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Vive y transmite el Evangelio

¿Podemos cambiar de verdad?

By 5 abril, 2020No Comments
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Por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes
New York, 05 de Abril, 2020. Domingo de Ramos.

Isaías 50: 4-7; Carta a los Filipenses 2: 6-11; San Mateo 26: 14-75.27,1-66.

Desde hoy, la Iglesia nos invita a meditar sobre la Pasión de Cristo. La tradición espiritual y la experiencia de los santos confirman la importancia de esta reflexión. Así, San Pablo de la Cruz (1694-1775), fundador de los Pasionistas, veía la Pasión de Cristo como el signo más contundente del amor de Dios y recomendaba meditar en ella como el camino más inmediato para la unión con Él.

Del mismo modo, Fernando Rielo, nuestro Padre y Fundador, nos ha repetido que nuestro sobrenombre es el de Misioneros de Cristo Crucificado. Y contemplar la Pasión de Jesucristo y el sufrimiento de nuestro Salvador de varias maneras puede ciertamente cambiar nuestras vidas. ¿Qué otra cosa puede cambiarnos, si no es el amor? A veces se dice que el dolor nos transforma, pero por sí solo no es suficiente. Lo mismo ocurre con el conocimiento. Nos resistimos a cambiar en profundidad, de manera esencial y permanente.

Una historia conocida comienza con el Escorpión pidiendo a la Rana ayudarle a cruzar el río. La rana responde: ¿Estás bromeando? ¡Claro que no! Te conozco, Escorpión: me picarías y moriría. ¡De ninguna manera te llevaré en mi espalda!

El Escorpión desafía a la Rana: ¿Por qué iba a hacer eso? Si te pico y mueres, ambos nos ahogaremos. No tienes nada que temer al llevarme a través del río. La Rana decide que lo que el Escorpión dijo tiene sentido, así que acepta la petición.

A mitad del camino a través del río, el Escorpión pica a la Rana. Mientras la rana jadea su último aliento antes de ahogarse, le implora al escorpión, ¿Por qué? ¿Por qué me picaste, sabiendo que ambos nos ahogaremos? El Escorpión responde: Es mi naturaleza.

Por supuesto, los ejemplos de personas que no cambian son abundantes. Debido a que las pruebas de que la gente no cambia son numerosas y porque podemos haber luchado o fallado en nuestros propios intentos de cambio, tendemos a suponer que la gente no cambia su naturaleza humana básica.

Pero, he aquí un ejemplo sorprendente del poder del amor para cambiarnos.

Recientemente, se emitió una larga entrevista con un preso. Había estado en prisión durante décadas. Mató mientras estaba en la cárcel quería ir al corredor de la muerte porque los reclusos de allí eran tratados mejor que donde él estaba en el centro penitenciario. Este hombre era un criminal empedernido. No se arrepentía de haber matado al hombre que hizo en absoluto (esto es lo que dijo).

Pero cuatro años antes de que el programa fuera filmado, un primo suyo lo contactó. Empezaron a escribirse cartas. El primo llevó a su familia varias veces a visitar al recluso. A través del contacto con alguien que realmente se preocupaba por él, el corazón de este recluso se ablandó. Nunca había recibido ningún afecto antes de que su primo y su familia del le mostraran su amor. Y aunque recibió este amor tarde en la vida, este amor lo cambió.

Caín y Abel, Dimas y Gestas (los dos ladrones que acompañaron a Cristo crucificado), San Pedro y Judas Iscariote, el hermano menor y el mayor en la Parábola del Hijo Pródigo, son pares de personas que recibieron idéntico amor. Aparentemente, el amor “falló” en la mitad de los casos, pero es importante que entendamos lo que significa que en el reino de los cielos la fe y la esperanza desaparecerán y sólo quedará el amor.

No hay nada más fuerte que el amor divino, que recibimos de muchas maneras y, una vez que llega a nosotros, nada puede evitar sus efectos. A veces el amor tiene que esperar hasta el último momento de nuestra vida y a veces… un poco más. Pero el verdadero amor dura para siempre.

Si recordamos nuestras experiencias de amor en sus muchas facetas diferentes, amor casual, amor a conciencia, amor interesado, amor breve, amor duradero, amor que se avergonzaba demasiado de llamarse así, amor roto que se reparó… ¿no deberíamos sospechar que el amor de Dios y el amor que vivimos tratando de imitarlo son eternos?

Está claro que no sabemos con total certeza lo que le pasó a Caín, Gestas o Judas Iscariote, después de que murieron, pero sí tenemos la experiencia personal de recibir el perdón de Dios, una y otra vez, a pesar de nuestra dureza de corazón.

A veces, después de una falta grave, visible y escandalosa. Otras veces, después de ser mediocre e insensible al sufrimiento de los demás.

Tal perdón se manifiesta de muchas maneras. Desde la ligera impresión de que Dios sigue mirándome, hasta la evidencia de que me pide apasionadamente que haga algo concreto por los demás, un esfuerzo específico por mi prójimo.

Por supuesto, no endurecer nuestro corazón al amor recibido es la condición necesaria y suficiente para el cambio. Si no endurecemos nuestro corazón al amor recibido, el resultado es que tampoco lo endureceremos al hermano necesitado. Aunque piense como una rana, o actúe como un escorpión, puedo entender que Jesucristo, al morir en la cruz, está dando una prueba de amor y perdón universal. Esto lo entendió el oficial romano en el Gólgota, que no tenía nada que ver con la religión judía o las enseñanzas de Jesús.

Es un hecho probado que el amor es la mayor oportunidad que se nos ofrece para transformar nuestra vida. Es triste, sin embargo, lo difícil que puede ser encontrarlo a veces, sin duda porque los verdaderos trabajadores de la cosecha son pocos…y lo terriblemente temerosos del amor que pueden ser algunas personas. Esto le sucedió a Judas, por lo que terminó su vida en el suicidio. Cuando vio al único que le amaba ir a la muerte, debió sentirse terriblemente solo para cargar con el peso de su error. Desgraciadamente, se fue para descargar su remordimiento, su tormento interior, a la gente que no era la adecuada, los sacerdotes del templo que lo utilizaron. Si hubiera recurrido a Cristo, su vida habría terminado de otra manera.

Todos tenemos una enorme capacidad de rechazar, de no aceptar el amor de nuestros semejantes y el amor de Dios. Por eso los apóstoles, en la última cena, profundamente entristecidos, comienzan a preguntarle, uno por uno: ¿Soy yo el traidor, Señor?

Esta es una de las manifestaciones de la experiencia de la Segregación Mística. De una manera generalmente dolorosa, somos cada vez más conscientes de nuestra fragilidad y de nuestra división interior: espíritu y alma, mi verdadero yo y mi ego. Aunque no recordemos una falta específica, tenemos la misma impresión de los apóstoles en el Cenáculo: ¿Seré -de alguna manera- el próximo traidor?

Esta Segregación a veces se manifiesta como una sutil impresión: Debe haber algo más… algo importante se me escapa… No veo la conexión de lo que voy a hacer con la voluntad de Dios… Esa fue la impresión de la esposa de Pilato: Deja en paz a ese hombre justo. Hoy he sufrido mucho en un sueño por causa de él.

Sólo el amor que recibimos de la Santísima Trinidad, con sus tres voces, puede calmar esta angustia y hacer de ella un instrumento de purificación.

Entonces, ¿cómo podemos prepararnos para ser compasivos, para no acostumbrarnos al sufrimiento, pasando de la empatía y el amor a la apatía y la indiferencia? ¿Cómo podemos evitar endurecer nuestros corazones? Podríamos empezar teniendo en cuenta, en nuestro recuerdo y en nuestra quietud, que cuando empezamos a tomar decisiones que entran en conflicto con nuestra conciencia empezamos a endurecer nuestro corazón hacia Dios. Es una rampa resbaladiza que nos lleva, casi imperceptiblemente, más y más lejos de Él.

Esta indiferencia y desinterés son expresados por Pilato en su gesto de lavarse las manos, buscando alejar de sí mismo toda responsabilidad por el dolor y el sufrimiento de los demás. Sería bueno que cada uno de nosotros meditara hoy en cuántas formas tenemos de lavarnos las manos y así pretender lavar nuestros corazones.

Dios no salvó milagrosamente a Cristo de la Cruz. En cambio, transformó su derrota en victoria, su muerte en nacimiento.

En Él Dios nos ha hecho saber que no vence al mal deteniéndolo con intervenciones impactantes, sino quitándole el poder de hacer daño, incluso transformándolo en ocasión de crecimiento para nosotros. Es difícil aceptar que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 24). Por eso Cristo tuvo que instruir a Pedro, cuando éste intentó defenderlo con violencia: Pon tu espada en su lugar, porque todo el que tome la espada morirá por la espada. El reino de Dios comenzó a mostrar plenamente su poder cuando, en la cruz, nuestro Señor reveló todo su amor y su interés por el destino de la humanidad.

En cada milagro de Cristo, la pregunta que necesariamente se hacían a los testigos era: ¿Quién es éste? Y no es una pregunta académica, teológica o filosófica. Nuestra respuesta a la identidad de Jesús determinará la forma y el alcance de nuestra salvación. La entrada de Jesús en Jerusalén, después de haber curado a muchas personas y de haber traído la Palabra de Dios, puede considerarse como la confirmación de su identidad como Rey sirviente, Redentor e Hijo de Dios. 

Incluso hoy en día, para muchos de nosotros, Cristo, en la práctica, es un hacedor de milagros del que esperamos la solución a los problemas que nos abruman o quizás un maestro que da buenos consejos… que aplicamos de vez en cuando. La Cruz enseña y demuestra que la actitud de Cristo no es como la nuestra, que en su obediencia no hay excepciones, excusas o cálculos del esfuerzo a realizar. Y esto se refleja en la Cruz.

Por eso la entrada de Jesús en Jerusalén se ve como el comienzo de la revelación de su verdadera identidad: nuestro Rey y nuestro Señor. Irónicamente, el título de Rey se le dio a Jesús en el rótulo que se puso en la cruz. En su narración, San Mateo retrata a Cristo como rey Su entrada triunfal, el discurso entre Pilatos y Jesús, el uso de la ropa escarlata… Él es el Rey servidor y sufriente anunciado por el profeta Isaías.

Como nos recuerda San Pablo en la Segunda Lectura, la Pasión no terminó simplemente con su muerte sino con la Resurrección.

Hoy, debemos demostrar que Jesús es nuestro Rey comprometiéndonos a serle leales viviendo su vida de vaciamiento de sí mismo e identificándonos con los sufrimientos y luchas de nuestros semejantes.

Al decir que Cristo es nuestro Rey y Salvador, no estamos simplemente expresando que en nuestro último día Él evitará que seamos condenados. Su salvación tiene frutos inmediatos en nosotros: Podemos dar sentido a todos los sufrimientos de nuestras vidas, podemos cambiar nuestros hábitos más arraigados y negativos, y también podemos servir a los demás de la manera más completa, es decir, acercándolos a un Dios que es Padre y desea compartir con nosotros su paternidad/maternidad.

Que la contemplación de Cristo en la Cruz durante esta Semana Santa nos haga creer que tú y yo podemos cambiar y que el cambio esencial, el que nos da vida y nos ofrece, es identificarnos con Su persona.