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Vive y transmite el Evangelio

¿Cuál es la viga en tu ojo?

By 4 marzo, 2019mayo 17th, 2019No Comments
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 New York, 03 Marzo, 2019.
Octavo Domingo del Tiempo Ordinario

Libro de Eclesiástico 27,4-7; 1Corintios 15,54-58; Lucas 6,39-45.

  1. La mirada acusadora. Cuando trabajaba en la universidad, conocí a una destacada profesora con una verdadera pasión por la investigación; irradiaba entusiasmo y era encantadora… casi siempre. Lo único que hacía la vida difícil a su lado es que siempre estaba ansiosa por hablar de sus experiencias y jactarse de sus éxitos. A cada paso, discutía con sus colegas y daba consejos no solicitados. No tenía el menor interés en la vida y opiniones de los demás, y mucho menos en reconocer cualquier logro de los otros.
    Un día me sorprendió con un discurso furioso sobre lo competitivos y egoístas que son sus colegas, cómo no se prestan atención y cómo quieren parecer siempre más inteligentes que los demás. La estaba mirando con los ojos muy abiertos. Me hubiera gustado preguntarle si estaba hablando de sí misma, pero me mordí la lengua.
    Ella no es la única en tener esa actitud. Una de nuestras formas de proteger nuestro ego de una dura autocrítica es proyectar en los demás nuestra propia característica difícil de aceptar. Cada uno de nosotros tiene un punto oscuro: no reconocemos que somos envidiosos, impuros, hostiles o egoístas. Podemos ver la astilla en el ojo de otro, pero no podemos ver ni siquiera la viga en nuestro propio ojo.
    Quizás podemos responder a la pregunta de Cristo: ¿Por qué puedes ver la astilla en el ojo de tu hermano, pero no percibes la viga de madera en el tuyo? diciendo que no vemos la viga en nuestro ojo porque es precisamente con esa viga amenazadora y acusadora con la que miramos al otro.
    Nuestra mirada acusadora es uno de los ejemplos más destructivos de lo que Jesús describe como los frutos podridos de un corazón que no está en diálogo con Dios: Lo que sale de la persona es lo que la hace impura. Nos convertimos en víctimas, y nos hacemos víctimas a nuestro prójimo cuando aceptamos ser prisioneros de los mecanismos, los instintos que siempre están ahí y que fueron creados para alcanzar objetivos muy diferentes. Consideremos, por ejemplo, nuestro Instinto de Felicidad: Sentir satisfacción por haber hecho un buen trabajo no es lo mismo que ridiculizar o degradar a los demás para sentir que soy superior y poderoso.
  2. La medida de lo bueno y lo malo. Me gustaría compartir aquí un caso real, la experiencia de un joven y arrogante seminarista contada por él mismo. Puede ayudarnos a tener en cuenta que no podemos ser apóstoles o guías espirituales si no nos vaciamos de la vanidad y la superficialidad de este mundo. Sólo desde la plenitud del corazón puede hablar la boca.
    Cuando era un joven y animoso seminarista, comencé a trabajar en una escuela católica como responsable de disciplina.
    Era el último día del año escolar. Samuel, un niño de doce años, había completado con éxito su primer año en la escuela. Mientras esperaba para regresar a su casa, me senté con él y hablamos. A los pocos minutos de nuestra conversación, apareció por allí Miguel. Era un hombre de unos cincuenta años, empleado de limpieza y nunca habíamos tenido la oportunidad de saludarnos. Era una persona sencilla y humilde que nunca se hacía notar.
    Mientras hablaba con Samuel, Miguel se ocupaba de sus tareas, barriendo el piso y manteniéndose a cierta distancia de nosotros. En ese momento, aproveché la ocasión y comencé a sermonear al joven sobre el éxito y el fracaso. Le dije: ¿Ves a ese hombre? Qué desperdicio de vida. Tuvo la oportunidad de estudiar y no la aprovechó. Probablemente se perdió en la escuela secundaria, emborrachándose en muchas fiestas y perdiendo el tiempo con sus amigos. Probablemente nunca haya leído un libro en su vida. Dios sabe a qué se dedica ahora. Noté que Samuel captó el mensaje. Ese chico me tenía mucho respeto. Después de todo, yo era la figura religiosa y moral de la escuela.
    Cuando nos levantábamos para irnos, Miguel levantó la vista y se acercó a nosotros. Sonrió y dijo: ¡Hola Padre! Sonreí también y le dije: Oh, Miguel, aún no soy sacerdote. Todavía soy un seminarista. Pensé para mis adentros: Este tipo ni siquiera sabe que todavía no soy sacerdote. Pensando en eso más tarde, me di cuenta de que no lo sabía porque nunca me molesté en hablar con él. Miguel continuó: Lo siento, padre, no lo sabía. Esperaba que tal vez pudiera bendecir a mi familia si tuviera un momento libre. ¿Alguna vez le he mostrado una foto de mis hijos? Yo respondí: No. Nunca. Comenzó a hurgar en su billetera, buscando una foto. Finalmente, encontró una. Me la entregó y me sorprendió lo que vi. Miguel y su esposa eran blancos. Sus hijos no lo eran. Un niño pequeño era afroamericano; una niña era asiática. Y otro niño, nativo americano, era físicamente discapacitado. No podía creer lo que estaba mirando. Le pregunté a Miguel: ¿Son estos tus hijos? Él dijo: Sí, padre, ¿verdad que son hermosos? Mi esposa y yo adoptamos a los tres. Hemos sido muy bendecidos.
    Todo lo que pude responder fue: No lo sabía. En ese momento, sentí un nudo en la garganta y pensé: Qué idiota soy. ¿Quién soy yo para juzgar a los demás? Me miró y sonrió: Bueno, quizás el año que viene podamos sentarnos y hablar alguna vez. Me encantaría contarle mi historia. Se alejó y siguió barriendo el piso. ¡También debería haberme barrido a mí!
    Probablemente, Miguel nunca sabrá el impacto que tuvo en la vida de ese seminarista y en la vida de todos los niños que oran por él. Es un buen ejemplo del cumplimiento de la Segunda Lectura de hoy: Queridos hermanos, permanezcan firmes e inconmovibles, progresando constantemente en la obra del Señor, con la certidumbre de que los esfuerzos que realizan por él no serán vanos.
    Lo cierto es que Jesús dice hoy: Un árbol se conoce por sus frutos. No sólo nos está enseñando “cómo juzgar correctamente”; más bien, nos recuerda que probablemente no se ha regado el árbol de nuestro prójimo para que pueda dar frutos abundantes. ¿Qué experiencia dejó la marca más profunda en su vida? ¿Quiénes eran las personas que le han amado? O, ¿Cuál es el remordimiento mayor de esa persona? Jesús tuvo el poder de resucitar a los muertos y sanar a los enfermos. También tuvo el poder de activar los dones y las mejores virtudes ocultas de Pedro o Pablo. Si somos sus discípulos, se espera de nosotros que reguemos pacientemente, podemos, cavemos y abonemos el terreno de nuestros semejantes. Sí, como dice hoy la Primera Lectura, el fruto de un árbol manifiesta el cuidado que ha recibido.
    El Espíritu Santo está siempre activo … más allá de las apariencias, y más allá de nuestras limitaciones:
    En el vagón de un tren, una mujer intentaba desesperadamente calmar a un bebé que no paraba de llorar. El niño molestaba a varios pasajeros, y finalmente una persona no pudo más y dijo: ¿No puede hacer callar a ese niño? La mujer dijo amablemente: Estoy haciendo lo que puedo. El niño no es mío. El hombre gritó: ¿Y dónde está la madre del niño? La mujer respondió: En su ataúd, señor, en el vagón de equipajes que tenemos delante. Los ojos acerados del hombre se llenaron de lágrimas. Se levantó, tomó al bebé en sus brazos, lo besó, y se puso a caminar por el pasillo para consolarlo.
    Por otro lado, tenemos que poder discernir e identificar nuestros propios puntos oscuros, nuestras debilidades, principalmente el Defecto Dominante y nuestra falta de sensibilidad, no sólo para juzgarlos, sino para ayudar a nuestro rector (¡y al propio Espíritu Santo!) a guiarnos como los buenos maestros que siempre necesitamos.
    Todos los grandes maestros espirituales aconsejan utilizar todos los medios posibles para progresar en nuestro camino espiritual: Mediante tres métodos podemos adquirir la sabiduría: primero, por reflexión, que es el más noble; segundo, por imitación, que es el más fácil; y tercero por la experiencia, que es el más amargo (Confucio).
    Nuestro crecimiento espiritual no se mide por lo que aprendemos o sentimos. Estos enfoques intelectualistas o sentimentalistas se parecen poco a la lucha de un verdadero discípulo.
    Santa Teresa de Ávila tuvo muchas emociones y sentimientos espirituales y claramente aprendió cosas grandes y útiles en la oración, en la imitación de Cristo y sus experiencias de vida, pero dijo con una claridad excepcional: Debemos cuidar las flores, las virtudes, y ver cómo progresan. Después de todo, el agua es para las flores; la devoción no es el objetivo de una buena vida de oración. Es un medio para el crecimiento de las virtudes. Si las virtudes están vivas y florecen en nosotros, incluso en ausencia de devoción y consuelo, entonces nuestra vida de oración es saludable a pesar de la sequedad.
    Es especialmente atractivo el “modo compacto” que usa nuestro Fundador para expresar esta verdad en una de sus Transfiguraciones: El amor es un tratado de virtudes, nunca de razones.
    Nuestros pensamientos y nuestras palabras son el primer indicador y el primer fruto de nuestra vida espiritual. Esta es la enseñanza de la Primera Lectura de hoy: El horno pone a prueba los vasos del alfarero, y la prueba del hombre está en su conversación. El árbol bien cultivado se manifiesta en sus frutos: así la palabra expresa la índole de cada uno. No elogies a nadie antes de oírlo razonar, porque allí es donde se prueban los hombres. Cuando nuestras palabras son arrogantes, sarcásticas o superficiales, es difícil creer que estamos viviendo en el recogimiento y en la paz.
    Y, con respecto a las faltas y errores de nuestro prójimo, debemos recordar lo que aconseja la antigua máxima: No podemos condenar al pecador, pero podemos y debemos condenar el pecado. Aquí radica el problema de la hoy tan popular “tolerancia”: cuando dejamos de juzgar si las palabras y las acciones son buenas o malas, también dejamos de ocuparnos del significado de lo bueno y lo malo. Contrariamente a lo que la gente cree acerca de la tolerancia, no ha conseguido unir a las personas, ni nos ha iluminado, ni ha creado ningún tipo de paz. Más bien, como lo atestiguan las noticias actuales, la tolerancia ha fomentado la división y el aislamiento, ha promovido la ignorancia, la inquietud y la inestabilidad en todos los niveles.
    Un segundo indicador de la salud de nuestra vida espiritual son las acciones concretas, los pequeños y siempre nuevos gestos de generosidad y perdón, nacidos de nuestra unión con Dios: sin preferencias ni distinción de personas, en cualquier circunstancia y de manera incondicional. Las obras de misericordia son una muestra de las acciones concretas que deben ser visibles en nuestro comportamiento cotidiano. Muchos de nosotros hacemos cosas buenas por razones mezcladas, tal vez para demostrar a los demás y demostrarnos que somos compasivos, pero sólo un amor que brota de nuestro deseo de glorificar a Dios, puede hablar de su presencia y misericordia.
    Si nos proponemos vivir en este estado continuo de oración y misericordia, especialmente cuando somos calumniados, injustamente acusados, malentendidos o perseguidos, podremos guiar y llevar a otros a Cristo. Esto explica por qué Jesús concluye su lista de Bienaventuranzas con este signo supremo de fidelidad a su espíritu: Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
    La vida de los santos y nuestra propia experiencia, nos ofrecen un tercer indicador preciso de nuestra fidelidad: Cuando intentamos cumplir plenamente con nuestra misión, sea cual sea, entonces se nos confía una tarea nueva y probablemente más difícil. Esto va más allá de nuestra vida puramente ascética. Se trata de un acto divino de confianza que nos dice quién es Él y quiénes somos nosotros.
    Sí; sólo cuando nos enfrentamos a las tormentas de la vida, particularmente cuando nos sentimos defraudados, traicionados, o cuando las personas que amamos se vuelven contra nosotros, tenemos la oportunidad de dar un testimonio único de confianza en Dios y de decir de manera consistente con el salmista: Señor, Es bueno darte gracias. Nada nos sucede sin su conocimiento y su providencial sabiduría.

Tu hermano en los sagrados corazones de Jesús, María y José,
Luis Casasús
Superior General