
Acababa de terminar sus estudios de medicina con poca experiencia práctica, cuando partió a los Andes peruanos, a Abancay, llevando consigo la mezcla de incertidumbre y entusiasmo de un Don Quijote en su montura. Entre pueblos remotos, caballos, enfermedades desconocidas y la generosidad de la gente, descubrió que la medicina podía ser mucho más que ciencia: podía convertirse en un puente hacia la humanidad y la fe. Más tarde, en el Chad, frente al desierto del Sahara y a la crudeza de las enfermedades africanas, vivió nuevos desafíos que reforzaron su entrega y su convicción de que, con fe y dedicación, incluso los entornos más difíciles pueden transformarse en espacios de esperanza y servicio.
Justo de la Fuente, misionero Idente de Zaragoza, nos comparte su testimonio misionero:
“Durante mis años de misión, primero en Perú y después en el Chad, la medicina y la fe se entrelazaron en un camino que transformó mi vida. Lo que comenzó como una experiencia médica casi sin práctica previa se convirtió en una escuela de humanidad y servicio, marcada por retos sanitarios, descubrimientos científicos y una profunda vivencia espiritual.
Acababa de terminar mis estudios en Zaragoza, que había iniciado en Santander, mi ciudad natal, donde conocí a los misioneros Identes gracias a un compañero de estudios. Sin mucha experiencia práctica en medicina, partí a Abancay, en los Andes peruanos, para trabajar con toda clase de enfermos, también en los pueblos a los que llegábamos a caballo. Me sentía como un Don Quijote en su montura. Allí encontré gente de gran bondad que me ayudó a comprender de qué modo podía servirles.
Tuvimos la oportunidad de estudiar enfermedades comunes en el mundo pero muy frecuentes en la región, como la hepatitis B y diversas afecciones de la piel, por ejemplo la leishmaniasis, contraída en los lavaderos de oro de Madre de Dios, en la zona selvática del país. Gracias a aquellos trabajos pioneros de toma de muestras de sangre, años más tarde, en colaboración con la Universidad Peruana Cayetano Heredia y la profesora Sonia Endacochea, logramos que los niños fueran vacunados contra la hepatitis B, evitando así casos de cáncer o de hepatitis crónica. Esta fue una contribución muy valiosa de nuestro trabajo y siempre la recordaré. A la emoción de visitar las comunidades andinas se sumaron después los peligros del terrorismo de Sendero Luminoso, a los que pudimos hacer frente con la ayuda de Dios.
Tras esa etapa, llegué al Chad, en África, cuyo norte se adentra en el desierto del Sahara. El cambio respecto a lo vivido en Perú fue enorme. La Iglesia realiza allí una gran labor en el ámbito del desarrollo. En Doba, el obispo de nuestra zona había fundado el Hospital San José de Bebellá. En la misma ciudad había también una parroquia donde trabajaban hermanos y hermanas de mi institución religiosa, algunas de ellas en el campo educativo.
Me integré en el hospital con mis conocimientos, pero me encontré ante un mundo completamente nuevo: cirugías, problemas relacionados con el parto, niños, y las numerosas muertes por paludismo. Fue un gran reto, pero con la gracia de Dios pudimos realizar obras valiosas que continúan hasta hoy. Con pocos medios se puede hacer mucho bien: con las medicinas importadas logramos controlar y curar el 95 % de las enfermedades. El hospital, sencillo pero dotado de bloque operatorio y servicio de cirugía, atendía casi todas las dolencias.
Por supuesto, había enfermos que fallecían, pero con dedicación se logra mucho. Me entregué durante once años, mañana, tarde y noche, y esa experiencia me formó profundamente, dándome una vivencia de la vida que nunca había tenido. Las personas también te enseñan: ya lo había aprendido en Perú, pero en el Chad la fe de la gente sencilla me impresionó aún más. Recuerdo especialmente las misas africanas, como la que celebró un hermano de mi congregación, Paul, que duró cinco horas y, con bailes, matrimonios y bautizos, terminó pasada la medianoche.”
Con esa misma alegría, Justo hoy sigue en su misión, actualmente en París.