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Vive y transmite el Evangelio

Los hombres prefirieron las tinieblas a la luz

By 9 marzo, 2018No Comments

Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 11-03- 2018 Cuarto Domingo de Cuaresma, Roma. (2º Libro de las Crónicas 36:14-16.19-23; Efesios 2:4-10; Juan 3:14-21.)

La figura de Nicodemo representa un movimiento significativo desde la oscuridad a la luz, siendo fiel a la inspiración causada por la presencia de un Maestro espiritual extraordinario: Jesucristo en persona.
Había una vez un hombre que parecía normal en todos los aspectos excepto uno: creía que estaba muerto. Todos intentaban persuadirlo de que no era así, pero sus intentos eran vanos. Finalmente, según cuenta la historia, lo remitieron a un médico. Este doctor también intentó convencerlo de que no estaba muerto. Después de una conversación larga e infructuosa, el médico preguntó desesperado: ¿Sangran los muertos? La respuesta de su paciente fue: No, no sangran. Entonces el doctor tomó su bisturí e hizo un pequeño corte en el brazo del paciente. Mire esa sangre, dijo con confianza. Pero el paciente respondió: ¡Caramba, los muertos sangran!
Como muestra esta historia, el cambio no es fácil. Esta es la razón por la cual la persona de Nicodemo, fariseo, miembro del Sanedrín -el consejo de gobierno judío- y maestro, es significativa y digna de ser imitada. Todos tenemos una tendencia a aferrarnos a patrones disfuncionales, por ilógicos que puedan parecer a los demás. No podemos cambiar nuestra perspectiva de la vida sin realizar un gran esfuerzo. La razón por la que nos aferramos tan tenazmente al status quo no es fácil de determinar. Hay muchos obstáculos conscientes e inconscientes en el camino hacia el cambio.
Hay en nosotros un instinto de auto-conservación con algunos peligros potenciales: queremos que se preserve el status quo, sin importar cuán doloroso sea. Puede que yo esté en una cueva fría y oscura, pero es mi cueva y sé cómo hacer frente a la situación. Dejarla es muy difícil, sin importar cuán doloroso sea también el quedarse allí.
Esto nos recuerda la famosa alegoría de la Caverna de Platón: unos prisioneros han vivido encadenados a la pared de una cueva durante toda su vida, sin posibilidad de mover la cabeza. Día tras día, ven en una pared blanca las sombras proyectadas de muchas cosas que pasan frente a un fuego situado detrás de ellos. Esta es toda su realidad; dan nombres a las sombras y suponen que son reales, sin cuestionar que puedan provenir de otra fuente.
Pero imaginen, dice Sócrates, que uno de los prisioneros es liberado de repente y se le permite volver la cabeza. Al mirar el fuego, la luz podría herir sus ojos, y estaría desorientado por el hecho de que las sombras que él había creído que eran reales eran sólo ilusiones proyectadas por el fuego. Si dejase la cueva y caminase hacia la luz del sol, todo se volvería aún más confuso. El sol sería aún más brillante que el fuego, e incluso podría ver reflejos de sí mismo en el agua de un estanque ¿Qué pensaría de sus compañeros en la cueva? pregunta Sócrates. Probablemente los compadecería por vivir en tan estrecha realidad. Si volviese a la cueva y les contase lo que vio, posiblemente pensarían que estaba loco.
Pero esto es muy relevante para nuestra vida espiritual. Una de las verdades clave tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento es que la obra de Dios en nosotros siempre implica la transformación de una persona y de una comunidad; un cambio de visión y de perspectiva. Dios convierte la oscuridad en luz. Pero tal vez nosotros, que predicamos la conversión, no estamos dispuestos a convertirnos. Nosotros, los que predicamos la transformación, probablemente no estamos dispuestos a transformarnos.
El desafío más profundo que tenemos como seres humanos es decir “sí” a situaciones que inicialmente nos negamos a aceptar; decir “sí” a lo que queremos evitar a toda costa. Eso requiere una gran fuerza interior, una gracia especial, para decir “sí” a lo que viene a nuestra vida, a nuestra oscuridad. Este es el concepto positivo de Abnegación; por favor, recordemos que la Abnegación no está hecha sólo de renunciaciones. Abandonamos lo que es falso para aferrarnos a lo que es verdadero. Abandono mi estilo de vida para reemplazarlo con las actitudes de Cristo. Vacío mi corazón de mi manera de hacer buenas obras para hacerlas al estilo de Cristo. Estoy dispuesto a perder para que gane Cristo.
La oscuridad es algo que evoca una resistencia que hay en nosotros como seres humanos. Nadie quiere experimentar la oscuridad; nadie quiere sufrir dolor, tristeza o miedo. Sin embargo, es parte de nuestra vida.
Esta oscuridad viene desde adentro. Si persistimos en decir “no”, nos sentiremos llenos de resentimiento, odio y amargura. La oscuridad impedirá entonces que la vida fluya a través de nosotros; hemos puesto muros y defensas. Al final, esto puede producir formas graves de oscuridad, como una profunda desesperación, aislamiento y depresión. Es sentirse muerto por dentro.
¿Cuáles son las razones por las que resistimos el cambio?
En primer lugar, porque somos pecadores. Desde el primer acto de desobediencia de Adán y Eva, nos hemos convencido de que sabemos cómo manejar nuestras vidas… mejor que Dios. Hacemos lo nuestro, vivimos a nuestra manera e ignoramos la voluntad de Dios. Esa es la primera razón por la que necesitamos cambiar. Dios quiere que crezcamos y nos desarrollemos como personas que lo representen en el mundo, y que cuidemos del prójimo en su nombre.
El pecado, el deseo de hacer “lo nuestro” y seguir nuestras propias reglas, es la razón por la que necesitamos cambiar, pero también es lo que nos impide convertirnos en lo que Dios quiere que seamos.
Fue el atractivo del orgullo –la pretensión de conocer todas las cosas- lo que resultó en el primer pecado de la humanidad. San Agustín escribió: Hemos de reconocer que el orgullo, incluso cuando representa un pecado particular, es el origen de todo pecado… Por lo tanto, desde este punto de vista, el orgullo, que es el deseo de sobresalir, se dice que es el “origen de todo pecado”.
Sí; el orgullo es la raíz de todo pecado. La persona orgullosa cree que es la más importante del mundo, incluso más importante que Dios, y cada uno de nosotros tiene un gran orgullo, incluso si no aparece en la superficie de nuestra vida de manera abierta. La vanidad es una evidencia de ese orgullo. Otra es menospreciar a otras personas para sentirse más que ellos y complacerse con las desgracias de los demás. El orgullo también está reflejado en una actitud altiva y una tendencia a realizar buenas obras para recibir alabanzas de los demás.
El rey David reconoció la necesidad de cambiar de actitud cuando su vida entró en una espiral descendente de pecado con el adulterio y el asesinato. ¿Qué actitud le llevó a estas acciones? El orgullo, con sus secuelas de apatía, lujuria, egoísmo y codicia. Pero David, presionado por la necesidad de cambio, reconoció su rebelión contra Dios al gritar: Crea en mí un corazón limpio, oh Dios; y renueva un espíritu recto dentro de mí (Salmo 51:10). Como los israelitas y muchas otras personas en la Biblia, nosotros también hemos ejercido nuestra libertad de manera equivocada.
La sed de venganza destruye nuestra propia felicidad. La falta de autocontrol nos lleva a ceder a la lujuria y a una glotonería mal disimulada. La obsesión por el poder nos hace manipuladores y destructivos de los demás.
Nicodemo venció su orgullo.
En segundo lugar, nuestra resistencia se basa en el miedo. El cambio no es algo familiar, no es “lo de costumbre” y puede requerir trabajo. A veces es más fácil no eliminar lo que nos hace sentir cómodos: hábitos, preferencias enraizadas o relaciones personales. Al menos, estamos acostumbrados a lo que ocurre. Cualquier cambio que Dios trae a nuestras vidas, puede significar modificaciones incómodas. Los viejos hábitos tardan en morir. El cambio puede significar que no controlamos nuestro mundo. No importa que este control sea una ilusión; aun así nos gusta tomar nuestras propias decisiones y seguir nuestros propios deseos. Si me abandono a Dios, ¿me pedirá que haga algo difícil o desagradable? ¿me negará algo que realmente, secretamente quiero? Tememos perder el control de nuestras vidas.
Además, un cambio genuino y espiritual también puede significar que necesitemos ayuda. Y eso suena como una renuncia a nuestra independencia. Algunos cambios pueden implicar que lo que antes hice no fue correcto o que mis iniciativas fueron poco eficaces. Nos conectamos personalmente con nuestras actividades… es difícil abandonar algo en lo que hemos puesto mucho de nosotros.
Experimentamos una división interior en nuestro ser. Nos sentimos atraídos por Cristo y su mensaje, deseamos conocer y amar a Dios y a los demás como Él lo hizo, pero también reconocemos dentro de nosotros una resistencia a acercarnos demasiado, una renuencia a entregar nuestras vidas a Dios. En la primera lectura vemos que el pueblo no escuchó a Dios; ya no le interesaba buscar sus caminos. Esa es también nuestra propia historia. Todos nosotros somos atraídos por los bienes del mundo, especialmente nuestros juicios y deseos. No importa qué nos atraiga, moralmente bueno, malo o neutro, pero sea cual sea la atracción, nos aleja de Dios.

Hay innumerables miedos que influyen en nuestra reacción negativa hacia Cristo y en los cambios que Él nos propone.
Experimentamos el temor de un cambio en nuestra imagen, de perder nuestra reputación. Si me entrego a Dios, ¿la presencia de Dios en mi vida desafiará mi imagen de quién soy? Aunque nuestra experiencia nos dice que cuanto más nos acercamos a Dios, más nos convertimos en nuestro verdadero ser, todavía tememos la pérdida de nuestra supuesta identidad. Sentimos la oscuridad de la vergüenza cuando hay algo en nuestras vidas que nos gustaría confesar, pero que no somos capaces de manifestar. La razón es nuestro miedo a ser juzgados, al rechazo o al ridículo ante los demás.
Tenemos también un miedo terrible a un cambio profundo en nuestra comprensión de quién es Dios. La mayoría de nosotros optaríamos por un Dios predecible y controlable, cuyas expectativas claras podríamos cumplir fácilmente. Me da miedo pensar en abandonarme a un Dios que no puedo controlar.
Nuestro instinto de felicidad produce el miedo a no lograr los resultados esperados con nuestro sacrificio. Tal vez anhelamos entregarnos generosamente a Dios, pero nos preguntamos qué sacrificios podría costarnos y si el resultado vale la pena. Tememos quedar decepcionados. El abandono de Jesús al Padre lo llevó a la Cruz; ¿A dónde nos llevará nuestro abandono a Dios?
Nicodemo venció su miedo.
No tengamos miedo. La Cuaresma es un tiempo para que creamos en el amor de Dios y lo aceptemos. Esto lo reflejó San Pablo diciendo: Es por la gracia que hemos sido salvados, y hemos sido levantados con Él y nos has dado un lugar con El en el cielo, en Cristo Jesús.