del miedo yace en la soledad que nos impone.
Nuestro miedo (sea el que sea) nace de nuestra sensación de aislamiento. Cuando las cosas no van bien, nos desalentamos y nos damos por vencidos fácilmente…no creemos merecer aprecio; o cuando somos desafiados por los demás, nos sentimos heridos y dolidos porque sentimos que somos rechazados, excluidos.
En los dos milagros de hoy, Cristo habla del miedo:
– La mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad”.
– Jesús dijo al jefe de la sinagoga: “No tengas miedo, basta que creas”.
¿Qué es lo contrario del miedo? No; no es el valor ni el coraje Necesitamos sentir miedo para ser valientes. Si miramos detenidamente a nuestra experiencia, concluimos que la respuesta correcta es la aceptación, o en el ámbito espiritual, la fe. Por ejemplo, algunos adultos mayores experimentan miedo a la muerte y, eventualmente, ese miedo disminuye con alguna forma de aceptación de la muerte. Más allá de este comentario psicológico, lo opuesto a nuestros temores más profundos es la fe, porque la fe representa la aceptación de Cristo, de sus palabras y de sus obras. Esto es lo que ambas citas anteriores nos dejan claro. Oímos a Jesús muchas veces decir a la gente que no tengan miedo: Pero él les dijo: “¿Por qué temen, hombres de poca fe?” (Mc 4:40). Jesús sabía que la presencia del miedo significa poca fe. La fe y el miedo no van juntos: cuando la fe está presente, el miedo queda desplazado.
Simón Pedro, en el huerto del valle de Cedrón, sacó la espada para atacar a uno de los captores de Jesús, cortándole la oreja, y Jesús le curó de inmediato milagrosamente. Pero, más que nada, estaba sanando el miedo de Pedro. Siempre necesitamos ser guiados para superar nuestros miedos:
Una persona madura se acercó a Daniel Gabriel Rossetti, artista del siglo XIX. Traía su colección de bocetos y le pidió al gran artista que los evaluara. Rossetti examinó cuidadosamente el trabajo del visitante. Luego cerró la carpeta y, amable, pero firmemente, le dijo que las imágenes tenían poco valor. El pobre hombre estaba descorazonado, pero le pidió a Rossetti otro favor. Le dijo: ¿Podría examinar también una colección de dibujos de un joven estudiante, porque me gustaría que también los evaluase? Rossetti accedió y comenzó a revisar la segunda colección. Mientras lo hacía, crecía su admiración: Son excelentes. Una verdadera promesa. Hay que animar a este alumno. ¿Quién es el joven? ¿Es su hijo? El anciano respondió con tristeza: No. Estos son mis trabajos, que dibujé hace cuarenta años. Me hubiera gustado escuchar tu afirmación, porque sin conocerla, me desanimé. Me rendí demasiado pronto.
La enfermedad está asociada a la muerte. A menudo es un preludio de nuestra partida de este mundo. O la persona enferma está en peligro de muerte, o dada su condición no está realmente viviendo. Ser curado significa poder disfrutar de una vida plena, rica y feliz. Además, Jesús se refiere a sí mismo como médico cuando responde a los fariseos que son los
enfermos los que necesitan un médico, no los sanos, y ordena a sus discípulos que coman con las personas a quienes predican y sanan.
En el Evangelio de hoy, Jesús cura a la mujer con hemorragia. De acuerdo con las leyes de pureza del Antiguo Testamento (Levítico), una persona con un problema de sangre debería permanecer aislada. Además, cualquiera que toque estas cosas será impuro; lavará sus vestidos y se bañará en agua, y será impuro hasta la tarde. La mujer toca a Jesús, lo que es un acto valiente y peligroso, ya que podría haber convertido a Jesús en alguien impuro. En su desesperación, muestra una fe considerable arriesgándose a las consecuencias de romper una regla sagrada, entrando deliberadamente en contacto con otras personas. Pero su fe la hace limpia.
Ella no podía participar en la vida ordinaria de su sociedad, pero Jesús efectivamente la restaura para poder integrarse plenamente en la comunidad. Por lo tanto, recobró la salud física, psicológica, social y espiritual.
Jesús refrena el temor que brota en el corazón de Jairo: No tengas miedo; sólo cree, y ella estará bien. Al interrumpir la curación de la hija de Jairo, la aparición de la mujer con hemorragia no fue simplemente una prueba de paciencia para Jairo. La interrupción significó una ocasión para alentarle, ayudando a fortalecer la fe que ya había mostrado, incluso porque su hija había muerto en esos momentos.
Como jefe de la sinagoga, sabía que los fariseos y los escribas consideraban a Jesús como un maestro degenerado y no debería ser aceptado. Pero frente a la muerte inminente de su hija, estuvo dispuesto a sacrificar su imagen y su posición para curarla. Su gesto es una personificación de nuestra Sacra Martirial: acercar a otros a Cristo con el sacrificio de nuestra vida y nuestra fama.
Después de resucitar a la niña, Jesús dio órdenes estrictas de que nadie debería saber de ello. El objetivo de Cristo al hacer milagros no era asombrar a quienes los presenciaban, sino que era la manera que tenía nuestro Padre de autentificar la misión de su Hijo ante la humanidad. Las sanaciones físicas son una metáfora de la curación espiritual, y prueban cómo Jesús espera que también nosotros busquemos a quienes necesitan la curación espiritual de sus almas. ¿Creemos que es el Espíritu Santo quien nos trae la presencia de nuestro prójimo?