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Vive y transmite el Evangelio

Juan sabía sin duda quién era Jesús… | 11 de diciembre

By 7 diciembre, 2022No Comments

por el p. Luis CASASUS. Presidente de las misioneras y misioneros Identes.

Roma, 11 de Diciembre, 2022 | Tercer Domingo de Adviento.

Isaías 35,1-6a.10; Santiago 15:4-9; Mt 11,2-11.

El tercer domingo de Adviento está impregnado del tema de la alegría y todo el Evangelio es un mensaje de alegría: La liturgia lo proclama en el tercer domingo de Adviento, que, tradicionalmente, se llama Domingo de Gaudete, es decir, el domingo de la “alegría” por las palabras de San Pablo en su Carta a los Filipenses: Alégrense siempre en el Señor; repito, alégrense.

Los textos de la Misa de hoy siguen conservando la llamada a la alegría, y la fuente y la causa de ese gozo es claramente la presencia de Dios en medio de nosotros. Quiso convertir este acontecimiento en su propio nombre: Emmanuel, Dios con nosotros. Lo que Isaías había profetizado: la joven, embarazada y a punto de dar a luz, le pondrá el nombre de Emmanuel (Is 7,14) se convirtió en un hecho consumado. Pero esto es sólo el principio… Podemos ilustrar esto con una historia literaria.

Una vez, un pastor envió a su hijo a un sabio para que aprendiera el secreto de la felicidad. Cuando llegó al hermoso palacio donde vivía el sabio, éste, en lugar de explicarle al muchacho el secreto de la felicidad, le entregó una cuchara llena de aceite y le dijo: Echa una ojeada al palacio. Cuando vayas a recorrerlo, lleva esta cuchara contigo sin dejar que el aceite se derrame. El muchacho comenzó a moverse por el palacio. Mientras lo hacía, mantenía los ojos fijos en la cuchara. Al cabo de dos horas volvió. “Y bien“, preguntó el sabio, “¿qué has visto?”. El muchacho se avergonzó y confesó que no había visto nada, pues su única preocupación era no derramar el aceite. “Pues bien -dijo el sabio-, vuelve y observa las maravillas de mi palacio. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa”. Aliviado, el muchacho recogió la cuchara y volvió a explorar el palacio, esta vez observando todos los bellos muebles y obras de arte, disfrutando del jardín, con sus magníficas flores y fuentes. Al volver con el sabio, le contó todo lo que había visto. Pero, ¿dónde están las gotas de aceite que te confié?, preguntó el sabio. Al mirar la cuchara, el muchacho vio que el aceite se había perdido.

El sabio dijo: “Pues bien, el secreto de la felicidad reside en la capacidad de ver todos los tesoros que Dios ha dado a tus ojos y a tu corazón, y no olvidar nunca las gotas de aceite de la cuchara“.

Los pobres, los necesitados, los enfermos, los que están solos, los que han sido traicionados, los huérfanos… son las gotas de aceite en la cuchara que el Señor te ha confiado.

Esta es la primera forma de entender la alegría de quien sigue a Cristo: como una gracia, a veces inesperada y siempre con claridad, el apóstol encuentra la forma de cuidar a los que le han sido confiados. Como San Juan Bautista, entre rejas y a punto de morir a manos de un rey arrogante y borracho, encontró la manera de instruir a sus desconcertados discípulos; los envió a encontrarse cara a cara con Cristo.

Más importante aún que ver los frutos de sus esfuerzos, aunque las almas a él encomendadas tristemente no quieran aprovechar el testimonio recibido, el verdadero apóstol tiene la íntima alegría de haber colaborado con el plan divino, y en medio de sus lágrimas o su sangre, da gracias a las Personas Divinas por haberle permitido ofrecer su siempre modesta colaboración. San Juan Bautista es un paradigma de esto, y.… sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Y cualquier humilde semilla que sembremos tú y yo, crecerá más que nuestros mejores sueños.

Una segunda manifestación de la alegría del apóstol es que no puede, no se siente capaz de perder una oportunidad cualquiera de hacer el bien. De nuevo, el mejor para comprender esto es el de la joven María de Nazaret ¿No era suficiente ser Madre del Salvador? ¿No mereció por eso ser llamada “llena de gracia”? Y, sin embargo, inmediatamente se puso en camino para servir en las tareas domésticas para servir a su prima Isabel, que era de más edad y necesitaba ayuda en su embarazo. Es posible que llamemos a esto “un sacrificio”, pero sobre todo refleja cómo resulta muy difícil, casi imposible, para quien está atento a la permanente llamada de Dios, negarse a un acto de misericordia, por limitado que pudiese parecer.

El Apocalipsis dice: Dios es alegría, pero el hombre invierte de nuevo el orden y dice: la alegría es Dios. En muchos momentos, nos convertimos en esclavos de nuestro Instinto de Felicidad (sin duda el más fuerte de todos) que busca dominar todas nuestras experiencias, alegres o dolorosas, generosas o egoístas, y hacemos de la felicidad un ídolo. El hombre se ve reducido a buscar placeres y emociones cada vez más intensos.

Aunque sea solamente “por el método de eliminación” muchos de nosotros llegamos a la conclusión que sólo Dios puede llevarnos a una verdadera alegría.

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Todo lo anterior puede resultar hermoso, pero a veces somos testigos o tal vez prisioneros de situaciones como la de Alfredo, un hombre de 45 años que conocí en una residencia para ancianos, donde iba diariamente a visitar a su madre. Le acompañaba, su esposa algo más joven, quejada de esclerosis lateral amiotrófica y a la que empujaba en su silla de ruedas. En cierto momento perdió su relativamente cómodo trabajo de contable, a la vez que su hijo de 20 años cayó en las redes de la droga…y precisamente en esa época, su madre falleció, en medio de dolores y dificultades respiratorias.

En nuestros encuentros, no hallé palabras adecuadas que decirle. Ni explicar el sentido del dolor, ni recordar que Dios recoge nuestras lágrimas, ni tener en cuenta que Jesús y María también sufrieron de forma intensa y profunda, ni la seguridad de que su madre estaba feliz y le miraba agradecida…

Sólo pude recurrir a lo que Cristo hace con nosotros, quedarme a su lado, casi siempre en silencio, hablando sólo de los momentos felices pasados con Sofía, su madre, y dando gracias por el regalo que su vida y sus frágiles pasos fueron para nosotros. Sí, la felicidad más profunda va unida a las lágrimas, a la paz, a una memoria agradecida y a la compañía silenciosa de alguien que de verdad nos ama.

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Lo anterior nos permite pasar al segundo punto de esta reflexión sobre el Evangelio de hoy.

¿Eres tú el que ha de venir? Los discípulos del Bautista empezaban a dudar de que Jesús fuera el Mesías prometido. En primer lugar, quizá, al proclamar Jesús que iba a liberar a los prisioneros, se preguntaron por qué Jesús no había liberado a Juan, como había predicho el profeta Isaías (61:1).

Además, Jesús no se ajustaba a las expectativas judías de que el Mesías vendría como un guerrero y un conquistador político, con fuego y azufre ardiente.

Por el contrario, el Evangelio nos dice que se dedicó a curar a los enfermos: los ciegos volvían a ver, los cojos caminaban, los leprosos quedaban limpios y los sordos oían, y los muertos resucitaban y la Buena Nueva era proclamada a los pobres. Además, en la Buena Nueva que Jesús anunció, pronunció bendiciones especiales en las Bienaventuranzas sobre los pobres de espíritu, los mansos, los pacificadores, y añadió que los que desean ser sus discípulos deben amar a sus enemigos; y no juzgar a los demás. Todas estas enseñanzas no se ajustaban a las expectativas de quién tendría que ser el Mesías.

A pesar de los signos espectaculares que Jesús daba con las curaciones y el cambio de los corazones, muchos no podían creer que Él era el Mesías esperado. Puede que esto nos sorprenda, pero nosotros no somos muy diferentes a aquellos judíos incrédulos.

También nosotros, al igual que los discípulos de Juan el Bautista, podemos empezar a dudar de que Jesús sea nuestro Mesías, sobre todo cuando experimentamos diferentes formas de prisión, sufrimiento o penas en nuestra vida.

Decía el famoso detective novelesco Sherlock Holmes que por una gota de agua se puede deducir la existencia de un océano. Algo así es nuestro testimonio ante las personas que sufren, que por alguna razón no pueden ser felices. Nuestro humilde y modesto acompañamiento abrirá su corazón para recibir un amor mucho mayor, que es el de las Personas Divinas.

No tendrán que hacer una deducción lógica, sino simplemente se verán impulsados a creer que el amor y la misericordia que les demostremos han de tener una fuente más importante que la siempre pequeña y tal vez mediocre vida tuya y mía. Es como quien reconoce que la luna refleja la luz del sol. Tal vez sea una forma sencilla de demostrar a cualquiera que Cristo realmente está entre nosotros. San Juan Bautista sabía que Cristo era “el que tenía que llegar” y lo hizo con tal fidelidad que la gente le preguntaba si no era él mismo el Mesías esperado.

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El encuentro (diario) con Cristo exige una paciente perseverancia en dos tareas: el ayuno y la oración. Por eso, en la segunda lectura Santiago nos invita a ser pacientes, como el agricultor que espera pacientemente la cosecha. Porque la llegada de Dios transforma toda incapacidad en capacidad y toda carencia en abundancia milagrosa.

Una forma eficaz de vivir con paciencia es mirar a nuestro pasado. He de observar cómo Dios me ha asistido de forma insospechada y me ha traído hasta el momento presente. La conclusión es que sin duda tiene para mí, ahora mismo, nuevas gracias insospechadas. Y precisamente porque no puedo imaginar sus planes, porque no puedo sospechar lo que hará con mi dolor, que a veces pierdo literalmente la paciencia.

Debo ir preparando mi corazón para decirle: Si me has puesto delante de este monte tan alto, es porque confías en mí. Daré el primer paso y seguro que me dirás qué debo hacer a continuación. Ese estado de oración, que en realidad recibo del Espíritu Santo, es lo que nuestro padre Fundador llama Súplica Beatífica, la súplica de quien pido con la paz y el gozo de saber que Dios responderá. No sé cómo ni cuándo, pero ya sé que antes respondió a mi voz temblorosa.

Sin palabras, Jesús me está diciendo: Fíjate en los momentos que estabas ciego y te entregué luz, cuando estabas débil y te di fuerza. Es posible que una y otra vez esté cegado por mis pasiones y debilitado por el sufrimiento.

Ojalá este Tercer Domingo de Adviento me sirva para creer que es posible esperar con gozo.

Ojalá hoy me decida a mirar atrás para ver mejor la presencia de las Personas Divinas hoy.

 

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