por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes
New York, 16 de Febrero, 2020. | VI Domingo del Tiempo Ordinario.
Eclesiástico 15: 15-20; 1 Corintias 2: 6-10; San Mateo 5:17-37.
En su libro Jesús de Nazaret, el Papa Benedicto XVI nos recuerda que cuando María quedó embarazada, José se enfrentó a una difícil elección. La ley requería que, si una mujer prometida era infiel, el compromiso debía ser cancelado.
San José era un hombre justo, que quería seguir la ley fielmente, y seguirla con amor. El Papa Benedicto XVI explica que la tarea de José era interpretar y seguir la ley fielmente, para decidir si llevar a María a un tribunal, donde se expondría su embarazo, o terminar discretamente con los esponsales. San José sabía que, si el embarazo de María hubiera sido revelado, ella habría sido marginada, humillada, y habría llevado en su comunidad el estigma del adulterio.
El Papa Benedicto dice que José tomó la decisión de amar: No quiso entregar a María a la vergüenza pública. Le deseaba lo mejor, incluso en el momento de su gran decepción… Vivió la ley como un Evangelio. Buscó el camino que conduce a la unidad de la ley y del amor.
Por eso, San José, siguiendo la ley, decidió terminar su compromiso en silencio, en lugar de avergonzarla. Antes de que Cristo lo indicara, José fue fiel a la nueva justicia, la que no desprecia la Ley y los Profetas, sino que los lleva a la perfección. Y así pudo tener un diálogo y una relación íntima con Dios, que le dijo lo que debía hacer. Él realmente vivió lo que la Primera Lectura nos dice hoy: Si decides guardar los mandamientos, ellos te salvarán; si confías en Dios, tú también vivirás. Incluso la Ley de los Judíos no es sólo un código legal como lo entendemos hoy día, sino una historia de amor entre Israel y su Dios.
Juan echó una ojeada al velocímetro antes de reducir la velocidad: 115 kilómetros por hora en una zona de 80. Cuando su carro había disminuido un poco la velocidad, el policía salía de su carro, con el bloc en la mano.
¿Era Pepe? ¿Pepe el de la iglesia? Esto era peor que la multa que se avecinaba. Un policía cristiano atrapando a un tipo de su propia iglesia. Saliendo del carro, se acercó a alguien que veía todos los domingos, un hombre que antes nunca había visto uniformado.
–Hola, Juan.
–Hola, Pepe. No hubo sonrisas. Supongo que me pescaste con las manos en la masa cuando iba a ver a mi esposa y a mis hijos.
– Sí, eso creo.
– ¿A qué velocidad iba?
– A ciento diez. ¿Podrías sentarte en el coche, por favor?
Confundido, Juan se encorvó a través de la puerta todavía abierta. La cerró de golpe, no tenía ninguna prisa por abrir la ventanilla. Pepe escribía en su cuaderno. Un golpecito en la puerta hizo a Juan girar la cabeza hacia la izquierda. Ahí estaba Pepe, con un papel doblado en la mano. Juan bajó el cristal unos centímetros, lo suficiente para que Pepe le pasara la multa.
– Gracias. Pepe volvió a su carro de policía sin decir una palabra.
Juan vio en el espejo cómo el policía se alejaba y desplegó el papel. ¿Cuánto le iba a costar? Un momento… ¿Qué era eso? Juan comenzó a leer:
Querido Juan, hace tiempo tenía una hija. Tenía seis años cuando la mató un carro. Lo adivinaste, fue un conductor con exceso de velocidad. Una multa y tres meses de cárcel, y el hombre quedó libre. Libre para abrazar a sus hijas. A las tres. Yo sólo tenía una, y voy a tener que esperar hasta llegar al cielo antes de poder abrazarla de nuevo. Mil veces he intentado perdonar a ese hombre. Mil veces pensé que lo había hecho. Tal vez lo hice, pero necesito hacerlo de nuevo. Incluso ahora. Reza por mí. Y ten cuidado. Mi hijo es todo lo que me queda. “Pepe”.
Juan se volteó a tiempo para ver cómo el carro de Pepe se alejaba y se dirigía hacia la autopista. Juan se quedó mirando hasta que desapareció. 15 minutos más tarde, él también se alejó y condujo lentamente a casa, rezando y pidiendo perdón y al llegar abrazó de forma diferente a su sorprendida esposa y a su hijo.
Tal vez la historia anterior nos recuerde algo que nuestro Padre Fundador practicó y repitió a lo largo de su vida, que el auténtico amor del discípulo de Cristo por su prójimo es de auténtica paternidad, o maternidad. Esta es la Ley y la sabiduría del apóstol, no la sabiduría de este mundo ni la que ostentan los dominadores de este mundo, condenados a la destrucción (2ª Lectura).
Y este es el significado de dar la vida. No es necesario ser alguien instruido, creyente, o una buena persona para entender que una madre da la vida. Y un verdadero maestro, un verdadero apóstol, da la vida, su vida. Nuestra tarea hoy, meditando las Lecturas del día, es descubrir lo que significa en nuestro caso personal amar dando la vida, la verdadera vida.
Debemos recordar que la vida auténtica está ligada a la resurrección. Podemos decir que la verdadera vida es una resurrección permanente y eso nos permite entender por qué Cristo le dijo a Marta: Yo soy la resurrección y la vida. Todo el que crea en mí vivirá, incluso después de morir. Todo el que vive en mí y cree en mí nunca jamás morirá. ¿Crees esto, Marta? (Jn 11: 25-26).
Cuando Cristo nos dice hoy que no viene a abolir la ley o los profetas, no a derogarlos sino a darles cumplimiento, nos está enseñando que los mandamientos van más allá de los actos externos y que su objetivo final es la unidad con nuestro prójimo y con Dios. Por eso, en el Evangelio de hoy, vemos cuatro formas de separación y unión que son contempladas por Jesús con nuevos ojos: el asesinato, el adulterio, el divorcio y la promesa o juramento. Y es una revelación revolucionaria el decir que la relación perfecta con el prójimo es nada menos que darle la vida.
Si dar vida significa poner en actividad todo lo que existe en un ser humano, en nuestro prójimo, entonces comprenderemos que esto requiere tiempo, mucho tiempo, y el abandonar muchas actividades y comodidades que nos atraen y a las que estamos acostumbrados. Esto le sucede a una madre que da a luz, a un maestro que se esfuerza por sus discípulos y a un apóstol que pone las almas que le han sido confiadas en las manos de Dios, día y noche.
Y si lo hacemos unidos a Cristo y en su nombre, dar la vida es una verdadera resurrección, porque el resultado es una nueva vida, una persona que empieza a desplegar sus alas abriéndose a los demás, dejando su pequeño mundo. Ser capaz de dar vida es el nivel infinito de satisfacción y una vida digna. ¿No es la vida más que la comida, y el cuerpo más que el vestido? (Mt 6, 25).
Los caminos de Dios son opuestos a los del mundo. Aquel que pierda su vida, como dijo Jesús, la encontrará. La declaración de Juan el Bautista de que debo menguar para que Él pueda aumentar se extiende a todos nosotros. La historia de Lázaro, donde la vida física viene a través de la muerte física, es una imagen de cómo la vida espiritual también viene a través de una muerte, una muerte de sí mismo al dejar nuestros buenos o malos hábitos para vivir esta vida cristiana.
En la última guerra mundial, uno de dos hermanos que luchaban en la misma compañía, cayó en la batalla. El que sobrevivió pidió permiso a su oficial para ir a traer a su hermano. Probablemente esté muerto, dijo el oficial, y no tiene sentido arriesgar la vida para traer su cuerpo. Pero después de seguir suplicando, el oficial accedió. Justo cuando el soldado llegó a las líneas con su hermano sobre sus hombros, el joven herido murió. Ya ves, respondió el oficial, has arriesgado tu vida por nada. Tomás respondió: No. Hice lo que él esperaba de mí y recibí mi recompensa. Cuando me acerqué a él y lo tomé en mis brazos, me dijo: “Tomás, sabía que vendrías. Estaba seguro de que vendrías”.
No importa cuál sea el momento vital, moral, psicológico o espiritual de nuestro prójimo. Si realmente le damos nuestra vida de alguna manera, dejando atrás nuestra comodidad y nuestros planes, lo haremos realmente feliz, porque sentirá la presencia de Dios, que es la necesidad más profunda tanto de los creyentes como de los no creyentes. Tarde o temprano, pensará: Si así es como este ser humano ama, cuánto más grande será el amor de Dios.
La Eucaristía nos sirve de modelo. En ella Cristo se entrega total, completa y desinteresadamente hasta la muerte. Para nosotros, esto se traduce en valorar a la persona como Dios la creó, y en entregarse al otro. Y como vemos en el Antiguo Testamento, la capacidad de dar vida es la primera bendición de Dios para el hombre y la mujer que hizo a su imagen: Sean fecundos y multiplíquense (Gen 1:29).
Cristo se refiere hoy a una de las formas supremas de dar la vida y relacionarse con los demás: el perdón. Enseña que el mandamiento de no matar va mucho más allá del asalto físico. Quien usa palabras ofensivas, se enfada, alimenta sentimientos de odio ya ha matado a su hermano.
Los rabinos enseñaron que la oración judía más importante (Shema Israel) una vez iniciada, ya no podía ser interrumpida por ninguna razón, incluso si una serpiente se enroscaba alrededor de la pierna de la persona que rezaba. Jesús dice que para reconciliarse con el hermano/hermana, uno incluso tiene que detenerse en el medio, no sólo del Shema Israel, sino incluso de la ofrenda del sacrificio en el templo. Después de recordar la necesidad de reconciliación, Jesús destaca su urgencia. No se puede retrasar, es vital.
Entre nuestras víctimas están aquellos a quienes nos hemos prometido no hablarles, aquellos a quienes les hemos negado el perdón, aquellos a quienes hemos seguido acusando de errores cometidos, aquellos cuyo buen nombre hemos destruido por rumores o calumnias, aquellos a quienes hemos privado del amor y la alegría de vivir. Un ejemplo:
David Leininger cuenta la historia de una anciana, una señora tímida y sensible que vivió hasta los cien años. Cuando era una niña, de unos diez años, alguien le dijo que tenía una horrible voz para cantar. A la mayoría de nosotros, probablemente, ese comentario no nos molestaría particularmente, pero sí le afectó a esa señora. Diez años es una edad muy tierna. Le afectó tanto que, durante los 90 años que le quedaban de vida, no cantó ni una sola nota más. Nadie tenía idea de si tenía una buena o mala voz; nunca se arriesgó a que nadie lo descubriera, y todo por el insulto descuidado e insensible de una persona.
En el Evangelio de hoy, Cristo dirige nuestros pensamientos a los Diez Mandamientos, indicando lo que ve más allá de ellos. Habla del Decálogo como quien posee una visión sublime de una ley que debería significar algo más, aparte de lo que se puede y no se puede hacer. Jesús nos enseña claramente que los pecados se cometen en la mente humana simplemente si uno contempla la posibilidad o tiene la intención definitiva de hacer el mal, incluso si la decisión no se lleva a cabo.
En última instancia, no cumplimos las leyes o los mandamientos por resentimiento o miedo, sino por amor. Eso fue lo que San Pablo nos recordó cuando escribió sobre los dones del Espíritu Santo: Si hablase las lenguas de los mortales y de los ángeles, pero no tengo amor, soy sólo una campana ruidosa o un címbalo que resuena (1 Cor 13:1)