
Evangelio según San Lucas 13,1-9:
En aquel tiempo, llegaron algunos que contaron a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo».
Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?’. Pero él le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas’».
Padre misericordioso, y Viñador incansable
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 23 de Marzo, 2025 | Domingo III de Cuaresma.
Éx 3: 1-8a.13-15; 1Cor 10: 1-6.10-12; Lc 13: 1-9
En el evangelio de hoy, Jesús es informado sobre un trágico suceso. Un despiadado asesinato de algunos galileos por parte de los soldados de Pilato mientras estaban en medio de sus sacrificios en el templo. Las víctimas eran probablemente agitadores políticos.
El otro lo rememora el propio Cristo; fue el accidente de trabajo que ocurrió cerca del templo durante la construcción de un acueducto. Al parecer, era un proyecto odiado por los judíos porque Pilato robó fondos del templo para financiarlo. Así que, sin duda, concluyeron que estas personas eran grandes pecadores por haber sufrido tal desgracia y Dios los castigó.
Pero, incluso a los judíos del Antiguo Testamento les resultaba difícil aceptar la creencia común de que las tragedias provienen de Dios. Veían a personas malvadas que prosperaban y a personas buenas que sufrían todo tipo de aflicciones. Todos conocemos pecadores públicos que disfrutan al máximo de todo lo que la vida tiene para ofrecer. O, por el contrario, conocían el caso de Jacob, que era un hombre bueno pero que sufrió y se enfrentó a innumerables tragedias en su vida.
En lugar de culpar a alguien o a algo, el Maestro convierte inmediatamente todo esto en una ocasión para llamar a su audiencia a una reflexión más profunda. La cuestión esencial no es la culpa de Pilato o de esas víctimas, sino la lección que cada uno de nosotros debe aprender cuando somos testigos de una tragedia y experimentamos la fragilidad de la vida humana.
Entonces ¿Por qué concluye Cristo diciendo: Si ustedes no se arrepienten, todos perecerán como ellos? No se trata de la amenaza de un castigo divino. Nos está advirtiendo de que, al dejarnos llevar por nuestras pequeñas o grandes ambiciones, tarde o temprano nos daremos cuenta de que estamos perdiendo o hemos perdido la vida. En ocasiones, será la muerte la encargada de hacernos comprender (como a los revolucionarios galileos) la inutilidad de nuestros afanes; otras veces, el daño que hacemos a los demás (como Pilato) sacará a la luz la miseria de nuestras pretensiones personales, que llevan a la esterilidad o al daño del prójimo, como los 18 trabajadores que murieron aplastados.
La muerte, la impotencia y el dolor alcanzan antes o después a todos, pero lo verdaderamente duro e irreversible es el resultado de nuestra arrogancia. Y nadie estamos libres de ello, ni cuando nos sentimos fuertes y generosos.
Durante la Guerra Civil estadounidense, el heroico general Sedgwick estaba inspeccionando a sus tropas durante una difícil batalla. Había un banco de arena que las tropas habían construido para protegerse del fuego enemigo, pero el general siguió caminando con la cabeza alta sobre ese banco protector, que dominaba la posición enemiga. Sus oficiales le sugirieron que eso no era seguro y que debería agacharse al atravesar el banco de arena. ¡Tonterías! respondió el general. No podrían darle a un elefante a esta distancia. Nada más terminar la frase, cayó al suelo, herido de muerte por la bala de un tirador de élite enemigo.
No es fácil exagerar sobre el poder y la prevalencia de la auto-confianza en nosotros, en todos los seres humanos. En una encuesta que se realizó en varias ocasiones, se vio que el 90 de los conductores se considera mejor que la media de todos los automovilistas… algo falla en las matemáticas… o en la percepción de nosotros mismos. Varios psicólogos han calificado el exceso de confianza –o prepotencia– como el más poderoso de los prejuicios cognitivos. Así termina San Pablo en la Segunda Lectura de hoy: Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga.
La auto-confianza excesiva en asuntos espirituales es aún más trágica. En la Segunda Lectura, SnPablo nos da una pista de lo que nos puede suceder, poniendo el ejemplo del pueblo de Israel. Dice así: todos los israelitas creyeron en Moisés y lo siguieron. Cruzaron el Mar Rojo, estuvieron bajo la nube, comieron maná y bebieron el agua que brotó de la roca; pero, debido a su infidelidad, ninguno de ellos entró en la Tierra Prometida.
También el fiel e impetuoso Moisés, seguro de ser un justiciero, mató a un egipcio con la supuesta intención de ayudar a un hebreo. Por eso, precisamente, estaba en el desierto de Sinaí (Ex 2:11-15). Aun así, recibió el perdón de Yahvé, esa forma de perdonar que no es como lo hacemos nosotros: puso en sus manos una misión de alta responsabilidad: liberar al pueblo judío de la esclavitud.
Esa misión la podemos ver con la misma claridad que Moisés contempló la zarza ardiendo, con la misma certeza que el Buen Samaritano sintió que no podía abandonar a la víctima de los salteadores.
Como Moisés fue obligado a quitarse las sandalias, como signo de respeto y veneración ante la presencia de Dios, tú y yo también la hemos de acoger con gratitud y atenta obediencia: Tu palabra en mi corazón se convierte en un fuego que arde en lo más profundo de mis huesos. Me esfuerzo por contenerla, pero no puedo (Jer 20:9).
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Podemos aprender de la antigua frase latina Memento mori (“Recuerda que has de morir”), que fue utilizada por los filósofos estoicos para vivir con más plenitud el momento presente y también por numerosos santos, como San Ignacio de Loyola, a manera de recordatorio para no alejarse de Dios. Así dice el Eclesiástico (7: 36) En todo lo que hagas, recuerda el final de tu vida, y entonces nunca pecarás.
Por supuesto, Cristo quiere llevarnos todavía más lejos cuando en el Evangelio de hoy habla de la higuera que no da fruto a su tiempo. Nos recuerda la misericordia divina para que en cada uno de nosotros se cumpla lo que le sucedió a Moisés: Recibimos una misión única, para este momento y que nadie más tiene que realizar.
Puedo decir que la falta más frecuente (y más triste) en mi Recogimiento es suponer que en este instante Dios no espera nada de mí.
Si de verdad confío en que la Providencia me pide ahora mismo algo, no necesito entonces luchar contra mi falta de autoestima ni contra mi prepotencia. No se trata de un término medio entre las dos, sino de la consciencia de que el dueño de la viña está a mi lado, me pide un gesto de misericordia. Puede ser dar las gracias, perdonar, escuchar… El Papa Francisco lo expresa de una manera expresiva y enérgica en Evangelii Gaudium:
La misión en el corazón de las personas no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar.
Además de lo que acabamos de decir, es cierto que nuestro tiempo es limitado y que, aún con la misericordia y el perdón divinos, nos puede suceder como al ladrón que estaba junto a Cristo, que se dio cuenta demasiado tarde del vacío de su vida.
Con la analogía de la higuera, Cristo utiliza una imagen tradicional del Antiguo Testamento. Esta planta que, dos veces al año, en primavera y otoño, da frutos muy dulces. En la antigüedad, era el símbolo de la prosperidad y la paz. En el desierto del Sinaí, los israelitas soñaban con una tierra con abundantes fuentes de agua, campos de trigo, vides e higueras….
La enseñanza de la parábola es clara: de aquellos que han escuchado el mensaje del Evangelio, Dios espera frutos deliciosos y abundantes. No quiere prácticas religiosas exteriores, no se contenta con las apariencias (en primavera, la higuera da frutos incluso antes que las hojas), sino que busca obras de amor.
La paciencia de “tres años” del viñador es el símbolo de los tres años de ministerio de Cristo en Israel. Y la prórroga de “otro año” es la lucha final de Cristo en la cruz cuando entró en Jerusalén para morir, simbolizada por la excavación y el abono del árbol. Debido a la muerte de Cristo, tenemos siempre otra oportunidad, concedida una y otra vez a través del Espíritu Santo. La paciencia de Dios es inconmensurable, pero también llegará el momento del juicio final: “entonces podrán cortar esa higuera”. Este es un llamado urgente al arrepentimiento.
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En una ocasión, un pastor protestante relataba la siguiente historia de un amigo suyo;
Se trataba de un comerciante que era un fiel y observante cristiano, el cual solía ser visitado por un representante que le vendía algunos artículos para su tienda. Este comerciante tuvo cierto día este soliloquio:
He tratado con esta persona por espacio de diez años y apenas ha pasado un día sin que nos veamos. Él me ha traído su mercadería y yo le he pagado su importe; pero nunca he procurado hacerle algún bien. Creo que este proceder no es correcto. La Providencia lo ha puesto en mi camino y yo debo, por lo menos, preguntarle si conoce a Cristo.
Pero, la próxima vez que vino ese representante, el ánimo de este buen comerciante decayó y no creyó oportuno empezar una conversación espiritual. El representante no volvió más: el próximo lote de mercaderías lo llevó su hijo.
¿Qué pasó? le dijo el comerciante.
Papá ha muerto, le respondió el muchacho.
Ese comerciante, buen amigo del pastor, le dijo poco después: Nunca pude perdonarme a mí mismo. Ese día no pude quedarme en la tienda; sentí que era responsable de la sangre de aquel hombre. No había pensado en eso antes. ¿Cómo puedo librarme de esa culpa cuando pienso que mi necia timidez me cerró la boca?
No olvidemos la historia de la higuera, que es una invitación a considerar la Cuaresma como un tiempo de gracia, como un nuevo año de gracia que se concede a ese árbol, a cada uno de nosotros, para que demos fruto.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente