Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 08-04- 2018 Segundo Domingo de Pascua (o de la Divina Misericordia) Nueva York. (Hechos de los Apóstoles 4:32-35; 1 Juan 5:1-6; San Juan 20:19-31)
Algunas personas no creen en lemas o slogans. Por supuesto, un lema tiene que ser útil como recordatorio personal y/o como un instrumento para transmitir un mensaje y relacionarse con las personas. Tal vez el gran matemático alemán Carl Friedrich Gauss no siempre utilizó correctamente su lema, Ut nihil amplius desiderandum relictum sit = Que no quede nada por hacer. Cuando le interrumpieron para resolver un problema y le dijeron que su esposa se estaba muriendo, él respondió: Díganle que espere hasta que yo haya terminado esto.
En otro contexto, algunas compañías y empresas son bien conocidas por sus lemas. Uno de los más exitosos: Just Do It! (¡Simplemente, hazlo!) (Nike). Y, por supuesto, las instituciones académicas y los países también tienen sus lemas oficiales.
En la vida espiritual y religiosa, un lema también es relevante. En la época de Jesús, no existía este concepto, pero Cristo mismo resumió muchas veces su propia misión, el objetivo de su venida al mundo en muy pocas palabras: Servir y no ser servido … Curar … Buscar y salvar a quienes están perdidos … Mostrarnos el amor del Padre…
Por alguna buena razón, nuestro Padre Fundador nos dio un lema de tres palabras, Cree y Espera, circundado por el anillo dorado de la Caridad. Eso es una clave para comprender el significado y el alcance de la Fe y la Esperanza. En el texto del Evangelio de este domingo, Jesús elogia a los que creen sin ver y, dicho sea de paso, el Papa Benedicto XVI dice en Spe Salvi que la Fe es la sustancia de la Esperanza. Tanto la Fe como la Esperanza pueden también verse como condiciones para que la caridad sea posible en nosotros, tras ser concedida como gracia de Dios.
Permítanme proponer una metáfora marina: la Fe es el timón y la Esperanza es la vela. Esto ilustra el hecho de que ambas son dinámicas e interactivas. Es difícil pensar en la Fe sin Esperanza y viceversa. Los dos dones son tan inseparables como la Cruz y el amor de Dios. Son más que rasgos de una personalidad, más bien esencialmente son regalos, frutos del Espíritu Santo (Gal 5: 22-23) que debemos aceptar y a los que hemos de responder.
¿En qué tenemos que creer? Todos conocemos la respuesta: no es creer en algo, sino en alguien, en la persona de Jesucristo. Pero estas no pueden ser solo palabras vacías, cuidadosamente elaboradas. Si dices que crees en Jesucristo, ¿no deberían tus acciones ser consecuencia de ello? ¿Cómo puedo decir que lo sigo si nunca hago un esfuerzo para imitarlo explícitamente en mis decisiones y comportamiento? San Pablo habla hoy sobre este punto con su estilo directo: La señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos.
En nuestro Examen Ascético y Místico, lo primero que declaramos es nuestra respuesta al don de la Fe (Recogimiento) y al don de la Esperanza (Quietud). Esto es así porque la fe y la esperanza son condiciones para que la caridad sea posible. Si explotamos nuestra metáfora marina anterior, debemos recordar que el amor del Espíritu Santo se concibe y representa como el viento en nuestras velas. ¿Tengo mi vela desplegada?
El primer (y permanente) indicador de mi recepción y respuesta, generalmente incompleta, al don de la fe es la naturaleza inútil, negativa u obsesiva de mis pensamientos. Tenemos que ser cuidadosos; incluso Gandhi, con su gran visión espiritual, dijo que un hombre no es más que el producto de sus pensamientos. Acaba transformándose en lo que piensa.
Por otro lado, desde la perspectiva positiva, la fe implica creer en lo que tenemos en las manos, creer que continuamente estamos recibiendo una misión. Esto explica por qué el Papa Francisco describió a la Iglesia como un hospital de campaña, en el que se atiende a los enfermos y heridos en el campo de batalla. Así, el Papa nos está empujando a orar y a servir, a mirar de frente la realidad del sufrimiento a nuestro alrededor. Poco a poco, se nos da el corazón y la mente de Cristo, para ser capaces de diagnosticar las preocupaciones y esperanzas que guarda el corazón de cada persona. Entonces, parece natural hacerse las cuatro preguntas siguientes:
¿Creo en esta misión?
¿Creo que esa curación es indispensable y urgente para todos y cada uno de mis semejantes?
¿Quiero sanar a mi enemigo herido?
¿Realmente estoy saltando al campo de batalla para buscar a las personas allá donde estén, conocer su dolor, su lucha, su sufrimiento y caminar con ellos?
Si de verdad queremos ayudar a sanar las heridas de los demás, debemos aceptar el hecho de que también nosotros estamos profundamente heridos. Este es uno de los frutos del Sacramento de la Reconciliación y de nuestra dirección espiritual en común. Y esta es la razón por la cual el comentario del Papa Francisco acerca de la Sagrada Eucaristía resulta muy cierto: la Sagrada Comunión no es un premio para los perfectos.
Hay una tendencia humana natural a sentirse indigno en presencia del Señor. Cuando San Pedro se encuentra con Jesús y se da cuenta de quién es, se arrodilla frente a Él y le dice: Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador. Pero en lugar de dejarlo, Jesús le invita a ser un apóstol.
Quizás, lo primero que tenemos que hacer es ver al hijo pródigo, a la oveja perdida, a las personas difíciles y a nuestros enemigos como seres heridos y enfermos. Principalmente, porque ni ellos ni nosotros estamos en nuestra casa. Esto me recuerda los hospitales que se construyeron para los peregrinos del Camino de Santiago (también en Tierra Santa y Roma). Eran necesarios no sólo porque el camino era duro y peligroso, sino porque muchas personas que hacían la peregrinación estaban ya enfermas cuando comenzaron. La enfermedad era parte de la vida, surgía de condiciones insalubres y una dieta deficiente. Pero la enfermedad interna y externa es, hoy y siempre, parte inevitable de nuestras vidas.
Como Pablo anima a los Corintios: Por tanto, mis amados hermanos, estén firmes, perseverantes, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.
En primer lugar, porque el Espíritu Santo hará su parte (lo que siempre se puede llamar un milagro). Si con fe nos rendimos a su poder, el Espíritu dará testimonio, como nos dice San Pablo hoy.
Todos recordamos la historia de la pobre viuda que entregó dos pequeñas monedas, todo lo que tenía. Posiblemente, el detalle más significativo es que la pobre viuda no fue consciente de nada, ni del hecho de que su gesto fuese alabado. Jesús no le dice nada. la gratuidad de su gesto se hace aún más evidente. Jesús señala a sus discípulos a esta mujer, que no sabe acerca de su grandeza. Les anima a vivir la abnegación de quienes no actúan para ser alabados por los hombres. Esta imagen quedó impresa en sus corazones y entraron más a fondo en el modo de ver de Jesús: Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre (Mt 13:43). En el cielo, puede haber ciertas sorpresas. Los lugares de honor más elevados pueden ser ocupados por almas sencillas, cuyo trabajo en este mundo apenas se ha notado.
En segundo lugar, porque todo pequeño esfuerzo, como rechazar un pensamiento negativo o una mirada lujuriosa, siempre tiene una respuesta divina: un nuevo y alentador signo de confianza, una nueva misión que llega poco después. Este fue el caso de los primeros discípulos, en tal medida que pudieron hacer lo que su Maestro no pudo hacer. Por ejemplo, Tomás viajó al Este para difundir el evangelio en Partia, Persia e India. Santiago predicó el evangelio en Iberia (la España de hoy) y ambos sufrieron martirio.
En otras palabras, la experiencia divina y humana es que quien hace bien y todo lo posible en lo poco que se le confía al principio, también hará bien y continuará esforzándose al límite, cuando se le dé mucho más (Lc 16:10).
Y en sentido contrario, también resulta cierto. El que es injusto en asuntos pequeños también será injusto en asuntos mayores. Por lo tanto, no se le puede entregar a esa persona más cosas, y Dios no va a confiar a ese tipo de personas ninguna otra misión.
Juan nos dice la razón por la cual escribió su evangelio: Para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que, al creer, tengan vida en su nombre. Juan escribió su evangelio a personas como tú y como yo, que nunca vieron a Jesús mismo. Los que recibieron el evangelio de Juan nunca tuvieron la oportunidad de ver sus milagros. Nunca llegaron a escuchar lo que Jesús dijo. Pero Juan escribió todo para que las personas supieran quién era Jesús, para que creyeran en Él y para que tuvieran vida en Él.
Hay dos tipos de escépticos: los que tienen preguntas honestas y quieren creer y aquellos que sólo quieren discutir. Tomás tenía una tendencia a dudar, pero quería creer. Esta es la verdadera apertura. Otras personas se esconden detrás de sus dudas. Toman la decisión de no creer y de imponerse constantemente a los demás, pero sienten la necesidad de seguir haciendo preguntas para que parezcan tener una mente abierta.
Santo Tomás de Aquino afirmó que para alguien que tiene fe, no es necesaria ninguna explicación, y para aquél que no tiene fe, no hay explicación posible.
La verdadera fe es más que una simple expectativa. Pero la expectativa y la fe comparten propiedades semejantes. Por ejemplo, ambas son contagiosas, realmente se transmiten:
Hay una historia, a menudo atribuida a Robert Louis Stevenson, de un barco atrapado en una terrible tormenta frente a una costa rocosa. Los vientos huracanados, la lluvia torrencial y las olas agitadas amenazaban con llevar al barco y sus pasajeros a la destrucción. En medio del terror, un viajero atrevido subió por la resbaladiza escalera de la bodega del barco a la cubierta, temeroso de lo que iba a ver. El barco era sacudido bruscamente; los crujidos perforaban el continuo rugido del mar embravecido. La luz de la luna bajo la fuerte lluvia no permitía ver mucho, pero el viajero se aferró rápidamente y miró a través de la cubierta hacia el timón de la nave. Allí vio al piloto en su puesto agarrando con fuerza el timón, y poco a poco conducir el barco por el mar. El piloto vio al aterrorizado pasajero y le sonrió. Impresionado, el pasajero regresó a la bodega y dio la noticia: He visto el rostro del piloto, y él me sonrió. Todo está bien.
Este día también se llama Domingo de la Divina Misericordia. Celebramos el poder de la misericordia divina y humana. Los seres humanos no se convierten simplemente por la predicación y las doctrinas, sino por la experiencia concreta de la misericordia y la compasión de Dios.
Esta Misericordia se mostró de forma espectacular cuando los discípulos estaban juntos, con las puertas cerradas, y sucedió algo extraordinario. El que abandonaron en la noche de su arresto, ahora estaba con ellos. ¿Imaginas la reprimenda que podrían haber recibido? En cambio, Jesús les dice: ¡Que la paz esté con ustedes!
Más tarde, Jesús no condenó a Tomás; por el contrario, habla de la creencia de Tomás y alaba a los que pueden creer sin ver. Como un maestro espiritual sabio y misericordioso, dio a Tomás lo que necesitaba en ese momento de su vida, aprovechando la oportunidad para enseñarnos a todos una verdad importante a través de las palabras de Tomás: Señor mío y Dios mío, … no sólo mi amado amigo y maestro Jesús. Usamos estas palabras en silencio en la consagración del pan y el vino, cuando creemos que se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. No podemos ver a Jesús, pero creemos que Él está realmente allí.
Un último pensamiento. Cuando Jesús se apareció al grupo, Santo Tomás no estaba allí. Por lo tanto, no pudo disfrutar la presencia de Cristo. ¿Qué estaba haciendo Tomás cuando Jesús se apareció a la comunidad de discípulos? Nunca lo sabremos. Pero sabemos que lo que hizo fue alejarse del grupo. Se separó de la comunidad. Concluimos que, cuando estamos tristes o desencantados de nuestro prójimo, tal vez después de un escándalo o un malentendido, no debemos separarnos de la comunidad. La presencia de Cristo siempre es diferente dentro de nuestra comunidad cristiana. Y la primera lectura de hoy es un ejemplo brillante de ello.
Muchos sienten que Dios los ha abandonado en sus dificultades, sufrimientos, fracasos en el estudio o en el trabajo, enfermedades, conflictos familiares o en los desafíos de cuidar a los ancianos, padres con demencia y personas con severas limitaciones. Entonces, se preguntan, ¿dónde está la misericordia de Cristo? La causa principal del ateísmo en el mundo es la experiencia del sufrimiento y la falta de encuentro con la misericordia de Dios.
Pero la alegría de la Pascua no significa que no tengamos problemas, sufrimientos o desafíos en la vida diaria. Más bien, proviene del sentimiento de que Dios está con nosotros en nuestras dificultades: Estaré con ustedes hasta el final de los tiempos. Nuestra experiencia continua y variada de la acción del Espíritu Santo confirma que Jesús cumple su promesa.
Pero, además, Él nos ha hecho emisarios de Su perdón y paz: Como el Padre me envió, así les envío a ustedes.
Sin embargo, la mayor prueba de su misericordia es la Resurrección de Cristo, por la cual sabemos que su sufrimiento y el nuestro no terminarán en tragedia o en la falta de sentido.