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Vive y transmite el Evangelio

Maternidad y Paternidad | 18 de diciembre

By 15 diciembre, 2022No Comments
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por el p. Luis CASASUS. Presidente de las misioneras y misioneros Identes.

Roma, 18 de Diciembre, 2022 | Cuarto Domingo de Adviento.

Isaías 7:10-14; Romanos 1:1-7; Mt 1:18-24.

Es notable que Cristo, en la Cruz, gritase las palabras del Salmo 22 como una oración angustiosa: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado? …Dijo “Dios“, pero en ese momento no utilizó la palabra “Padre“.

No es casualidad. Podemos sentir en nuestro corazón la impresión del abandono de Dios, de una forma de estar distante, pero cuando ponemos en Él los ojos como Padre, nos encontramos con su mirada, con su presencia desbordante, más grande que nuestro corazón, con su mano que recoge todo nuestro llanto, todas las cosas, los amigos y los enemigos.

San José, cuya persona recuerda hoy el Evangelio, fue capaz de ser un esposo y un padre excepcional porque tuvo la experiencia de recibir un cuidado también excepcional de parte de Dios. El ángel le confirmó que la compasión que sentía por María, buscando que no fuese ajusticiada tras su aparente infidelidad, era una compasión que Dios ponía en su corazón. Y por eso, esa compasión quedó transformada en verdadera misericordia, con una luz y una fortaleza necesarias para llevar a cabo una misión nada fácil.

Había un maestro de retiros que un día se dirigió a un grupo de padres y les propuso a San José como modelo perfecto de cabeza de familia. En ese momento, uno de ellos dijo: La situación de José era totalmente diferente a la mía.  Él era un santo.  Su esposa estaba libre de pecado.  Y su hijo era el Hijo de Dios.  Yo no soy un santo.  Mi mujer no está libre de pecado y mi hijo no es el Hijo de Dios.  Sin pestañear, el maestro de retiros respondió: ¿Su hijo, cuando tenía 12 años, se fue de casa durante tres días sin que usted supiera dónde estaba?  ¿Alguna vez le despertaron en mitad de la noche y le instaron a huir ante la amenaza inminente del asesinato de su hijo inocente?  ¿Alguna vez caminó varios días y kilómetros para ir a otro país con su familia para que su hijo estuviera libre de peligro?

Sin duda, la vida de San José no fue sencilla, pero gracias a su inquebrantable fe en Dios pudo llevar a cabo una misión aparentemente imposible. San José siguió los caminos de Dios en medio de una crisis familiar. Y Dios, a través de sus palabras en las Sagradas Escrituras, nos dice que hagamos lo mismo. San José podría haber hecho caso omiso del mensaje del ángel… al fin y al cabo sólo eran sueños.

Pero él era un hombre de fe.  Debió de ver ya la mano de Dios actuando en su vida y en la de la gente que le rodeaba, lo que le hizo confiar en el mensaje de Dios.  Creyó que Dios está con nosotros.

Los mensajeros de Dios no tienen por qué ser tan espectaculares como el visitante nocturno de José para hablar con autenticidad. De hecho, como enseña la Primera Lectura, podemos resistirnos activamente a un mensaje claro que Dios nos ofrece. Dios lo enviará de todos modos. Sabremos de la llegada del mensajero cuando oigamos, o más bien sintamos: No tengas miedo. Pueden ser las palabras de un amigo o de un desconocido, un encuentro profundamente conmovedor con la belleza o un sutil pero profundo cambio en el corazón. Cuando oímos ese mensaje, oímos a Cristo invitándonos a servir a su misión de alguna manera nueva.

La fe de San José es sin duda un modelo para todos nosotros, porque los sueños que se relatan en su vida representan su atención permanente, día y noche, a los signos de la Providencia. Estos suelen ser muy sutiles, pues Dios respeta nuestra libertad, pero el Evangelio, el ejemplo de otras personas, el hambre de amor de tantos seres humanos, el bien que hemos recibido de otras personas (por pequeño que fuese) y, sobre todo, la vida de Jesús, son confirmaciones de que las Personas Divinas están a nuestro lado.

San José representa, sobre todo, el modelo de paternidad, más allá de su esfuerzo en el trabajo y su discreta y silenciosa y prudente forma de actuar. Su paternidad es mística y moral.

Como dice nuestro padre Fundador, el sufrimiento de San José, al igual que el María, están místicamente asociados al de Cristo. Por muy extraordinario que sea su caso, no debemos olvidar que es modelo para nosotros: tenemos la gracia suficiente para lograr que nuestro prójimo cumpla su verdadera misión en este mundo, que desarrolle al máximo su compasión natural, por raquítica que parezca. No puedo olvidar que esto depende de mí, de mi modesto testimonio. Al igual que ocurrió a San José, esto nos parece una misión imposible, más allá de nuestra poca fe. Esto es ser co-redentores con Cristo.

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Siempre hablamos de San José como un hombre de fe, pero su vida nos brinda la oportunidad de recordar que la obediencia es la fe puesta en práctica. Cuando me doy cuenta de que Dios me dice que haga algo, Dios espera que lo haga ahora. No que lo piense. Sin acción, nuestra fe no es real. Tenemos que obedecer rápidamente, incluso cuando no entendamos del todo por qué, porque hemos visto el amor de Dios manifestado por nosotros en Jesús, y hemos visto la protección que Dios nos brinda cuando le obedecemos: Me apresuré, y no tardé en guardar tus mandamientos (Salmo 119:60).

A Dios le interesan nuestra fe y nuestra obediencia, no sólo nuestras buenas intenciones. La obediencia es fe en acción.

Muchos religiosos y religiosas (tal vez yo soy uno de ellos) son incapaces de comprender que Dios se manifiesta a través de sus superiores. Estos superiores pueden ser en ocasiones poco sensibles o no especialmente inteligentes, pero a veces nos limitamos a observar estas deficiencias y no reflexionar en qué nos quiere decir el Espíritu Santo al ponernos junto a esa persona que nos hace una indicación.

Sin embargo, mirando más a fondo, vemos que generalmente la desobediencia se origina en el apego a nuestros juicios y a nuestros deseos, pero nos resulta difícil reconocerlo. Sólo las almas realmente agradecidas a Dios y a los demás y dispuestas a abrirse a la verdad (volver a leer las dos condiciones, por favor), son capaces de obedecer y a poner en práctica, en actividad, la fe ¿Recordamos la parábola de los dos hijos a los que el padre pide ir a trabajar al campo? (Mt 21,28-32).

He aquí una historia real de un rey santo, modelo de obediencia, al estilo de San José:

En cierta ocasión, el rey Enrique III de Baviera, que vivió en el siglo XI, en un momento de su vida, se cansó de sus deberes y responsabilidades reales, y sintió que Dios le llamaba a vivir una vida más sencilla y espiritual. Así que presentó una solicitud a un conocido Abad para entrar en su monasterio, con la esperanza de convertirse en un monje contemplativo. Su deseo era liberarse por fin de todas las distracciones mundanas y centrarse en Dios y en su vida espiritual.

El Abad del monasterio le dijo: “Su majestad, ¿comprende que uno de los votos aquí es el de obediencia? Eso será difícil para usted porque ha sido rey y está acostumbrado a dar y no a recibir órdenes“. El rey Enrique respondió: “Sí lo entiendo, y le prometo que durante el resto de mi vida le seré obediente pues Cristo le guía a usted“. El Abad respondió: “Bien, entonces le diré lo que debe hacer. Vuelva a su trono y sirva fiel y generosamente en el lugar donde Dios le ha puesto“. Y el rey Enrique III se convirtió en un rey muy bueno y santo. Es el patrón de los que no tienen hijos, de los duques, de los discapacitados y de los rechazados por las órdenes religiosas.

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Cuando hablamos de maternidad y paternidad, especialmente en el caso de María y José, pero también en la vida del auténtico apóstol, nos referimos literalmente a dar la vida. No se trata simplemente de apelativos cariñosos; la vida mística, la relación íntima con las personas divinas, precisa un origen encarnado en una persona; es más, en nuestra vida espiritual volvemos a nacer varias, muchas veces, y siempre es con la intervención directa o indirecta de almas que ejercen auténtica paternidad y maternidad con nosotros.

Si nuestro padre Fundador llama a María Madre de la Vida Mística, es porque su intervención en nuestro camino espiritual es darnos el consuelo que quizás no merecemos y la confianza que sólo una madre o un padre pueden dar a un hijo. Verdaderamente, cuando contemplamos su paciencia, su ternura y su obediencia a Dios a través del Niño Jesús, nos hacen renacer, plantearnos toda nuestra vida espiritual y perder el miedo a ser inocentes, humildes, confiados.

El amor de un buen padre, de una buena madre, tanto si hablamos de la paternidad y la maternidad naturales, pero sobre todo espirituales, tiene una gran virtud: nos impulsa a ser padres o madres. Es un verdadero contagio, un deseo difícil de evitar, aunque lo quisiéramos reprimir, de ser padres o madres.

Puede suceder, por supuesto, que, si de jóvenes conocemos a un excelente médico, sintamos el deseo de seguir esta profesión, incluso que se convierta en una forma de vida. Pero sólo la maternidad o la paternidad son capaces de hacernos desplegar y liberar todo el amor que Dios ha puesto en nosotros, todo el perdón incondicional que brota como lava de un volcán.

Es más, sólo quien vive el amor de un padre o una madre es capaz de dirigir su afecto y su ternura a CUALQUIER ser humano, lo que puede parecer una paradoja. En efecto, podría pensarse que el padre y la madre quieren a sus hijos de forma irrepetible, pero por alguna buena razón llama Padre a Dios y reconoce que el más insignificante de sus hijos está llamado a recibir un amor como Él mismo lo recibió. Cristo tiene una verdadera necesidad de compartir su alegría, su gozo de ser hijo: He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10).

 

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