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Vive y transmite el Evangelio

¿Cómo hemos de orar?

By 27 julio, 2019agosto 11th, 2019No Comments
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Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 28-7-2019, 17 Domingo del Tiempo Ordinario (Génesis 18: 20-32 Colosenses 2: 12-14; San Lucas 11: 1-13)

Jacob era un hombre astuto y tramposo que vivió la mayor parte de su vida engañando, discutiendo y luchando contra todos, sólo para salirse con la suya. Engañó a su propio padre Isaac, ya anciano y ciego. Engañó a su hermano mayor, Esaú, al menos en dos ocasiones y luego, temiendo por su vida, huyó de él. Se fue muy lejos, se casó y más tarde, engañó a su suegro y huyó de él.

De hecho, el nombre de Jacob significa “suplantador”, es decir, alguien que toma algo ilegalmente. Un nombre que describe acertadamente a este personaje. Toda su vida se caracterizó por luchar con los demás para engañarlos y luego huir. Una noche, Dios, en su gran misericordia vino a encontrarse con él. Lo hizo en la forma de un hombre o un ángel, pero Jacob era un hombre terco. En lugar de someterse, se puso a luchar con Dios.

El rival golpeó en la coyuntura de la cadera, y esa parte se le dislocó a Jacob mientras luchaba (Gen 32: 25). Entonces Jacob dejó de luchar. Ahora, con su lesión y debilidad puestas de relieve, finalmente se sometió y pidió ser bendecido; algo que Dios siempre había querido hacer por él desde el principio. Todo lo que necesitaba hacer era aprender a confiar en Dios y someterse a Él con fe en lugar de luchar, engañar o huir.

Dios lo bendijo y le dio un nuevo nombre: Israel. Ya no es Jacob, el engañador. Renace como un hombre nuevo, con una nueva identidad después de su encuentro nocturno con Dios.

Este episodio en la vida de Jacob tiene mucho que ver con la Primera Lectura de hoy. Ambos representan una lucha entre Dios y el hombre, donde Él trata de liberarnos de nuestras quimeras, rescatarnos de la miseria y los deseos vanos e incorporarnos a sus planes. Esta lucha, intercambio o diálogo, encuentra su perfección en la Oración del Señor, donde le pedimos que nos haga saber cuál es su voluntad, para hacerla nuestra y cumplirla.

Pero, al igual que los primeros discípulos, tenemos que redefinir y perfeccionar continuamente la manera en que oramos, por lo tanto, nos unimos a ellos en su súplica: Señor, enséñanos a orar.

* Ante que nada, con los dos ejemplos de amistad entre vecinos y de parentesco padre-hijo, Cristo nos hace ver que la confianza y la persistencia tienen que ser las características de nuestra oración. Parece claro que la persistencia y la confianza tienen que ir unidas: ¿Cómo podemos perseverar en una relación, no tener confianza en la otra persona?

Y, a la inversa, la perseverancia en la oración aumenta nuestra confianza y credibilidad; a medida que pasa el tiempo, nos damos cuenta de cuáles son los frutos de la oración, así, nos vemos impulsados a persistir en la oración y podemos animar a otros a hacer lo mismo.

La confianza y la perseverancia en la oración nos permiten hablar de un Estado de Oración, que también puede llamarse Oración Continua. Esta es la experiencia de los santos. San Pablo termina una de sus cartas diciendo: Estén siempre alegres.  Oren en todo momento. Den gracias a Dios por todo, porque esto es lo que él quiere de ustedes como creyentes en Cristo Jesús (1 Tes 5: 16-18).

La oración continua está en armonía con nuestra naturaleza humana.

Piensa en la relación más importante en tu vida en este momento. Puede ser tu cónyuge, tus padres, hermanos o un amigo muy cercano. Ahora piensa en cómo y qué comunicas con él cuando te enfrentas a decisiones vitales, agobios económicos o problemas familiares. ¿Cómo hablas con esa persona sobre los pequeños y grandes eventos de la vida? Así es como construimos relaciones profundas, transformando contactos superficiales en amistades íntimas. Como resultado, se fortalece continuamente la confianza.

Orar continuamente es simplemente estar atento y hacer saber a Dios lo que está sucediendo en mi vida a lo largo del día. Significa que comienzo a compartir con Él las decisiones que estoy enfrentando y pidiendo su juicio. Es confesarle cuándo estoy contrariado que está sucediendo en ese momento del día. Es darle gracias y alabanza cuando veo cómo que me bendice de la manera más extraordinaria o más sencilla. Orar continuamente es involucrar a Cristo en toda mi vida y permitirle que me guíe a lo largo del día, sabiendo que Él está presente en lo bueno y lo malo y así “vivir en su presencia”, compartiendo todo con él.

Creo que es oportuno recordar que el Padre Nuestro no es simplemente un texto sabio y hermoso, porque fue creado por Cristo, sino un plan maravilloso y confiable para hacer posible este estado de oración en nuestro corazón.

De hecho, toda la vida de Cristo estuvo marcada por la oración. Esto explica cómo pudo combinar la ternura con la firmeza y la paciencia con la urgencia, como resultado de su perfecta relación con el Padre, una relación establecida a través de la oración. No oró para pedir favores, para evitar el dolor o para obligar a Dios a cambiar sus planes.

* La idea que tenemos sobre la oración es demasiado limitada y muchas veces ingenua. En ocasiones somos como ese niño que fue castigado a su habitación porque había sido malo. Poco después, salió y le dijo a su madre: He estado pensando en lo que hice y dije una oración. Su madre dijo: Eso está bien; si le pides a Dios que te haga bueno, Él te ayudará. El niño respondió: Oh, no le pedí que me ayudara a ser bueno, le pedí que te ayudara a soportarme.

Oramos por los enfermos, por un hijo que tiene malas compañías, por una familia que sufre conflictos. Pedimos la bendición divina para la cosecha y abundantes frutos apostólicos. ¿Por qué orar si Dios sabe lo que necesitamos y siempre está dispuesto a darnos lo bueno? Es más, en la Primera Lectura Abraham intercede por Sodoma y Gomorra… pero finalmente ambos pueblos y todos los que vivían en ellos fueron destruidos (Gen 19: 23-25).

¿Entonces, cuáles son los frutos de la oración? La mayoría de las veces, fuera de nosotros, la realidad sigue siendo la misma que antes o incluso peor: la enfermedad continúa, los conflictos perduran, la persona por la que oramos no cambia … pero por dentro, todo comienza a ser diferente. Si la mente y el corazón ya no son como antes, la mirada con la que contemplamos nuestra situación, el mundo y los hermanos se transforman… la oración ha obtenido su resultado; ha sido escuchada.

La oración no cambia a Dios; abre nuestras mentes, cambia nuestros corazones. Esta transformación interior no se puede llevar a cabo, excepto en el caso de ciertos milagros, en unos pocos instantes.

Quisiéramos un Dios complaciente, que conceda todos nuestros deseos. Él, en cambio, trata de liberarnos de nuestras quimeras, rescatarnos de la miseria e involucrarnos en sus planes. Nuestro Padre sabe lo que necesitamos (Mt 6: 8). La oración es, pues, un cambate con Dios, como la súplica de Abraham por Sodoma y Gomorra o la lucha nocturna de Jacob, quien no se detiene hasta que es bendecido. Quien se rinde a Dios, sale vencedor.

Desde esta perspectiva, podemos entender por qué el Ave María se repite en el Rosario y en el Trisagio y por qué, en nuestra súplica a María, concluimos: para que seamos santos.

Cuando los acontecimientos toman un rumbo aparentemente absurdo, a pesar de nuestras oraciones, clamamos: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 22: 2).

La oración cristiana siempre es respondida, pero nos resulta difícil abandonar nuestra forma de leer los acontecimientos. Los caminos de Dios no son siempre fáciles y agradables; requieren esfuerzos, renuncias, sacrificios. Para alcanzar la adhesión íntima a la voluntad divina, debemos orar … durante mucho tiempo. Cuando Jesús nos relata la parábola del vecino inoportuno, nos está enseñando que la oración obtiene resultados sólo si es prolongada. No porque Dios quiera que le pidamos por mucho tiempo antes de concedernos algo, sino que nos cuesta asimilar los pensamientos y sentimientos de Dios.

La siguiente historia (¡repetida a menudo en la vida real!) ilustra la confianza y la persistencia necesarias en la oración, así como la forma en que gradualmente descubrimos a través de la oración la infinita misericordia de Dios:

El único hijo de una madre fue recluido en un hospital, gravemente enfermo. Ella lo cuidó lo mejor que pudo. Cuando llegaron algunos familiares, les pidió que atendieran a su hijo mientras ella iba a la Capilla. De rodillas y con lágrimas ante el Santísimo Sacramento, comenzó reconociendo a Dios como Fuente de la vida, y le agradeció por el regalo de su hijo que había traído la alegría a su vida. Después, ruega a Dios que salve a su hijo. Cuanto peor iba siendo su estado, ella oraba más intensamente. Pero a pesar de sus oraciones, su hijo murió. Sus familiares y amigos estaban preocupados sobre cómo tomaría este acontecimiento dramático. Pero se sorprendieron al verla tomar la muerte de su hijo en paz…

Cuando le preguntaron cómo fue capaz de superarlo, ella respondió: Yo oraba por lo que personalmente quería. Pero durante mi oración, había algo en mí que decía: “Déjale, deja hacer a Dios”. Así, en cierto momento, finalmente dije: “Hágase tu voluntad, Señor”. Con la muerte de mi hijo, era obvio que Dios no estaba de acuerdo con lo que yo quería. Aunque muy dolida, acepté su voluntad de todo corazón. Él sabe bien lo que hace.

Una de las consecuencias más poderosas y necesarias de la oración es la conciencia de haber sido perdonados. Esa es la razón por la que San Pablo, en la Segunda Lectura de hoy, proclama con gozo el poder de la misericordia de Dios sobre la ley y sobre las consecuencias de nuestros pecados, dándonos una nueva vida y demoliendo la barrera del miedo.

En el Padre Nuestro, decimos: Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido. La razón es sencilla: solo es posible acoger el perdón de Dios si perdonamos los que nos han lastimado. De lo contrario, el perdón que recibimos y absorbemos sería incompleto, ya que nuestros corazones no se sanarían totalmente y nuestro dolor no se disolvería del todo. Cuando estamos en paz después de perdonar a nuestros semejantes, podemos tener la capacidad de ser perdonados. El corazón no puede abrirse al amor del Padre si se niega a reconciliarse con el hermano y la hermana.

Cuando decimos: Santificado sea tu nombre, venga tu reino, declaramos al Padre nuestra disposición a colaborar con Él porque esta promesa de buena voluntad se hará realidad.

No sabemos ni el día ni la hora (Mc 13, 32), pero estamos seguros de que nuestra oración será escuchada. Incluso si nos hemos alejado de Él, como el hijo pródigo, sabemos que podemos regresar y ser bien recibidos e incorporados a la misión del Reino.

El nombre de Dios no es santificado ni glorificado cuando hablamos bien de él. Un corazón que se libera del odio, un pecador que encuentra la paz, una familia que ha reconstruido la armonía, santifican el nombre de Dios, pues son la prueba de que su palabra hace milagros.

Esta es la razón por la que en la Oración del Señor seguimos pidiendo la venida del reino de Dios, porque este reino apenas ha comenzado: Pero si expulso a los demonios con el dedo de Dios, ¿esto no significa que el Reino de Dios ha venido sobre ustedes? (Lc 11:20).

El Padre Nuestro nos hace evitar los malentendidos trágicos, ayudándonos a discernir entre los reinos de este mundo, por los cuales tú y yo siempre nos sentimos halagados y seducidos, y el reino de Dios. Reconocemos que nuestras habilidades, el alimento, nuestra salud fuerte o débil, la fuerza para resistir la tentación y todo lo que tenemos es un regalo de Dios.

Nunca se dice que el maná sea nuestro: cayó del cielo; fue un regalo de Dios (Ne 9:20). El pan, en cambio, es un don de Dios y fruto del sudor del hombre, del esfuerzo y el sacrificio humanos. El pan bendecido por Dios es el que se elabora “junto” con los hermanos, el que se obtiene de la tierra que Dios ha destinado para todos y no sólo para unos pocos.

Muchos de nosotros no estamos familiarizados con el significado del pan. En las culturas tradicionales, el pan era mucho más que comida para consumir. Evocaba sentimientos, relaciones de amistad y recordaba la necesidad de compartir con los pobres. El pan no se podía comer solo; debía ser compartido con el hambriento. No debe tirarse a la basura ni cortarse con el cuchillo, sino que ha de partirse suavemente. Sólo las manos del hombre eran dignas de tocarlo porque tenía algo sagrado: la obra del hombre y la bendición de Dios.

Finalmente, no pedimos “no ser tentados”, sino no ser vencidos por la tentación. El mal del que pedimos ser liberados, los enemigos de nuestra alma, pueden hacernos tropezar y, por lo tanto, declaramos que estamos dispuestos a aceptar y acoger la gracia necesaria para abandonar la “lógica de este mundo” y adherirnos a la “lógica del Evangelio.”