Skip to main content
Vive y transmite el Evangelio

Un apóstol involuntario | Evangelio del 11 de febrero

By 7 febrero, 2024febrero 9th, 2024No Comments
Print Friendly, PDF & Email


Evangelio según San Marcos 1,40-45:

En aquel tiempo, se acerca a Jesús un leproso suplicándole, y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio». Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio». Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a Él de todas partes.

Un apóstol involuntario

Luis Casasús, presidente de las misioneras y los misioneros Identes

Roma, 11 de febrero de 2024 | VI domingo del tiempo ordinario

Lv 13: 1-2.45-46; 1Cor 10: 31 - 11,1; Mc 1: 40-45

La lepra se manifestaba por medio de una erupción rugosa en la piel. Era la marca maldita de la muerte que le impedía participar en la vida social y religiosa del pueblo judío. Además del dolor físico de la enfermedad, el leproso tenía que padecer la exclusión social, hasta de los más queridos –no podía aproximarse ni tocar a nadie–, y ser considerado impuro y maldito de Dios. Despreciado por todos, ya nada tenía sentido para él. Su única meta era malvivir y esperar la muerte.

Parece difícil de entender que Jesús curase a ese leproso; uno más entre los miles que deambulaban por el país con esa enfermedad, y con otras que también eran devastadoras para todas las dimensiones del ser humano.

¿Por qué curó a ese leproso? ¿Por qué lo hizo, si sabía que no respetaría su indicación rigurosa de no decir nada a nadie? ¿Por qué permitió que la previsible imprudencia del enfermo estropease sus planes de predicar en las ciudades?

En efecto, unas veces, su personalidad de Mesías era mal interpretada, pues esperaban de Él una liberación política y militar. Ahora, corría el riesgo de aparecer como un obrador de prodigios, algo parecido a los magos y brujos de tantas culturas.

Pero Cristo se somete a la forma suprema del amor: la misericordia. Como dice el texto evangélico, “se compadeció de él”. La compasión no significa que podamos arreglar todos los males, todas las dificultades del prójimo. Más bien se trata de que, con nuestra humilde presencia, puedan sentir la compasión de Dios. Hay más: tengo que vivir esta compasión en medio de mis propios agobios, de mis contrariedades.

Fue precisamente así como vivió un héroe francés de nuestro tiempo, Raoul Follereau (1903-1977), escritor, jurista y filósofo católico. En 1935, estando en África como periodista enviado especial, tuvo contacto por vez primera con la terrible realidad de la lepra, cuando el jeep en que viajaba tuvo que detenerse junto a un estanque y vio surgir del bosque un grupo de leprosos severamente mutilados y desesperados por conseguir alimento.

Cuando regresa a su país, en medio de la II Guerra Mundial, se dedica a dar conferencias por toda Francia para conseguir fondos y ayudar a los leprosos de Costa de Marfil y, después, de todo el mundo, para lo cual se atrevió a pedir “el costo de un día de guerra, para la paz” a las grandes potencias. Si bien los poderosos no quisieron responder, obtuvo millones de pequeñas ayudas y logró construir hospitales y medios para los enfermos de lepra y para las víctimas de las calamidades de la guerra.

Este recuerdo de Follereau no es para hablar de la lepra, sino para dar un ejemplo de alguien que trató de hacer como Cristo. En un momento no apropiado y tan dramático como la Guerra Mundial, se dejó arrastrar por la misericordia y, aunque ayudó mucho a los leprosos, sobre todo encendió en muchas personas la compasión y la sensibilidad por los que sufren.

La compasión desbarata y desarticula nuestros mejores planes, es más fuerte que cualquiera de nuestros proyectos. Jesús, que deseaba ser respetuoso con la Ley, se ve impulsado a tocar al leproso, lo cual estaba estrictamente prohibido.

Además, si queremos vivir esa compasión en nombre de Cristo, la diferencia está en que HEMOS DE PONER TODA NUESTRA VIDA en cada pequeño acto de generosidad, lo cual está expresado en el Evangelio de Santa Mateo 22, 37: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Esto no significa que debemos hacer un gran esfuerzo físico y mental, sino que nuestro corazón, nuestra mente y nuestra alma, no pueden estar en otro lugar.

La compasión, vivida de otra forma, se parece más a un instinto, que nos asemeja a los animales y nos hace ser compasivos solo con los que son como nosotros, con los que nos tratan bien. Sí; al vivir la compasión mundana, mi corazón sigue estando “en mí”, en la intención de sentirme bien, de tener una relación cómoda con los demás, de ganar su aprecio.

—ooOoo—

A pesar de que el la práctica lo olvidamos, sabemos bien que los leprosos del Evangelio representan esos seres humanos de todos los tiempos en los que nadie ve futuro… ni tampoco ellos mismos. Por ejemplo, las personas de carácter difícil o los jóvenes abiertamente rebeldes o los que no tienen muchos talentos. A veces nos acercamos a ellos unas pocas veces y enseguida nuestra raquítica compasión se marchita.

Una de los mecanismos (llamémosle así) que nos llevan al abandono es la impaciencia, la incapacidad de afrontar la adversidad de forma serena. Suele decirse que la impaciencia es la falta de paciencia, sin embargo, esta definición es un poco superficial, basada en la etimología de la palabra: impaciencia = im-paciencia = ausencia de paciencia.

Todos tenemos alguna forma de impaciencia; es algo tan universal que un autor, con ironía, dijo que lo normal en los seres humanos es la impaciencia, que es un proceso mental y físico que se desencadena en circunstancias específicas, y que lleva a tipos específicos de acciones, como a cambiar de planes precipitadamente, a la distracción, al abandono de personas, incluso a actos violentos.

La impaciencia es algo que todos (también tú y yo) demostramos en ocasiones, podríamos decir que lo llevamos dentro. La paciencia es más bien…la falta de impaciencia, que es imposible de vivir plenamente en todas las circunstancias.

Sin embargo, más allá de nuestro esfuerzo de mente y corazón para ser pacientes, leamos atentamente lo que nos dice hoy San Pablo, una persona que tenía muchos de los atributos que asociamos al genio: era rápido, profundamente perspicaz, muy intelectual, e…impaciente. Por ejemplo, no se daba cuenta de que los demás no podían seguir su ritmo. Pero este apóstol nos da la solución espiritual, profundamente evangélica, para vivir una auténtica paciencia dentro de las múltiples actividades y contratiempos de nuestra existencia: Procuro dar gusto a todos en todo, sin buscar mi propio interés, sino el de los demás, para que se salven.

Esa es la idea clave, la motivación que ha de marcar el rumbo de la persona paciente: Salvar al prójimo. Se convertirá cuando Dios quiera; cambiará cuando llegue el momento, que puede ser al mismo tiempo que fallezca; pero se llevará a la puerta del cielo la misericordia y el perdón que ha recibido de la persona paciente. No olvidemos que, cuando Judas Iscariote traiciona y entrega a Cristo, éste le llama amigo; palabra que encierra el perdón, el deseo de no abandonarle, que quizás desencadenó su llanto, más allá de la muerte, delante de Dios Padre.

En la Segunda Lectura, San Pablo está tan seguro de que buscar la salvación de todos (no solo que estén contentos) es la forma adecuada de seguir a Cristo, que termina su discurso poniéndose él mismo como modelo para los frecuentemente depravados Corintios.

Unas preguntas que hoy puedo hacerme son: ¿A quién considero incurable? Dadas las experiencias negativas ¿A quién creo que no merece la pena acercarse?

Y no olvidemos que, lo más importante no es pretender cambiar con nuestra minúscula virtud la vida del leproso, de la persona difícil, sino que, al acercarnos a ella, somos nosotros los que cambiaremos. Así le ocurrió, como es bien sabido, a San Francisco de Asís, cuya vida dio un giro total… al atreverse a abrazar a un leproso.

—ooOoo—

A pesar de la flagrante e imprudente desobedecía del leproso, que relató a todo el mundo lo que le había sucedido, a Cristo no se ocurrió castigarlo, como quizá hubiéramos hecho nosotros… devolviendo la lepra a su cuerpo. Nada parecido. Este leproso, también actuó como decía San Pablo, proclamando el Evangelio oportuna e inoportunamente, aunque nuestra inclinación inmediata sea condenar su inoportuna forma de hacerlo.

Se oye a algunos religiosos dar consejos para que las almas que dirigen se dediquen a cuidar de la vida espiritual de otros. Se esfuerzan en darles pistas para que así lo hagan, incluso por medio de la participación en actividades cuidadosamente programadas. Les animan haciéndoles ver la situación deplorable de tantas almas… Todo eso es positivo y más que necesario; pero si esa persona que dice haberse consagrado a Dios, ese religioso que íntimamente considera su vida “aceptable”, no ha tenido la experiencia del leproso de hoy o –peor aún- no se ha dado cuenta de toda la misericordia que ha recibido… todo es inútil. Nunca será un apóstol, nunca nadie verá en él la presencia de Dios.

Las personas como este leproso son los verdaderos testigos del Evangelio, como San Pablo y como el hombre poseído por demonios que acabó primero en los cerdos y luego en el mar (Mc 5, 19-20).

De hecho, en otro momento, Jesús dice a los enviados del Bautista: Vuelvan e informen a Juan de lo que han oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y la buena nueva llega a los pobres (Mt 11,5). La curación de un leproso era, pues, mucho más que un gesto prodigioso. Era la prueba de que el Mesías había llegado al mundo. Y eso es muy difícil y poco natural guardarlo para uno mismo.

Al contrario de lo que pensaban los fariseos, no era la oscuridad la que entra en la luz, sino que la luz la que borra la oscuridad. La caricia de Cristo representa muchos gestos que nosotros podemos hacer. No todos nosotros vamos a estar rodeados de leprosos que, aunque aún sean muchos en el mundo, no son una mayoría. Pero la mayor parte de nosotros hacemos malas elecciones, todos somos pecadores, casi siempre estamos ciegos a nuestros defectos… ¿nos ignoraremos o nos devoraremos mutuamente por padecer esas formas de lepra del alma?

El leproso sabía, en su ignorancia, que Jesús podía ser su salvación. Muchas personas no bautizadas, o simplemente alejadas de una vida plena, tienen esta intuición. Pero el Maestro -como le llama el afortunado enfermo- responde simplemente: Sí, quiero. Queda limpio. Hoy, como entonces, de mil maneras distintas, a pesar de las apariencias y las estadísticas, conscientemente o no, a través de los discípulos honrados, sigue ocurriendo lo que afirma el texto evangélico: La gente acude a Él de todas partes.

Cristo sabía moverse entre gente impura, publicanos corruptos, ¿nos ignoramos o nos devoramos por padecer estas formas de lepra del alma?

_______________________________

En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis Casasús

Presidente