
Evangelio según San Lucas 24,46-53:
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
El Espíritu Santo, paloma y colibrí
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 01 de Junio, 2025 | Ascensión del Señor.
Hechos 1: 1-11; Heb 9: 24-28; 10,19-23; Lc 24: 46-53
Cristo hoy anuncia el motivo de su Ascensión: no se trata de una despedida, sino del inicio de una nueva presencia, ahora al alcance de todos los seres humanos: el Espíritu Santo que habitará en todos nosotros. La Ascensión de Jesús comienza una nueva forma de estar acompañados por la Santísima Trinidad, ya no físicamente, porque eso tiene limitaciones obvias, sino de una forma más íntima… y más clara: No los dejaré huérfanos; volveré a estar con ustedes. Los que son del mundo dejarán de verme dentro de poco; pero ustedes seguirán viéndome, porque la vida que yo tengo la tendrán también ustedes (Jn 14: 18-20). Nosotros, aunque nuestra fe sea raquítica, sabemos que se refiere al Espíritu Santo.
Por supuesto, cuando amamos a una persona, deseamos estar a su lado, darnos un abrazo, escucharnos, tal vez intercambiar un beso. Sin embargo, cuando ese amor es intenso y profundo, ni siquiera la muerte puede robarnos su presencia más honda. Todo lo que hacemos es pensando -tal vez entre lágrimas- en que es algo que siempre le agradó… o que le disgustaría.
En su genial obra Los hermanos Karamázov, Dostoyevski describe en el Epílogo, tras la muerte del joven Iliusha, cómo el niño Kolia y los demás amigos hablan con una intensidad conmovedora sobre la forma de mantener vivo el recuerdo de los que han partido, y cómo su presencia espiritual nos acompaña mientras los recordamos con amor.
Kolia dice: Hemos de vivir por siempre con la memoria de Iliusha. […] Nada muere si hay amor que lo recuerde.
Aquí, Dostoyevski sugiere que los seres queridos permanecen donde existe amor y gratitud. Pero hay más; no se trata sólo de un recuerdo, sino de una auténtica presencia que, de forma delicada pero enérgica, nos mueve a obrar de una cierta manera y a evitar ciertos comportamientos que con certeza les entristecerían.
¿Cómo podemos percibir la presencia activa del Espíritu Santo?
Hace unos días, una querida hermana de Ecuador celebraba los 30 años de sus Votos y para ello recordaba una poesía de nuestro Fundador, que puede parecer escrita para los jóvenes, pero tiene, para cualquiera de nosotros, una clave más poderosa que cualquier supuesto método para escuchar al Espíritu Santo. Muchos de ustedes la conocen; comienza así:
Amigo: ¿Has visitado tu alma?
¿Has hecho turismo en ella?
Te invito a que a ella viajes
el próximo verano.
Te aseguro que verás calles con ángeles
que animados se pasean
y alguna vez se les oye.
Esta preciosa composición nos invita a liberarnos de la ilusión de estar solos, de creer que tomamos decisiones o tener iniciativas generosas “que nacen del corazón”. Nuestra alma es un lugar de siembra permanente. Es el Espíritu Santo quien pone ante nosotros, una y otra vez, la invitación a hacer el bien que nuestro Padre espera de nosotros. Durante siglos, los filósofos, los psicólogos y ahora los neurocientíficos, han tratado de explicar inútilmente cómo se produce ese sentimiento de compasión, de perdón, que va dirigido no sólo a las personas que nos aman o nos agradecen la misericordia que podemos mostrar si somos fieles a la inspiración.
Me gustaría insistir en esta realidad con una pequeña leyenda:
En tiempos ancestrales, los dioses buscaban un mensajero capaz de llevar sus palabras a los humanos sin ser atrapado por las fuerzas malvadas del mundo material. Eligieron al colibrí, pequeño y ágil, con un espíritu tan ligero que podía moverse entre los bosques sin dificultad.
Un día, un joven llamado Kanu, que valoraba su inteligencia y su bravura juvenil por encima de todo, sintió un extraño llamado en su corazón. Caminó hacia el bosque sin entender por qué, solo guiado por un sentimiento profundo que no podía explicar, pero que le dominaba. Allí, un colibrí revoloteó a su alrededor y luego rozó suavemente una flor. Kanu sintió que en ese momento en viento delicado le susurraba y, en ese instante, comprendió que los dioses decían algo que, su propio espíritu tenía la capacidad de escuchar.
Desde entonces, Kanu parecía a todos una nueva persona, movida por algo más que su energía juvenil, guiado por alguien que le hablaba como las palabras no pueden hacerlo.
La voz de los dioses era como el vuelo del colibrí: imperceptible para muchos, pero clara e inconfundible para quien sabe escucharla.
—ooOoo—
Pero la Ascensión, además, es una prueba visible de la confianza divina, el momento culminante de la confirmación de los apóstoles, quienes comprendieron que heredaban la misma misión de Cristo: proclamar a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, un mensaje de conversión y de perdón de los pecados. Esto les colmó de gozo y por eso termina el texto evangélico de hoy diciendo queregresaron a Jerusalén llenos de alegría. No sólo se sintieron acompañados, sino estimados, llamados a ser responsables de vivir el mayor amor posible, de dar el testimonio que necesita todo ser humano para vivir en esperanza en este mundo, que no es nuestra casa ni nuestra forma de vida.
Por eso, nos recordaba San Juan Pablo II que el cielo no es una abstracción ni un lugar físico en las nubes, sino una relación viva y personal con la Santísima Trinidad. Es nuestro encuentro con el Padre que tiene lugar en Cristo resucitado a través de la comunión del Espíritu Santo.
Hace unos años, el protagonista de una historia de un grupo de soldados que, durante la Segunda Guerra Mundial, pasaban por un pueblo de Francia, quiso compartirla con el mundo. Decidieron parar un rato a descansar antes de continuar. Este soldado se dirigió a la iglesia parroquial, o lo que quedaba de ella. Las paredes seguían en pie, pero el techo se había derrumbado como consecuencia de los bombardeos.
En el santuario había un nicho, y en el nicho una estatua del Sagrado Corazón de Jesús. Los brazos de la estatua estaban extendidos hacia delante, más allá del nicho. Cuando se derrumbó el techo, las manos de la estatua quedaron cortadas. Alguien había escrito debajo de la estatua: No tengo más manos que las tuyas. Eso quedó grabado para siempre en el corazón de ese soldado. Muy especialmente, fue en la Ascensión de Jesús al cielo el momento en el que recibimos el mismo mandato que Cristo dio a sus apóstoles. Ahora nos hemos convertido en las manos de Cristo.
Eso nos llena de gozo en medio de las dificultades y de la impotencia. No hace falta llegar al cielo para que se cumplan las palabras de Jesús: En verdad les digo que llorarán y se lamentarán, pero el mundo se alegrará. Estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría (Jn 16: 20).
Tengamos presente lo que significa “ser sus testigos”, como dice la Primera Lectura. Ni nuestra posible ignorancia, ni la realidad de nuestros pecados, ni cualquier otra limitación, nos pueden impedir ser un testimonio vivo de la presencia de Cristo en nosotros. Si creemos tener pocas virtudes, pocos talentos o poca imaginación, nos quedará siempre la realidad de haber sido perdonados, de continuar siendo llamados a perdonar, lo cual no es solo un mandamiento, sino una vocación. Cristo perdona para hacernos testigos de su misericordia.
San Pablo lo expresó claramente: Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación (2 Cor 5:18), refiriéndose no sólo al sacramento de la Penitencia (Confesión), sino a la forma de perdón que puede transmitir casa uno de nosotros.
Esa forma de difundir la Buena Nueva a todas las naciones no es un objetivo que pueda alcanzarse con el esfuerzo y la astucia humanos. Por eso Jesús promete dar poder a sus mensajeros “desde lo alto” con su presencia permanente y con el Espíritu Santo. El reto de compartir la Buena Nueva con toda la humanidad debe comenzar, por tanto, como una súplica, como Oración Apostólica, según nos dice nuestro padre Fundador, confesando que a menudo hemos querido tomar las riendas en nuestras manos egoístas, sin dar una oportunidad al Espíritu Santo.
Recordemos que entre los dones más elevados del Espíritu Santo está el de piedad, que aumenta nuestra caridad y nos hace capaces, entre otras cosas, de perdonar lo que parecía imperdonable, de descubrir el dolor oculto del prójimo, e incluso de comprender el motivo más hondo del pecado mío y del prójimo, aquello que nos hace enfermos e insensibles al vuelo delicado del Espíritu Santo, como el del colibrí que antes mencionamos.
Me gustaría cerrar con la conmovedora manifestación de nuestro padre Fundador sobre la Solemnidad de la Ascensión de aquel lejano año de 1936, cuando celebró su Primara Comunión en un ambiente de guerra civil y odio a la Iglesia:
Al acercarme a recibir a Cristo sentí como si Cristo se acercara a mí con su cuerpo natural para hacer un pacto de amistad. Su voz se hizo entonces patente, transmitiéndome la voz del Padre Celestial: “Yo soy tu ascensión. Ascenderás”. Tu vida será una ascensión; un ir subiendo… los peldaños de la escala de Jacob, flanqueada por los santos.
Ojalá tú y yo seamos cada vez más conscientes de esa ascensión personal, verdadera impresión mística, silenciosa y real, que nos da una visión diferente de nuestro caminar hacia la perfección.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente