Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 21-7-2019, Décimosexto Domingo del Tiempo Ordinario (Génesis 18,1-10; Colosenses 1,24-28; San Lucas 10,38-42)
Todos conocemos a algunas personas que siempre exigen a los demás que den todo tipo de explicaciones para todo… y para ellas, nunca es suficiente. ¿Por qué tenemos que llevar corbata hoy? ¿Por qué tengo que decir gracias? ¿Por qué le sonríes al cartero?
Tener que explicar todo lo que haces es una pesadez. Pero, lo más importante, revela una falta de hospitalidad por parte de la persona que siempre exige más aclaraciones.
La hospitalidad es mucho más que simplemente dar la bienvenida o amablemente ofrecer comida y bebida. Es una actitud del corazón, una forma de confianza que nos abre a los demás y los recibe con sus características propias. Es una consecuencia necesaria de nuestro carácter de peregrinos en este mundo.
Como ha señalado Henri Nouwen, la hospitalidad significa principalmente, el crear un espacio abierto donde el otro puede entrar y transformarse en un amigo en lugar de un enemigo. La hospitalidad no es cambiar a las personas, sino ofrecerles un espacio donde pueda producirse un cambio. No es una invitación sutil a adoptar el estilo de vida del anfitrión, sino dar una oportunidad para que el huésped encuentre el suyo propio.
El reto es ofrecer amistad sin encadenar al huésped y libertad sin dejarlo solo.
Cristo señaló el comportamiento vicioso de Simón el fariseo, quien lo había invitado a cenar (Lc 7: 36-50). Cuando una mujer conocida como pecadora se acercó a Jesús, llorando y ungiendo sus pies con ungüento, Simón no sólo la juzgó a ella, sino también la legitimidad de Jesús como profeta, porque no debería permitir el contacto de una mujer como ella. Cuando Jesús señala la falta de hospitalidad de Simón hacia Él y la compara con lo generosa que ha sido la mujer con su afecto, todos en la mesa se sorprenden al oírle decir: Tus pecados son perdonados. Su vida cambió para siempre, como resultado de la acogida y la hospitalidad que le brindó a Cristo.
Con frecuencia, nuestra falta de hospitalidad se debe al hecho de no advertir y reconocer las necesidades de quienes nos rodean. Cristo es modelo de esa atención. Se fijó siempre en las dificultades por las que pasaban los demás: los enfermos, los excluidos, los pecadores, como la mujer que vertió el costoso perfume a sus pies.
Vemos en la Primera Lectura cómo la hospitalidad de Abraham agrada a Dios y, para demostrar cuánto la aprecia, le concedió el regalo más grande que el patriarca podría desear: le dio un hijo. Es un signo de que cualquier forma de bienvenida ofrecida a los necesitados es de gran satisfacción para Dios.
En el Antiguo Testamento, hay otro modelo viviente de hospitalidad: Job, de quien se dice que construyó su casa con cuatro puertas, una en cada punto cardinal, para evitar que los pobres se cansaran de encontrar la entrada.
La hospitalidad en su sentido más hondo, es más que una virtud y mucho más profunda que los buenos modales. Nuestro padre Fundador nos ha enseñado que los dos esfuerzos básicos de nuestra oración ascética, el Recogimiento (en la mente) y la Quietud (en la voluntad) deben completarse con un abrazo, una verdadera acogida de los pensamientos y deseos que vienen de Dios. Este abrazo es un auténtico acto de hospitalidad, una respuesta activa a la acción divina en nuestra mente y voluntad. Su acto no puede tener ningún resultado a menos que respondamos y cooperemos. Dios no puede convertirse en nuestra luz y fortaleza espirituales sin una acción receptiva, al igual que el pan que no se ha digerido no puede ser el soporte de nuestra vida. La Virgen María es precisamente alabada por esta razón, porque estuvo atenta a la Palabra (Lc 2:19).
El fruto de esta acción receptiva es una unión intelectual con el Evangelio, por la que aceptamos sus enseñanzas y las traducimos a nuestra situación, a nuestra lucha con las pasiones. Esto nos permite desarrollar un verdadero Espíritu Evangélico, una forma consistente de obediencia en todo tipo de situaciones. Este esfuerzo y el estado al que conduce se denominan Unión Formulativa (o Didáctica).
Por ejemplo, cuando entiendo que Cristo llama al perdón incondicional y realmente aprecio y valoro esa actitud, el siguiente y crucial paso es implementar ese perdón en todas las circunstancias, no sólo cuando mi sensibilidad personal me pide que lo haga.
Este significado más profundo de la hospitalidad explica las palabras del Apocalipsis: Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo (Ap 3:20) y también retrata nuestro rechazo al deseo de Cristo de entrar en nuestra vida: Él vino a los suyos y, sin embargo, su propia gente no lo recibió (Jn 1:11).
Para entender la lección del Evangelio de hoy, es importante notar que Marta no fue reprendida por estar trabajando, sino porque estaba agitada, ansiosa, preocupada por muchas cosas y trabajando sin antes haber escuchado la Palabra. Marta, como verdadera hija de Abraham, quería ofrecer la tradicional y generosa hospitalidad de su pueblo a Jesús, el verdadero Mesías, preparando una comida elaborada para Él. Probablemente, María, quien, sumida en sus pensamientos, tranquila y feliz, se puso el delantal y tomó el lugar de su hermana en la cocina.
Esto es lo que le sucedió a Abraham en la historia de la primera lectura. Estaba sentado a la entrada de la tienda, descansando en el calor del día, meditando sobre lo que Dios le dijo (Gen 17: 1-27). Tan pronto como ve a los “tres hombres” que están cerca, corre para reunirse con ellos y, junto con Sara y los sirvientes, permanece vigilante y atento, listo para satisfacer todas sus necesidades, para responder a todos sus deseos.
Esta es la prioridad: escuchar la Palabra de Dios.
Al mismo tiempo, Marta se convirtió en una mujer de fe a la vez que persona activa, ya que cuando murió su hermano Lázaro, ella fue la que salió corriendo para encontrarse con Jesús y depositó su fe en Él, diciendo: Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero sé que, incluso ahora, todo lo que le pidas a Dios, te lo concederá. Y también confesó su fe en Cristo, diciendo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que ha venido al mundo.
Hay muchas personas de buena voluntad, dedicadas al servicio de Cristo y los hermanos y hermanas. Son generosos con su tiempo, esfuerzo y dinero. Sin embargo, incluso en esta actividad intensa y generosa, existe un peligro: la mayor parte del trabajo febril se separa de escuchar la palabra, y se convierte en ansiedad, confusión, incluso celos y envidia. Hasta los compromisos apostólicos y los actos de gobierno, no guiados por la Palabra, se reducen a vanos ruidos y nerviosismo. A pesar de que, al parecer, uno podría estar muy ocupado en el servicio de Dios, no siempre podemos estar seguros que es una manifestación de nuestro amor por Dios. Pero cuando escuchamos a Cristo, no olvidamos el compromiso con las personas: aprendemos a hacerlo de la manera adecuada… sin agitación.
Lo que realmente nos da alegría no son tanto nuestros logros. Más bien es nuestra unión con Dios y debido a nuestra unión con Él, nos disponemos a expresar esta unión amando a nuestros semejantes. Por lo tanto, es irrelevante cuánto podemos hacer mientras lo que hagamos sea compartir el amor de Dios. Este es el caso de San Pablo en el pasaje de hoy, cuando ya tenía bastantes años, se siente profundamente feliz porque sabe que ha dedicado toda su vida a la causa del Evangelio. En él, Cristo ha continuado su obra: hacerse presente entre las personas y asegurarles su amor incondicional…
San Agustín se pregunta qué pasará cuando lleguemos al final de nuestra peregrinación, cuando ya no tengamos trabajo. A medida que envejecemos, llegará un momento en que ya no podremos trabajar. ¿Significa que nuestras vidas terminarán en la miseria porque ya no podemos servir? ¡Por supuesto que no! Cuando llegue el momento, simplemente pasaremos el resto de nuestras vidas contemplando las maravillas del amor de Dios a nosotros y su presencia.
A veces, en nuestra convivencia diaria, nos hablamos como si supiéramos de antemano lo que el otro iba a decir, sin escuchar lo que realmente está diciendo. Mientras que uno está intentando comunicarse, el otro sólo escucha a medias, al mismo tiempo que intenta pensar en la respuesta más convincente que puede dar.
Pero hospitalidad significa renunciar a una parte de mí para que el otro pueda completar el espacio creado por esa renuncia. Recibimos una nueva luz del huésped que puede cambiarnos, enriquecer nuestras vidas y abrirnos a nuevas posibilidades y formas de pensar. Al mismo tiempo, esta hospitalidad permite al otro entrar y ser sanado de sus heridas de aislamiento y soledad. Sí, la hospitalidad es una cualidad del alma, un hábito de alerta mental y emocional, una apertura mental que nos permite integrar nuestras vidas con las vidas de los demás. Es un requisito previo para la intimidad y es una característica esencial del discipulado.