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Vive y transmite el Evangelio

Un amor purificado

By 17 agosto, 2019enero 12th, 2024No Comments

por el p. Luis Casasús, Superior General de los misioneros Identes Jerusalén, 18 de Agosto, 2019, XX Domingo del Tiempo Ordinario.

Jeremías 38: 4-6.8-10; Carta a los Hebreos 12: 1-4; San Lucas 12: 49-53.

El famoso filósofo Diógenes estaba una vez sentado al borde del camino, comiendo un plato de gachas. Uno de sus ricos amigos de la infancia pasó por allí en un caballo blanco y vistiendo ropa lujosa. Le dijo: Diógenes, si aprendieras a halagar al rey, no tendrías que comer esa papilla. Diógenes dijo: Oh, pero estás muy equivocado. Simplemente si fueras capaz de comer esta papilla, no tendrías que halagar al rey.

La pregunta es: ¿Qué es lo realmente importante para mí? ¿Cuál es la prioridad y cómo puedo vivir el Espíritu del Evangelio ahora?

Cristo nunca fue tolerante ni con el mal ni con la mediocridad. Donde muchos hoy enseñan tolerancia a todo tipo de comportamiento concebible, Él traza una línea divisoria entre las acciones buenas y las inmorales. Cuando nosotros también hacemos esto, con palabras o acciones, no debemos sorprendernos de encontrarnos en conflicto con otras personas en la comunidad, en nuestra familia, e incluso en conflicto con nosotros mismos.

Como ocurre siempre, Jesús también experimentó este tipo de dificultades. Hubo algunos que recibieron su mensaje y lo siguieron; pero muchos otros rechazaron su Palabra y trataron de deshacerse de Él. Como escribió Benedicto XVI: El mundo nos promete comodidad, pero no fuimos creados para la comodidad. Fuimos hechos para la grandeza. Las desafiantes palabras de Jesús nos invitan a una vida de grandeza, no a una vida de comodidad sin molestias. No es un programa tranquilo, pero es salgo sagrado y hermoso. Jesús advirtió a sus discípulos: Si el mundo les odia, recuerden que el mundo me odió antes que a ustedes. Esto no sería así si pertenecieran al mundo, porque el mundo ama a los suyos (Jn 15:18).

La Primera Lectura de hoy representa un claro ejemplo de esta situación.

En Jerusalén, en el año 586 a. C., la situación era desesperada. La ciudad estaba rodeada por el ejército de Nabucodonosor; la gente se moría de hambre, pero los generales querían resistir a toda costa. El rey Sedequías no se atreve a oponerse a su voluntad. Es un momento dramático y Jeremías es el único que no pierde la cabeza. Es un hombre de paz, reflexiona, es consciente de la inutilidad de la resistencia armada y sugiere la rendición. Su propuesta provoca la indignación de los oficiales que acuden al rey y le dicen: Este hombre debe ser ejecutado porque está debilitando la voluntad de los guerreros … No está tratando de salvar al pueblo, sino que busca su desgracia. El rey los escucha y finalmente asiente. Jeremías fue encarcelado y arrojado a una cisterna llena de lodo.

Es la derrota del profeta que se siente abandonado por todos: por los amigos, por sus familiares y por Dios, que incluso le había prometido protección (Jer 1: 8).

Pero, inesperadamente, aparece un hombre justo, uno de los que no pueden callarse ante la injusticia. Se llama Ebed Melech, un extranjero, un africano que ha servido durante mucho tiempo en la corte del Rey. Se presenta a Sedequías y dice: ¡Mi Rey y Señor! Estos hombres han actuado con malicia.

Se necesita mucho valor para pronunciar esas palabras ante el rey e ir en contra de las personas más influyentes de la nación… El rey lo escucha y ordena liberar al Profeta.

Este evento no es un incidente aislado. Todos los que proclaman la palabra de Dios siempre son tratados así. Su mensaje, tarde o temprano, choca con los intereses de los poderosos, que comienzan a perseguirlos y hacen todo lo posible por silenciarlos o incluso eliminarlos: violencia física, exclusión, desprecio, denigración, amenazas… Basta pensar en lo que ocurre a quienes que hacen propuestas auténticamente evangélicas, a los que exigen una mayor transparencia en el uso del dinero, la renuncia a los privilegios… cómo son tratados, a veces incluso por los hermanos de su comunidad de fe.

Pero Dios no abandona a sus profetas cuando son perseguidos, aislados, o arrojados al barro. Él siempre está de su lado, tal vez inspirando a algunas personas sencillas, honestas y valientes, como el etíope Ebed Melech, para seguir llevando la antorcha en alto.

Esta es la experiencia del autor de la carta a los Hebreos. La comunidad a la que se dirige está pasando un momento muy difícil y están tentados a abandonar su fe. Las dificultades comenzaron inmediatamente después de su conversión: habían sido objeto de abusos, despojados de sus posesiones, encarcelados (Heb 10: 32-34). Y la situación empeoró hasta el punto de que sus vidas estaban en peligro.

El autor de la carta busca alentarlos, los invita a no desanimarse, a no rendirse porque, como dice, es una ocasión especial que les permite mostrar a Cristo y a sus semejantes su amor y fidelidad.

¿Cuál es el fuego que Jesús vino a traer a la tierra? ¿Y cuál es el bautismo que debía recibir?

El bautismo fue el momento en que Cristo recibió la misión del Padre. Describió su misión en términos de fuego y bautismo, los cuales nos hablan de limpieza y purificación. El fuego también es un símbolo de amor. Entonces, tanto el fuego como el bautismo simbolizan la obra purificadora de Jesús.

Bautizar significa sumergirse y Jesús se refiere a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10, 38-39). Esta agua ha sido preparada por sus enemigos para extinguir para siempre el fuego de su Palabra, su amor y su Espíritu. Sin embargo, se produce el efecto contrario: este fuego adquiere una fuerza incontrolable. Cristo contempla con angustia la pasión que le espera: verse abrumado por la tormenta de la humillación, el sufrimiento y la muerte, pero sabe que, al salir de estas aguas oscuras, el domingo de Pascua, comenzará el nuevo mundo.

Pero hay todavía más. Una purificación siempre significa una transformación de algo bueno en algo mejor, perfeccionado. Este es el caso del amor. Cristo busca también purificar nuestro amor, como lo había anunciado el profeta Malaquías: Voy a enviar mi mensajero para que me prepare el camino. (…)Pero ¿quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién podrá entonces permanecer en pie? Pues llegará como un fuego, para purificarnos; será como un jabón que quitará nuestras manchas. El Señor se sentará a purificar a los sacerdotes, los descendientes de Leví, como quien purifica la plata y el oro en el fuego (Mal 3: 1-3).

San Juan Bautista anunció la venida del Mesías con palabras sobrecogedoras: Él les bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. La paja la quemará en el fuego eterno (Mt 3: 11-12).

El amor, para el mundo, es decirse cosas buenas unos a otros, incluso si están equivocados. La hipocresía y la falsedad a menudo se disfrazan de amor. La eutanasia se hace por amor a los enfermos, los ancianos y aquellos cuya vida ya no parece tener valor. El aborto se realiza en nombre del amor porque no quieren que sufra el niño no deseado. El sexo casual se promueve también en nombre del amor, ya que así ambas personas pueden disfrutar una de la otra.

Pero sabemos que se trata de un amor egoísta:

La eutanasia se practica no porque deseamos que los ancianos y los enfermos no sufran, sino simplemente porque no queremos que sean una molestia y un obstáculo para nuestra libertad de hacer lo que queremos. Pero el amor no busca la separación, independientemente de la condición de la persona.

El aborto tampoco es por el bien del bebé no deseado, sino para que aquellos que lo concibieron puedan continuar viviendo sus vidas sin ningún compromiso y responsabilidad. Pero matar a un bebé inocente e indefenso no es amor.

El sexo libre tampoco es amor, porque el amor es más que el mero placer obtenido con el cuerpo. A menos que haya amor, el sexo es anodino. El sexo simplemente por placer degrada a la persona y su cuerpo, convirtiéndolo en algo para ser usado, manipulado y después desechado. El sexo y el cuerpo son sagrados porque son medios para expresar intimidad y amor.

El mostrar parcialidad, tener acepción de personas, hacer diferencias entre ellas y las diversas formas de favoritismo, son signos claros de que nuestros motivos e intenciones son terrenales.

Otro síntoma de nuestras intenciones mixtas es nuestra falsa humildad, que a veces conduce a situaciones ridículas:

Dos sacerdotes estaban sirviendo en una iglesia. El párroco se arrodilló ante el altar y dijo: Señor, ten piedad de mí, ¡soy el mayor de todos los pecadores! Su asistente cayó de rodillas a su lado y exclamó: Señor, ten piedad de mí, ¡no soy más que un malvado de pies a cabeza! Al escucharlos, el anciano limpiador, que estaba barriendo la iglesia, dejó su escoba y se adelantó y se arrodilló a su lado diciendo: Señor, ten piedad de mí; yo también soy un pecador, como tú sabes, ¡Oh Dios mío! El asistente se volvió hacia el párroco y dijo indignado: ¡Mira este! ¿Quién se ha creído que es?

Un amor purificado es el que ha sido despojado de nuestro deseo de utilizar a otras personas, de ganar fama, de halagar a las personas para nuestro beneficio y no para su bien, de hablar de las personas para nuestro provecho, de tomar de otros en vez de dar, como San Pablo nos dice en 1 Corintios 13: 3-10.

Incluso cuando entregamos nuestras vidas a los demás, sentimos alegría y vemos sentido a nuestra vida, pero no es suficiente para satisfacer por completo nuestra alma. Debemos vivir para la vida eterna. Por eso Jesús dice: Les aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto al Hijo del hombre venir como rey (Mt 16: 28).

Sólo podemos desear perder nuestra vida terrenal y física en esta tierra cuando queremos preservarla para toda la eternidad en la otra vida.

Por lo tanto, no sólo debemos vivir para nuestros semejantes, debemos vivir para Dios. Y, de hecho, sólo cuando vivimos para Él podemos entregarnos plenamente a nuestros semejantes. Cuando estamos motivados por propósitos puramente humanos, más pronto que tarde nos encontramos perdidos. Estamos llamados a entregar nuestra vida por Su causa. La plenitud de la vida se obtiene cuando vivimos para Cristo para así poder vivir totalmente para los demás.

Para concluir, volvamos a la anécdota de Diógenes con la que comenzamos: ¿Sé cuáles son mis verdaderas intenciones? ¿Puedo identificar la motivación que hay detrás de mis actos de amor? El Espíritu Santo se esfuerza continuamente por purificar mi intención, de modo que pueda ser un discípulo verdaderamente inocente de Jesucristo.