
Evangelio según San Juan 14,23-29:
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».
La experiencia de la Trinidad
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 25 de Mayo, 2025 | VI Domingo de Pascua.
Hechos 15: 1-2.22-29; Ap 21: 10-14.21-23; Jn 14: 23-29
El texto evangélico de hoy nos habla de las tres Personas de la Santísima Trinidad, pero es el propio Cristo quien nos dice cómo actúan, cómo nos acompañarán siempre, con esa expresión poética y significativa de hacer morada en nosotros. Aún más, la primera Lectura nos ofrece un ejemplo conmovedor de cómo, al ser fieles al llamado a caminar en común, los discípulos se sintieron realmente confirmados por la Trinidad y, al buscar la solución a un problema complejo, llegan a afirmar: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…
Y, además, hay un detalle relevante: la decisión que tomaron los apóstoles fue por unanimidad, lo cual nos enseña que en verdad el Espíritu Santo es la única fuente de la verdadera unidad, de la verdadera paz. Como dice San Juan Pablo II en su encíclica Ut Unum Sint (1995), la unidad es don del Espíritu Santo.
—ooOoo—
Realmente necesitamos, más que “creer en Dios”, más que -como suele decirse- “sentir la pertenencia a un grupo”. Nos hace falta tener una conversación íntima con Él, una charla familiar alrededor de una mesa camilla, como relata nuestro padre Fundador, y darnos cuenta que esa Trinidad llena nuestra vida de signos de su presencia. Necesitamos sentirnos mirados, comprendidos y sentir el máximo de confianza, lo cual se consigue al ver que somos herederos de la misión encargada a Cristo por el Padre, para lo cual el Espíritu nos enseña todo y nos recuerda todo lo que Jesús nos ha dicho.
Es en verdad una experiencia y una presencia trinitaria ¿Existe un modelo para poder vivirla?
Sí, efectivamente: la práctica de la misericordia. Al perdonar, por ejemplo, cuando vencemos la indiferencia, o somos verdaderamente pacientes con los errores del prójimo. Esto no son sólo esfuerzos que realizamos, sino que estamos participando en el plan de nuestro Padre, en su forma de amar y para ello recibiremos la inspiración del Espíritu Santo, de modo que podamos hacerlo al estilo de Cristo, con su forma de compasión.
Para perseverar en esta actitud, mejor aún, en este Espíritu Evangélico, es necesario no olvidar que la misericordia da SIEMPRE fruto, que puede ser inmediato o hacerse esperar su tiempo; pero nunca se pierde.
Me gustaría contar una pequeña leyenda, para ayudar a nuestra frágil memoria a recordar esta verdad.
La planta olvidada. En una ciudad cualquiera, entre altos edificios y ruidos urbanos, vivía don Julián, un conserje retirado que pasaba sus días cuidando un pequeño jardín en la azotea del edificio donde había trabajado durante décadas. No era exactamente un jardín vistoso: unas pocas macetas, tierra reseca y además una planta flaca que parecía no crecer nunca.
Todos en el edificio lo conocían, pero pocos le hablaban. Salvo Leo, un adolescente del piso 7 que solía meterse en problemas: peleas en la escuela, robos menores, malas compañías. Saludaba al viejo jubilado con una sonrisa pícara y burlona. Una noche, huyendo después de haber roto el parabrisas de un coche, se escondió en la azotea.
Don Julián lo encontró temblando detrás de un banco. En vez de echarlo o llamar a la policía, simplemente le ofreció una limonada y le dejó quedarse allí.
Pasaron los meses. Leo empezó a subir a la azotea por su cuenta. A veces ayudaba a regar las plantas, otras, solo hablaba con don Julián y se notaba que no podía compartir sus preocupaciones más importantes con amigos ni con su familia. Poco a poco, comenzó a cambiar. Dejó de meterse en líos. Empezó a estudiar algo más. Incluso buscó un trabajo temporal.
Un día, le preguntó a Don Julián:
Oiga, ¿y esa planta que no crece, por qué no la arranca ya?
Don Julián sonrió:
Esa planta fue un regalo de alguien que me hizo mucho daño hace años. No la tiré porque decidí cuidarla en lugar de alimentar el rencor. Pensé que, si yo no podía cambiar el pasado, al menos podía sembrar algo distinto.
Leo se quedó en silencio. Al año siguiente, cuando don Julián falleció, fue Leo quien se hizo cargo del jardín. La planta, marchita durante tanto tiempo, floreció por primera vez justo ese verano.
Deberíamos todos hacer un esfuerzo para ser más conscientes de cómo algún gesto de misericordia ha marcado nuestra vida para siempre. A veces se trata de una palabra, de un acto al cual su protagonista no dio ninguna importancia. Recuerdo que nuestro padre Fundador dijo una vez que antes de entrar en el cielo, en ese momento de perdón renovado, verteremos lágrimas al contemplar cuántas veces nos habría sido tan sencillo mostrar misericordia… y no lo hicimos, nos faltó fe.
Por el contrario, los actos misericordiosos que tuvieron con nosotros, o los que realizamos con el prójimo, brillarán con luz nueva, dando gloria a Dios para siempre y dando forma inesperada a nuestra eterna dicha.
Hay muchos ejemplos en nuestra vida personal y en la historia de la Iglesia que muestran cómo las Personas Divinas se hacen sentir en todo instante.
Durante los primeros siglos del cristianismo un soldado romano fue enviado a una larga campaña militar, dejando en su ciudad a su esposa embarazada. Mientras él estaba fuera, su esposa dio a luz. Poco después, se convirtió al cristianismo, se bautizó y bautizó también a su hijo.
Mientras tanto, el soldado también conoció a algunos cristianos y escuchó sus explicaciones sobre el don de la fe y la gracia del bautismo. Cuando regresó a casa, su esposa se alegró mucho de verlo, pero estaba preocupada por cuál sería su reacción al saber que había bautizado al niño.
Decidió darle la noticia poco a poco. Primero le mostró al niño, mencionando casualmente que había sido bautizado como cristiano. El esposo se quedó sorprendido y se quedó callado. Miró de nuevo al niño, pensativo. Luego se arrodilló junto a la cuna. Inclinó la cabeza, cerró los ojos y comenzó a rezar en silencio. Su esposa se sorprendió. Arrodillándose a su lado, le preguntó qué estaba haciendo.
Él la miró y le dijo: Estoy rezando al único Dios verdadero. Si nuestro hijo ha sido bautizado, ¡él mismo se ha convertido en un lugar santo! Cristo, el Señor, su Padre, el Creador de todo, y el Espíritu Santo vivo han hecho su hogar en su corazón, para que podamos rezar a Dios ante él.
A algunos esto les puede parecer ingenuo, pero la verdad es que, en el bautismo, hemos recibido la vida divina, impresa de forma indeleble en nuestras almas. Tenemos en nosotros la presencia de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios reside en nosotros. San Pablo había tenido más de una vez esta una experiencia cuando dice a los Corintios que somos templos del Espíritu Santo.
La Segunda Lectura, que es parte del Capítulo 21 del Apocalipsis, anuncia el cumplimiento de todas las promesas divinas. Es la visión del cielo nuevo y tierra nueva, donde lo esencial es que Dios habitará plenamente y para siempre con su pueblo, y donde el mal ha sido vencido definitivamente.
—ooOoo—
La llamada de Jesús hoy a guardar su palabra tiene varias implicaciones. Por supuesto, no se trata sólo de creerla intelectualmente y reflexionar sobre ella. Tampoco está hablando de sentimientos, que sin duda están presentes, Eso es necesario, pero “guardar” tiene el sentido de acoger, de abrazar cada consejo, cada mandato de Jesús, no sólo los que leemos en el Evangelio, sino los que personalmente nos transmite a través del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es nuestro íntimo maestro; por una buena razón se la llama tradicionalmente Paráclito, que significa “el que está al lado para consolar, para defender y aconsejar”, como lo hace un buen abogado.
No podemos limitarnos a pensar que el Espíritu Santo es una especie de agenda, libro de instrucciones o memorándum de asuntos importantes. Sobre todo, es en los momentos en que la duda, el cansancio y la adversidad nos agobian, cuando el Espíritu Santo se manifiesta como si fuera una luz discreta y clara, para decirnos simplemente: Eso no es todo; que no se nublen tus ojos, porque la victoria es sólo de Aquel que crucificaron y del Padre que te mira con gratitud.
Eso explica por qué Cristo hace este discurso, llamado “de la Última Cena”, en un momento donde los discípulos podían fácilmente caer en el desánimo, en la impresión de que todo su esfuerzo había sido un fracaso completo.
La paz que el mundo nos pude dar no es despreciable: algunos éxitos, algo de salud, algunas buenas compañías…todo ello es insuficiente, no sólo porque es pasajero, sino porque inevitablemente está mezclado con elementos inquietantes, desapacibles, pero Jesús insiste hoy en que su paz, estará con nosotros. Su despedida es a la vez una promesa de cercanía y vida en nuestro corazón.
Su autoridad, la fuerza de las palabras que pronuncia, no vienen de algún brillante razonamiento, sino de haber lavado antes los pies a sus discípulos. Ese acto insospechado de misericordia es la garantía de que nos desea confiar todo lo que ha aprendido de su Padre, todo lo que nos puede hacer felices en medio de la dificultad más abrumadora.
______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente