por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.
New York/Paris, 07 de Febrero, 2021. |V Domingo del Tiempo Ordinario.
Libro de Job 7: 1-4.6-7; 1 Corintios 9: 16-19.22-23; San Marcos 1: 29-39.
En estos tiempos, todos estamos impresionados y sensibilizados por la emergencia sanitaria que vive el mundo. Cada uno de nosotros ha vivido experiencias dolorosas, algunas muy cercanas o personales, de lo que es el dolor y la enfermedad y al mismo tiempo vemos cómo el Espíritu Santo aprovecha esta situación, que no viene de Dios, para tocar los corazones.
La Primera Lectura y el Evangelio nos hablan hoy de situaciones de enfermedad y dolor y en la Segunda Lectura San Pablo nos da ya una instrucción concisa sobre cómo debe comportarse el discípulo de Jesús ante el dolor y las limitaciones de los demás: Con los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. En otra ocasión, Pablo resume así su actitud ante el sufrimiento de los demás Llorar con los que lloran (Rom 12,15). Esto es muy diferente de lo que en ocasiones hacemos: a veces ignorar o restar importancia al sufrimiento de los demás, otras veces caer en la tristeza y el desánimo ante nuestra incapacidad para ayudarles o aliviar su dolor.
Llorar con los que lloran es, en realidad, lo que Dios mismo hizo y hace con nosotros: El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo (Salvifici Doloris).
Un día, durante el reinado de la reina Victoria, se enteró de que la esposa de un sencillo trabajador había perdido a su bebé. Habiendo experimentado ella misma un profundo dolor, se sintió movida a expresar su condolencia. Así que un día visitó a la afligida mujer y pasó un rato con ella. Cuando se fue, los vecinos le preguntaron qué había dicho la reina. Nada, respondió la madre afligida. Simplemente puso sus manos sobre las mías y lloramos juntas en silencio.
Está claro que nos sentimos limitados cuando nos ponemos ante el dolor y la enfermedad de nuestro prójimo. Como decía el médico griego Hipócrates (460-370 a.C.), la labor de la medicina es a veces curar, a menudo aliviar y siempre consolar.
La historia de Job es especialmente ilustrativa, pues nos presenta a una persona buena, que se ve afligida no sólo por la enfermedad, sino por algo aún más doloroso, que es la separación de las personas que ama y el alejamiento de sus amigos. Incluso su mujer está contrariada y, con una rabia incontrolable, le grita: ¿Aún te aferras a tu integridad? ¡Maldice a Dios y muere! (Job 2:9).
Job no recibe ninguna explicación del motivo de sus tribulaciones. De hecho, al final del Libro de Job leemos estas palabras de Yahvé ¿Quién es éste que oscurece mis planes con palabras sin conocimiento? (Job 38: 2).
Sin embargo, la respuesta de Dios llega claramente, en forma de hechos, al final de la vida de Job. Yahvé le encarga que ore por sus amigos y éstos son perdonados y consolados. En el epílogo leemos Mi siervo Job rezará por ustedes, y yo aceptaré su oración y no les trataré según su necedad. Ahí tenemos un ejemplo del valor redentor del dolor: cambia el corazón de los demás, aunque muchas veces el sufrimiento o el presenciar el sufrimiento comienza produciendo indignación desalentada o incluso abandono de la fe. Pero Dios tiene planes para nuestra felicidad y para unirse a nosotros que ninguna tragedia puede desbaratar.
Es una actitud masoquista, sádica o irreflexiva decir que el dolor, en sí mismo, puede ser bueno o, peor aún, que Dios lo produce para enseñarnos algo. Por el contrario, el texto del Evangelio de hoy nos dice que Jesús se vio obligado a calmar el sufrimiento desesperado de la gente, curándola, para que pudiera recibir la Buena Noticia: Entró en sus sinagogas, predicando y expulsando a los demonios por toda Galilea. Cristo no entró en disquisiciones teóricas sobre el dolor. Su solución: el mal existe y no hay que explicarlo, sino combatirlo.
Jesús reconoció el clamor de todos. Siempre que había una dificultad, Jesús estaba cerca. Hay muchas formas de estar cerca de las personas que sufren y es responsabilidad del discípulo de Cristo descubrir la más adecuada en cada momento, cuando muchos se desaniman y creen que no se puede hacer nada. Pero incluso los pequeños gestos pueden cambiarlo todo si la Providencia decide utilizarlos.
Esta noticia apareció hace unos años en un periódico:
Santi, un chico de 15 años, llevaba varios días sintiéndose mal. Su madre le llevó al hospital, donde le diagnosticaron leucemia.
Los médicos le hablaron con franqueza de su enfermedad. Le dijeron que durante los próximos tres años tendría que someterse a quimioterapia. No le ocultaron los efectos secundarios. Le dijeron que se quedaría calvo y que lo más probable es que su cuerpo se hinchara. Al saberlo, entró en una profunda depresión.
Su tía llamó a una floristería para enviar al joven un arreglo floral. Le dijo a la empleada que era para su sobrino adolescente que tenía leucemia. Cuando las flores llegaron al hospital, estaban preciosas. Santi leyó la tarjeta de su tía sin mostrar emoción. Entonces vio que, en el sobre, había otra tarjeta. Su madre dijo que la segunda tarjeta debía de estar en el sobre por error; debía de estar destinada a otro arreglo floral, a otra persona.
Pero la tarjeta decía: Santi, recibí tu pedido. Trabajo en la Floristería Brix. Tuve leucemia cuando tenía siete años. Ahora tengo 22 años. Buena suerte. Mi corazón está contigo. Cordialmente, Laura.
Su madre dijo que, por primera vez desde que estaba en el hospital, había conseguido algo de inspiración. Había hablado con muchos médicos y enfermeras. Pero esta tarjeta, de la joven de la floristería que había sobrevivido a la leucemia, fue lo que le hizo confiar que podría vencer la enfermedad.
Es significativo: Santi estaba en un hospital lleno de los equipos tecnológicos más sofisticados. Estaba siendo tratado por médicos y enfermeras expertos, con una formación médica muy competente. Pero fue una dependienta de una floristería, una joven inexperta, la que, al dedicar tiempo a atenderle y estar dispuesta a seguir lo que su corazón le decía, dio a Santi esperanza y ganas de seguir adelante.
El Papa Francisco, en pocas líneas, resumió la enseñanza del Evangelio de hoy, diciendo:
La oración fue el timón que guió el rumbo de Jesús. No fue el éxito, no fue el consenso, no fue la frase seductora de que todo el mundo te está buscando, lo que dictó las etapas de su misión. El camino que Jesús trazó fue el menos cómodo, pero fue el que obedeció a la inspiración del Padre, que Jesús escuchó y acogió en su oración solitaria.
(4 de noviembre de 2020).
¿Pero qué es lo que realmente vino a hacer Jesús? Se niega a limitar su ministerio a un solo lugar o a fomentar la creencia de un Reino de Dios terrenal, respondiendo a Simón: Vayamos a las ciudades vecinas para que también allí proclame el mensaje; porque para eso he salido. Y Jesús viaja por toda Galilea, proclamando el mensaje del Reino espiritual de Dios en las sinagogas y expulsando demonios. Así que Jesús vino a hacer tres cosas principales en su ministerio como ejemplos en nuestras vidas: sana, ora y anuncia.
Él se ocupa del problema del sufrimiento en todas sus formas porque cura a las personas que están afligidas de diversas maneras. Incluso Él mismo tiene que pasar por terribles sufrimientos. Parece que todos los sufrimientos de Jesús fueron los que se le infligieron desde el exterior como: el ridículo, el insulto, la persecución, la crueldad de sus enemigos, la Cruz y la infidelidad de sus amigos, pero nunca provocados por una enfermedad orgánica interna.
Pasó mucho tiempo con la gente. Caminaba con ellos. Comía con ellos. Viajó por ciudades y pueblos para ir a donde la gente estaba necesitada. Pero antes de que Jesús hiciera cualquier cosa, antes de predicar; antes de sanar; siempre oraba. Nunca predicó ni curó hasta conocer la voluntad de su Padre. Era un hombre que seguía el corazón de su Padre y sólo por eso sabía por qué estaba en este mundo.
Todos sabemos que la auténtica oración es, sobre todo, escuchar, no hablar demasiado. Pero esta escucha y este silencio, paradójicamente, comienzan con un grito. Se habla poco del significado del grito en la oración, que por supuesto no significa hablar con una voz fuerte. Cuando una persona grita, está dejando claro que lo único que le interesa, lo único que quiere transmitir es lo que sale de sus labios en ese momento. Es un grito ligado al llanto, como el de un niño que quiere llamar la atención de su mamá o papá y cuyo mensaje es: Sólo me interesa -y mucho- aquello por lo que lloro, como el dolor después de haberme caído, o hacer alguna actividad que considera muy importante. La oración de Job está hecha de gritos y lágrimas.
Hay un gran poder en la oración nutrida con lágrimas. Los que salen llorando, llevando semillas para sembrar, volverán con cantos de alegría, trayendo gavillas (Salmo 126:6).
Este es el testimonio de nuestro Padre y Fundador:
Afirmo de mí mismo, a pesar de todas mis faltas o defectos, que toda mi vida ha sido un grito de amor y súplica al Padre. Ésta es mi plegaria:
—¡Padre, te he querido siempre y siempre te querré; me he pasado toda mi existencia pidiéndote auxilio! Todo ser humano posee el disposicional de la gracia para que pueda tener o adquirir esta conciencia de amor y de auxilio. Hace falta, para ello, estar dispuestos a amar, a llegar hasta el extremo de no cometer deliberadamente falta alguna, y clamar al despertar cada mañana:
—¡Padre, te pido perdón por mis equivocaciones, por las posibles faltas que pueda cometer hoy
En el Corazón del Padre
Los niños son maestros de la oración, dan una clara señal de cuál es su interés, y eso es lo primero que tenemos que hacer en nuestra oración, mostrar que nada nos puede distraer, que estamos, por tanto, dispuestos a escuchar. Ese es el grito de nuestro corazón, no de nuestra boca. Por ejemplo, San Cipriano nos dice: Dios no escucha la voz, sino el corazón. Ese grito del corazón lo expresamos al inicio de la Eucaristía con el Acto Penitencial, confiados en que Dios aceptará nuestro lamento, como aceptó la oración del publicano (Lc 18, 10-14). Jesús no tenía ningún pecado, pero para dar una clara señal de atención, obediencia y prioridad para escuchar la voluntad del Padre, se retira a un lugar desierto para orar. Después, y sólo después, vendrá cualquier otra actividad.
Si después de nuestra oración en silencio no se nos ocurre ninguna idea interesante, ni nos sentimos más fuertes, ciertamente hemos recibido lo más importante: la convicción de que sólo Dios puede cambiar nuestra vida y lo hace cuando lo juzga oportuno y de la manera que realmente nos conviene.
Por último, reflexionemos sobre lo que dijo el Papa San Juan Pablo II en su discurso ad limina a los obispos de Estados Unidos el 3 de diciembre de 1983:
Sólo una Iglesia orante y adorante puede mostrarse suficientemente sensible a las necesidades de los enfermos, de los que sufren, de los que están solos, especialmente en los grandes centros urbanos, y de los pobres de todo el mundo. La Iglesia, como comunidad de servicio, tiene que sentir primero el peso de la carga que llevan muchas personas y familias y luego esforzarse por ayudar a aliviar esas cargas. En la oración, la Iglesia se confirma en su solidaridad con los débiles oprimidos, los vulnerables manipulados, los niños explotados y todos los que son discriminados de alguna manera.
Juan Pablo II