di p. Luis CASASÚS, Superior General de los misioneros Identes.
New York, 29 de Marzo, 2020. V Domingo de Cuaresma.
Ezequiel 37: 12-14; Carta a los Romanos 8: 8-11; San Juan 11:1-45.
La muerte de un ser querido es una de las experiencias más traumáticas de la vida y puede dar lugar a sentimientos insoportables de soledad y dolor. Muchas personas que han sufrido tal pérdida se sienten dejadas de lado por Dios, incómodas con sus amigos, inseguras de sí mismas e inquietas sobre su futuro. Por eso muchos de nosotros nos identificamos con Marta, cuando se lamenta delante de Cristo: Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. De hecho, estos momentos de dolor, pena, pérdida, separación y angustia nos recuerdan nuestra mortalidad, y lo inexplicable que es el sufrimiento y el hecho de ser humano. La muerte de un ser querido, o nuestra muerte, ponen a prueba la fe. Dan lugar a la sospecha de que Él no está aquí, que no nos acompaña con su amor. La siguiente historia puede ayudarnos a entender por qué nos resulta difícil integrar la vida y la muerte en nuestra limitada visión de la realidad.
Un par de gemelos aún no nacidos conversan en el vientre de su madre. Llamémoslos Arturo y Basilio. – Dime, ¿crees en la vida después del nacimiento? pregunta Basilio. – Sí, por supuesto. Aquí estamos creciendo y ganando fuerza para lo que nos espera afuera, responde Arturo. – Eso es una completa estupidez! dice Basilio. No puede haber vida después del nacimiento; ¿cómo se supone que debería ser eso, me pregunto? – No lo sé exactamente, pero ciertamente será mucho más luminoso allá afuera que aquí. Y tal vez realmente estaremos corriendo sobre nuestras piernas y comiendo con nuestras bocas. – ¡Nunca he oído tales tonterías! Comer con la boca, ¡qué locura! Para eso tenemos cordones umbilicales, para alimentarnos. ¿Y tú quieres correr por ahí? Eso nunca funcionaría; el cordón umbilical es demasiado corto. – Seguro que irá bien. Todo será un poco diferente, insistió Arturo.
– ¡Estás loco! ¡Nadie ha regresado nunca después de nacer! ¡La vida termina con nuestro nacimiento y eso es todo! Punto. – Debo admitir que nadie sabe cómo será la vida después de nuestro nacimiento. Pero sé que podremos ver a nuestra madre y que ella nos cuidará. – ¿Madre? ¿Intentas decirme que crees en una madre? Entonces, ¿dónde está nuestra madre? – Bueno, aquí. A nuestro alrededor. Estamos vivos en ella y a través de ella. ¡Sin ella no podríamos existir! – ¡Tonterías! Nunca he notado nada que venga de una madre. Por lo tanto, una madre no puede existir. – ¡No; es verdad! A veces, cuando estás muy callado, puedes oírla cantar o sentir cuando acaricia nuestro mundo con amor. Pero llegó el momento de nacer. El primero fue Arturo. Y Basilio, que permaneció por un corto tiempo en el vientre de la madre, pensó: Mi hermano ha muerto. Ya no está aquí. Desapareció y me dejó… y se puso a llorar. Pero su hermano no estaba muerto. Simplemente había dejado una vida restringida, corta y limitada y se fue a otra forma de vida… Y un momento después, Arturo y Basilio volvieron a estar juntos. Incluso en el Antiguo Testamento, hay muchas manifestaciones resignadas y pesimistas sobre la brevedad de la vida: La vida que me has dado no es más larga que el ancho de mi mano. Toda mi vida es apenas un instante para ti; cuando mucho, cada uno de nosotros es apenas un suspiro. Déjame solo para que pueda volver a sonreír antes de que parta de este mundo y no exista más (Sal 39). El filósofo chino Lao-Tze dijo: Lo que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo es una mariposa. El verdadero y sublime milagro es dar nueva vida, en lugar de devolver a alguien a la vida de este mundo. Eso explica la finalidad de muchos de los milagros de Cristo, como el de hoy, con el que muchos de los judíos que habían venido a María y vieron lo que había hecho comenzaron a creer en Él. Vida verdadera y abundante. Como pastor y puerta, Jesús guía y conduce, provee y protege el rebaño y cada oveja que está en él. Es el rebaño de la oveja perdida, todos somos los que nos hemos extraviado, pero todos hemos sido hallados y reunidos de nuevo. Cuando Él habla de la vida abundante no es la vida tuya o mía solamente, sino la vida de todo el rebaño, es la vida junto a Él, que se definió a sí mismo como la Vida. He venido para que todos tengan vida, y la tengan en abundancia (Jn 10: 10). La plenitud de vida no es una forma solitaria de existencia, sino un don que recibimos en comunidad al ser devueltos al rebaño. La abundancia de vida no es la abundancia de vida para mí solo, sino para nosotros unidos. Como Jesús ora más tarde en Juan 17 por sus discípulos para que sean uno como tú y yo Padre somos uno. La plenitud de vida es la vida junto a Dios y a nuestros semejantes. Esta comprensión de la vida se refleja en el compromiso de una vida y propósito común dentro de las primeras comunidades cristianas: Todos los creyentes estaban juntos y tenían
todas las cosas en común. Vendieron sus posesiones y propiedades y distribuyeron el beneficio a todos, según la necesidad de cada uno (Hechos 2: 44-45). En los primeros siglos de la iglesia, los hombres y mujeres de fe fueron al desierto a vivir. A menudo comenzaron sus viajes espirituales como ermitaños, pero también fueron llevados a vivir en comunidades monásticas ascéticas, para vivir más cerca de Dios y de los demás. Esto es exactamente lo que la Escritura quiere decir al afirmar que si un miembro es honrado todos los demás miembros se regocijan con él. El cuerpo de Cristo es una entidad viviente: es una vida orgánica. Como dijo San Pablo: Yo… completo por mi parte lo que falta a las aflicciones de Cristo en mi carne por su cuerpo que es la iglesia (Col. 1:24). Porque somos un solo cuerpo, podemos por lo tanto completar lo que falta en los otros miembros. Por un lado, recibimos la vida de ese cuerpo a través de la fraternidad; por otro lado, nosotros como miembros del cuerpo suministramos vida a otros. No concibamos ese cuerpo simplemente como una enseñanza o una forma de explicación. Comprendamos que el cuerpo de Cristo es una auténtica realidad y que el hecho de que todos los hijos de Dios sean miembros los unos de los otros es también un hecho irrefutable. Y en vista de esta certeza, debemos recibir con gusto la ayuda de otros, así como buscar seriamente ayudar a otros hermanos y hermanas. Esta es nuestra vida. El Espíritu de vida sigue operando en toda situación de muerte: la del odio, los resentimientos amargos entre las personas, los malentendidos y los desacuerdos familiares, las divisiones en la comunidad. No hay nada irrecuperable para el Espíritu del Señor. Puede reconstruir y devolver la vida incluso a los huesos secos. Muchas veces, esta nueva vida aparece ante nosotros como una invitación, una posibilidad, un horizonte: ¿Qué pasaría si perdonara a esta persona? ¿Qué pasaría si yo no descansase ahora, ya que no es indispensable? ¿Por qué no rezar a Dios para que me inspire una palabra para este ser humano que está delante de mi? Son experiencias diarias y universales de éxtasis, de salida de nuestra rutina (buena o mala) y de la acción discreta y permanente del Espíritu Santo en nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro corazón. Tal vez no nos damos cuenta, porque nada nos duele o nadie nos acusa, pero en algunos momentos de nuestra vida, podemos estar espiritualmente muertos de la misma manera que Lázaro estaba físicamente muerto. Cristo quiere darnos el regalo de la vida eterna que comienza en el momento en que aceptamos vivir en una relación de amor con Él. Por lo tanto, viene a nosotros queriendo romper los lazos del pecado, que nos atan fuertemente y nos hacen vivir en la oscuridad de la tumba, en lugar de la luz de la presencia de Dios. La visión de Ezequiel de los huesos secos sirve como un mensaje de esperanza para el pueblo judío en el exilio y para todos nosotros, precisamente en los momentos en que todo parece perdido. Jesús lo dijo claramente: De cierto les digo que viene la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán… No se maravillen de esto, porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz (Jn 5:25; Jn 5:28). ¿Puedo pensar que alguna persona, en algún momento, es una excepción a esta continua resurrección prometida por Cristo? Al permitir que Lázaro muriera, Jesucristo responde a nuestras preguntas: no es su intención evitar la muerte biológica. No quiere interferir en el curso natural de la vida. No
ha venido a hacer eterna esta forma de vida sino a introducirnos en la que no tiene fin. La vida en este mundo está destinada a terminar, y es bueno que así sea. La soledad, el abandono, la distancia, la traición, la ignorancia, la enfermedad y el dolor son formas de muerte. Nuestra vida de aquí nunca está completa. Siempre está sujeta a limitaciones. Este no puede ser el mundo último, nuestro destino final. Para vivir plenamente y sin muerte, debemos salir de él. Pero también estamos llamados a consolar, a acompañar a nuestro prójimo, que no siempre es capaz (como tú y yo) de vivir con la perspectiva de ver la tierra desde el cielo. Unas de las más bellas palabras que podemos oír como penitentes y los sacerdotes tienen el privilegio de pronunciar son las palabras de absolución. Restaurar la vida de la gracia en un alma que ha caído en el pecado es un triunfo mayor que la curación de un leproso o la resurrección de un muerto: Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Otra lección que podemos aprender de la historia de Lázaro, Marta y María es que Cristo nunca actúa solo. Él, como Hijo, está siempre en unión con Dios Padre y Dios Espíritu Santo. Lázaro había estado muerto en la tumba durante cuatro días enteros. Jesús pidió que se quitara la piedra. Se dirigió a su Padre: “Padre, te agradezco que me hayas escuchado. Sé que siempre me escuchas; pero por la multitud que hay aquí, he dicho esto, para que crean que tú me enviaste”. Luego gritó con una voz fuerte: “¡Lázaro, sal fuera!” De manera semejante, es importante que veamos el papel de Marta: su diligencia y su amor por Lázaro fueron indispensables para que su hermano tuviera una nueva vida a través de Cristo. Esta es la voluntad de Dios para aquellos que Él llama. Esta es la responsabilidad del apóstol, que todos tenemos en cada momento de la vida comunitaria, en cada acto, en cada palabra dirigida a nuestro prójimo. Santa Teresa de Jesús subraya vigorosamente esta verdad sobre nuestra vida espiritual. Podemos engañarnos a nosotros mismos, dice, con grandes planes y espléndidos proyectos que se nos pueden ocurrir en la oración, lo que ella llama construir “castillos en el aire”. En cambio, concluye que la vida mística es algo muy concreto, buenas acciones inspiradas en nuestra unión interior con Cristo: Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras (Castillo Interior VII: 4).