Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 1-10-2017, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Libro de Ezequiel 18:25-28; Filipenses 2:1-11; Mateo 21:28-32)
¿Cuál es el primer rasgo de carácter que un sicólogo estudia en un test de personalidad? La Apertura al Cambio.
Observa el dibujo de Eugène Burnand: evitar la mirada del otro y cruzar los brazos son dos signos opuestos a la apertura hacia quien está hablando. Esta era la actitud del primer hijo en la Parábola. Pero la apertura, o la cerrazón, o los otros rasgos de personalidad, representan sólo la superficie del alma humana. La divina Providencia tiene muchos medios para cambiar nuestra actitud, nuestros prejuicios y nuestros hábitos. Esta es una de las lecciones del Evangelio de hoy.
Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, aunque, por supuesto, descubrir la voluntad de Dios para nuestras vidas no es asunto fácil. Intervienen muchos factores, como una escucha acogedora de la palabra de Dios y un discernimiento honesto de los dones y talentos que Él nos da, así como las situaciones sociales y biográficas en las que nos encontramos. Pero la buena noticia es que Dios es omnipotente y, antes o después, sus planes se cumplirán en el próximo segundo o al final de mi vida. Podemos estar seguros de que Jesús no fracasó con el Joven Rico, ni con las personas que le abandonaron… y no fracasará ni contigo ni conmigo.
Estamos inclinados a pensar de personas como Abraham, Moisés, Pedro, Juan, etc… que siempre fueron santos. Como tenemos hacia ellos tanto respeto y admiración, podemos mirarlos como “super-creyentes”, llegando a imaginar que siempre fueron modelos de perfección, que siempre hicieron automáticamente los que Dios les pidió. Pero cuando miramos sus biografías, nos damos cuenta de que se parecían mucho a nosotros. Tuvieron momentos de fallos e incluso de retroceso en su relación con Dios. Sin embargo, hay una cosa en la que todos coinciden: todos ellos respondieron de igual modo cuando Dios se puso en su camino. Dijeron SÍ.
Como afirma nuestro padre Fundador, Fernando Rielo:
Debemos tener en cuenta que para todas las cosas se requiere la gracia y a veces se requiere verdadera gracia extraordinaria; por ejemplo, para que un hábito cualquiera puedas ser modificado, pues no está en nuestras manos modificar nuestras dependencias o costumbres arraigadas, ya sea por razones culturales, por tradiciones dadas o por prácticas aprendidas en la infancia o en la adolescencia o en la juventud (Concepción mística de la Antropología).
Dios no espera encontrar nadie “bueno de nacimiento”. Sabe muy bien que no se puede encontrar nadie así. Pero Él llama a personas corrientes, como tú y como yo, que están dispuestos a responder a su llamada, a ser transformados a su imagen y a vivir en comunión con Él.
Esto es lo que Ezequiel dice al pueblo en la primera lectura: Cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida.
El Evangelio del domingo pasado nos recordaba que algunos últimos serán primeros. Hoy, con la parábola de los dos hijos, Cristo nos da un ejemplo realista y poderoso de esta situación. Esto sucede mucho más frecuentemente de los que pensamos. Porque el tiempo necesario para una conversión puede durar… toda una vida. San Pablo, por eso, nos recomienda hoy: No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás.
Olvidamos que Dios nos ama más de lo que nosotros nos amamos y que nos conoce mejor que nosotros mismos. San Agustín hizo una famosa afirmación: Deus est intimior intimo meo. Lo que quiere decir que Dios (Deus) está más cerca de nosotros (intimior) que nuestros órganos internos (íntimo). Dios es omnisciente. Sabe todo sobre nuestra vida y lo que necesita la sociedad. Comprende nuestro pasado y contempla nuestro futuro. Sólo Él puede ver todo en el universo y podemos estar seguros que en especial sabe qué es lo mejor para nosotros.
Esta parábola nos invita a mirar de nuevo nuestra relación con el Padre. Como decimos en la Oración de Colecta: Derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia para que, deseando lo que nos prometes, heredemos los bienes del cielo. Estamos invocando sus bendiciones para ser herederos dignos de su Reino. Para poder decir que deseamos ser herederos dignos, ¿no es fundamental establecer y reconocer lo que es nuestra auténtica relación con Él? Demos un paso más, considerando también nuestra relación con el prójimo, como hijo también de nuestro Padre Celestial. Cuando pedimos ser herederos de Él, no es sólo para nuestro beneficio. Miremos alrededor e invitemos a otros a ser también herederos de nuestro Padre Celestial.
¿Cuál es el hijo ideal? Ninguno de los dos mencionados en la parábola. El narrador de la historia es el Hijo por excelencia. Él es el Hijo que dice Sí y actúa en consecuencia, con actitud y sentido. Su vida entera es una historia de un Sí al Padre. La expresión Aquí estoy para hacer tu voluntad le retrata perfectamente. De hecho, en Getsemaní declaró: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Mt26: 42). Como discípulos suyos, ¿no deberíamos seguir su ejemplo? En una vida espiritual como herederos de su obra, hemos de ser “administradores fieles” de la viña del Padre.
No puede haber una brecha entre lo que decimos, lo que hacemos y nuestra fe. Tenemos que discernir la voz de Dios en momentos esperados e inesperados. No se trata sólo de escuchar, sino de tener el deseo de cambiar y crecer en la fe. Es por eso que tenemos un punto llamado unión formulativa o didáctica en el examen de nuestra oración: ¿De verdad tomo el Evangelio, la vida de Cristo, continuamente como un modelo práctico?
Si pensamos que somos razonablemente buenos y justos, entonces quiere decir que ignoramos una buena parte de lo que somos. No miramos a nuestro lado oscuro, lo que los sicólogos llama nuestra sombra. La sombra actúa entonces a su manera y nos engulle, y con nosotros a los demás. Esto puede ocurrir incluso sin darnos cuenta:
Un eremita recibió la visita de tres monjes jóvenes. Los tres habían pasado un año entre la gente, haciendo buenas obras. Pero cuando regresaron al monasterio, se dieron cuenta de que no eran más santos que antes.
– ¿Qué fue lo que hicimos mal? -le preguntaron.
– Tráiganme un cuenco con agua –les dijo-. Así lo hicieron y lo llenaron de agua.
– Ahora –les pidió- añadan dentro algo de tierra.
Los tres se miraron perplejos, pero hicieron lo que se les pedía.
– Y ahora ¿qué ven?
– Un cuenco con agua turbia.
– Correcto –les dijo-. Pero miren con más cuidado. Sigan mirando. No digan nada. Sigan mirando.
Y entonces, salió de la habitación.
Al día siguiente, regresó. Los tres novicios aún estaban mirando al cuenco.
– ¿Qué ven ahora? -les preguntó-.
– El barro se ha sedimentado –respondieron ellos- ahora vemos nuestra imagen reflejada.
Exactamente –dijo el ermitaño-. Nunca serán santos si no se conocen a sí mismos. Y nunca llegarán a conocerse si continúan removiendo todo. Estén en reposo. Dejen que el barro se pose. Sólo entonces tendrán algo que ofrecer al prójimo.
Los que son pecadores y se reconocen como tales, como los cobradores de impuestos y las prostitutas, tienen muchas veces más posibilidades de convertirse. Porque en el fondo de su corazón saben que viven una vida de pecado. En lo profundo, saben que así no pueden ser felices viviendo con las ataduras del pecado. Son como el primer hijo en la parábola de hoy, diciendo NO a Dios, pero cuando reciben la gracia del arrepentimiento, piden perdón. Su arrepentimiento suele ser radical. Muchos de ellos están heridos, atrapados en la red del pecado y de la falta de perdón, confundidos y habiendo perdido todo el sentido y fin de la vida. Pero una vez que oyen la voz de Dios, que les llama al arrepentimiento, creen. Y así tienen la experiencia auténtica del nacimiento de Cristo en sus corazones, gracias a su humildad para arrepentirse.
Sin embargo, la clase de pecadores que más necesita arrepentirse, pero que es más resistente al cambio, son los llamados santos de Dios, los que se creen justos. Así eran los escribas y fariseos en el tiempo de Jesús. Ellos son el segundo hijo en la parábola de hoy, quien dice SÍ a Dios, pero no vive de acuerdo con ese SÍ. Y cuando se ven empujados al arrepentimiento, racionalizan todo y buscan la forma de escapar a esa llamada.
Nos parecemos bastante a ellos, especialmente si pensamos que somos los santos: sacerdotes, religiosos, personas activas en la parroquia, voluntarios y servidores de algún ministerio. Mientras exhortamos a los demás a cambiar sus vidas, a ser honestos, a vivir con integridad, a perdonar, a no tener un corazón resentido, a dejar el pecado y las adicciones, la deshonestidad y la codicia, no tomamos en serio en nuestra vida lo que aconsejamos a otros. Lo que es peor, no aceptamos de buena gana las correcciones.
¿Estamos dispuestos a examinarnos con honestidad ante Dios, de manera que nos pueda quitar nuestra vergüenza de una vez por todas? La vergüenza oculta nos paraliza porque no podemos resistir el llevar una doble vida. No somos libres. Sólo los que se liberan de la vergüenza, de su pasado, de sus pecados, pueden ser realmente libres para “gloriarse” de su pasados errores y decir lo que Dios ha hecho de ellos, transformándolos en una criatura nueva. Si dejamos que la vergüenza controle nuestra vida, permaneceremos esclavos del pasado y además del futuro. Con el salmista digamos: Lo oirán los humildes y se regocijarán.