New York, 12 de Julio, 2020 | XV Domingo del Tiempo Ordinario
por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
Isaías 55: 10-11; Carta a los Romanos 8: 18-23; San Mateo 13: 1-23.
Una parábola es como la mecha de una vela: es algo muy pequeño, y, sin embargo, aunque su luz sea tenue, puede hacer que uno encuentre un tesoro.
La Parábola del Sembrador tiene, sin duda, muchos tesoros escondidos, pues Jesús se cuida de explicarla detalladamente a sus discípulos. Aunque es inagotable, entre otras cosas, se nos invita a conocer mejor nuestra alma, el suelo donde cae la semilla.
La Parábola del Sembrador no se refiere a cuatro categorías de personas, sino a cuatro disposiciones interiores que se encuentran en cada uno de nosotros en diferentes momentos y en diferentes proporciones.
Jesús nos explica cómo desperdiciamos la mayoría de los mensajes que el Espíritu Santo nos envía. En todos y cada uno de nosotros, la buena tierra, las espinas, las rocas y la tierra árida siempre estarán juntos.
¿De cuántas maneras nos habla Dios? Por supuesto, no hay límite. No está sujeto a las leyes de la comunicación o el lenguaje. Pero, desde nuestra perspectiva y experiencia, podemos decir que su voz nos llega a través de tres canales: las facultades de nuestra alma, los acontecimientos que nos rodean y, sobre todo, a través de nuestros semejantes.
Lo primero que llama la atención en esta parábola es que la semilla es lanzada por el Sembrador en abundancia: en los caminos, en las rocas, en las zarzas… en todo tipo de suelo. Esta es seguramente la primera observación que hay que hacer: la abundancia de signos y señales que Dios nos envía, lo que es contrario a lo que a veces sentimos y decimos, incluso afirmando que se ha olvidado de nosotros.
Debemos recordar que una semilla, lo que normalmente nos viene de Dios, es algo muy pequeño. Generalmente, nada espectacular. Incluso la vida de Jesús pasó desapercibida para mucha gente. Sin duda, Juan el Bautista era más conocido que Él.
Esto sugiere que la Palabra, lo que es sembrado por Dios en nuestros corazones, merece una atención especial y detallada.
En primer lugar, como en la observación científica, debemos ser conscientes de ciertos detalles, de algunas cosas inesperadas o “ilógicas”, que resultan ser la clave de nuevos descubrimientos, de nuevos caminos. Lo mismo ocurre con un músico que realmente aspira a dominar su instrumento. Un famoso violinista, Fritz Kreisler, confesaba:
El camino que lleva a la vida de un violinista es estrecho. Hora tras hora, día tras día y semana tras semana, durante años, viví con mi violín. Había tantas cosas que quería hacer y que tenía que dejar sin hacer; había tantos lugares a los que quería ir que tenía que perderme si quería dominar el violín. El camino que recorrí era un camino estrecho y el sendero era difícil.
¿Por qué debería ser diferente en nuestra vida espiritual, en nuestra relación con Dios?
¿Qué puede impedirnos ser conscientes de estas experiencias clave? Esencialmente, las distracciones, la superficialidad y la ambición.
Lo que proponemos hoy es hacer un diagnóstico de nuestra discapacidad, de nuestra limitación para recibir estos mensajes del Espíritu Santo, que no se limitan al Evangelio escrito y a la doctrina de la Iglesia.
Tenemos que admitir que estas discapacidades espirituales y emocionales pueden ser superadas; no son absolutas ni permanentes. Como primer paso, tenemos que ser más conscientes de ellas, para identificarlas y saber cómo nos paralizan y nos impiden escuchar la voz de Dios.
Distracción de nuestra mente. Dijimos que el Espíritu Santo toca las facultades de nuestra alma. No hay nada mágico o espectacular aquí, aunque algunas personas, a veces, tienen experiencias sorprendentes. Pero la semilla que cae en nuestros pensamientos, como una iniciativa, o en nuestra voluntad, como el impulso de perdonar, es arrebatada por los pájaros o por el diablo (Mc 13:4, 15). Podemos pensar que esto ocurre de manera dramática, como una lucha titánica contra la tentación, un agudo dilema entre el bien y el mal. Pero esto es raramente el caso.
Por eso Jesús habla de pajaritos, pájaros que no parecen ser peligrosos y que resultan ser nada menos que instrumentos del diablo y terminan devorando las semillas.
Jesús no dice que las semillas son destruidas por algún evento catastrófico, o por algún animal que simboliza algo terrible o negativo en la Biblia. No se trata de dragones, serpientes o escorpiones, sino de pájaros aparentemente inofensivos.
Por supuesto, una carretera no es el mejor lugar para sembrar, porque pasan personas, animales, vehículos… incluso una pequeña brisa puede arrastrar lo que cae allí. El diablo no tiene que hacer mucho esfuerzo. Así como el Espíritu Santo siembra en nuestras mentes ideas generosas, y posibilidades de imitar a Jesús, el diablo envía una nube de pensamientos inútiles, recuerdos y curiosidades que son como esos pájaros de la Parábola: de manera discreta y silenciosa, literalmente encantadora, cautivadora, matan la semilla. Cristo no habla de leones o monstruos que nos devoran. Son ideas, pensamientos de apariencia inocente, que ocupan el lugar que el Espíritu Santo deseaba tener en nosotros.
Podríamos decir que es el primer obstáculo que ponemos en el camino del Espíritu Santo, el primer síntoma de nuestra sordera espiritual: La distracción. Esta es la mayor victoria del diablo: no hay combate, ni siquiera somos conscientes de su presencia. Somos capaces de llamar exagerado, obsesivo o fanático a cualquiera que nos hable de la acción del diablo en esos momentos. Nuestra imagen del maligno es a veces la de las personas menos educadas de la Edad Media: imaginamos un ser de aspecto terrible, con cuernos y un tridente… pero nunca un pajarito, como sugiere Jesús en esta Parábola.
Posiblemente, la figura de Marta, muestra, sobre todo, esta actitud. Estaba distraída por todas las cosas que tenía que hacer. En realidad, sólo necesitaba sentarse a los pies de Jesús. Estaba distraída por actividades que no eran negativas o inmorales, pero que la absorbían completamente. (Lc 10:38-42). Señalemos que las distracciones NO tienen por qué conducir a malas acciones. Su existencia es suficiente para separar nuestra mente de Dios y así hacer imposible el cumplimiento de su voluntad en nosotros.
La superficialidad en nuestra voluntad es probablemente nuestra segunda discapacidad espiritual. Jesús lo dice claramente: lo que es sembrado por el Espíritu no tiene raíces profundas. Estas son las ocasiones en las que reconocemos de dónde viene la inspiración, pero nos negamos a hacer un esfuerzo para acogerla. Esa es la superficialidad, que puede ser llamada falta de voluntad, pereza espiritual, inconsistencia o infantilismo. Este es el suelo que no es profundo.
Notemos que Cristo no habla de conflictos, de posibilidades alternativas. Aquí no hay lucha, sino una lógica superficial, simplemente instintiva, que me lleva casi inconscientemente a decir: No. Eso es demasiado. O, tengo otras cosas que hacer. O, ahora, me viene a la mente decir cualquier cosa.
Aquí tenemos el miedo al compromiso, a cualquier tipo de esfuerzo, a perder mi comodidad, mi tiempo, mis hábitos.
No hay un conflicto aparente, sino una falta de estima, falta de perspectiva, no apreciar el momento. En muchos de nosotros, esto se manifiesta en acciones que no tienen un propósito real: conversaciones que no enseñan ni inspiran, caprichos sobre la comida o el horario y, sobre todo, la búsqueda de afecto a cualquier precio.
En su vida apostólica, Jesús se encontró a menudo con esta actitud. Por ejemplo, cuando se quejó amargamente de la ceguera espiritual y de la baja estima de los habitantes de dos pueblos en los que había realizado muchos milagros:
¡Ay de ti, Corazeín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se hicieron en ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se hubieran arrepentido en cilicio y ceniza (Mt 11: 21)
Las consecuencias de esta superficialidad son dramáticas, porque personas como nosotros, que de muchas maneras hemos recibido y acogido la gracia, damos un paso atrás, o abandonamos nuestra misión o cometemos una traición.
Nuestra tercera discapacidad espiritual está representada por el suelo rocoso. Cristo habla en este caso del deseo de ser rico. Se trata de la Ambición. No debemos pensar que se refiere simplemente a la ambición de tener mucho dinero o comodidades. Tampoco significa poder político. Estos son ejemplos de ambición, pero los más frecuentes, los que nos amenazan a ti y a mí cada día, son los apegos, verdaderas adicciones a mis opiniones, preferencias o deseo de éxito.
Aquí hay una colisión, un choque directo con la palabra de Dios. Se trata de elegir entre la libertad y la esclavitud. Todos tenemos opiniones, preferencias y un deseo de triunfar, que no es inherentemente malo. Pero a menudo nos convertimos en esclavos de ellas. Nuestro Padre Fundador, Fernando Rielo, llamó a esta esclavitud apego al mundo, a los juicios, a los deseos y al instinto de felicidad.
Especialmente poderoso es el instinto de felicidad: queremos satisfacción, ver frutos inmediatos en todos nuestros esfuerzos, queremos gratitud, aceptación, ver cómo cambian los demás, queremos ser entendidos…
Todo esto encaja con la palabra Ambición, una de nuestras limitaciones más poderosas para escuchar a Dios. Podemos llamarlo pecado, vicio, predisposición o lo que queramos, pero Cristo siempre nos da una forma de superarlo. Paradójicamente, tenemos miedo de dejar de ser esclavos. Esto es “miedo a la libertad”, como dijo un famoso filósofo del siglo XX. La ambición es capaz de distorsionar y contaminar toda nuestra capacidad de unión con Dios y con el prójimo, capacidad que reside en la facultad unitiva.
Como dijimos al principio, el Espíritu Santo nos habla a través de nuestras facultades, los eventos que vemos y nuestro prójimo. En cuanto a los eventos que suceden a nuestro lado, también la Distracción, la Superficialidad y la Ambición nos hacen ciegos a cómo Dios (a veces paradójicamente) quiere decirnos algo nuevo a través de ellos. Estos meses, hemos visto a mucha gente volverse a Dios ante los efectos devastadores de la pandemia.
Pero hay muchas realidades cotidianas, como tener algo de salud, o ver salir el sol, o alguien que nos haga un favor, que nos deberían llevar a Dios, por ejemplo, con un acto de gratitud.
Me gustaría terminar recordando cuál es el canal más importante que Dios usa para comunicarse con nosotros: nuestro prójimo.
Todos hemos oído que debemos amar a nuestros semejantes, incluso a nuestros enemigos. Esto se explica a menudo diciendo que son hijos de Dios y merecen compasión, como la que cada uno de nosotros recibe de Dios. Pero hay algo más. Sin duda, el Espíritu Santo quiere decirnos algo importante a través de las vidas de amigos y enemigos. Ignoramos este mensaje una y otra vez.
Más de una persona sensible ha afirmado que aprendió mucho de las personas que lo amaban, pero aprendió aún más de aquellos de quienes recibió odio y malentendidos. En estos casos, a través de esos seres humanos, Dios nos hace ver que siempre hay algo que Él espera de nosotros, algo que podemos hacer incluso si esa persona parece insensible, egoísta y desagradable.
Tal vez, a través de mis enemigos, a través de los escándalos de muchas personas, Dios quiere mostrarme los cambios más importantes que tengo que hacer en mi vida.