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Un camino en el desierto, no una calle de ciudad | Evangelio del 10 de diciembre

By 6 diciembre, 2023No Comments
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Evangelio según San Marcos 1,1-8

Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas».
Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.

Juan llevaba un vestido de piel de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo».

Un camino en el desierto, no una calle de ciudad

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 10 de Diciembre, 2023 | Segundo Domingo de Adviento

Is 40:1-5.9-11; 2Pe 3: 8-14; Mc 1:1-8

Comienza el Evangelio de San Marcos con la llegada de San Juan Bautista. Una persona discreta y austera, pero que pronto llamó la atención de muchos, y acudía a él toda la región de Judea, y toda la gente de Jerusalén. Tal vez la primera lección que podemos aprender del Bautista es lo que significa su vestido de piel de camello y su alimento de miel y langostas del desierto. Hay autores que dicen que fueron varios años el tiempo que pasó Juan en el yermo. Son signos de distancia del mundo, igual que el haber elegido el desierto para comenzar su misión, para dejar claro que no tenía otros intereses. Eso le dio una autoridad moral inesperada, dada su juventud, que luego fue confirmada por Cristo, cuando dijo que no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista.

La “alternativa” más frecuente a esa vida ascética extrema de Juan no es la depravación, sino la mediocridad, como la llama el Papa Francisco, esa arena movediza, capaz de arrastrarnos adonde no imaginábamos. Sí; es cierto que, después de entrar en la mediocridad, suele llegarse a la auténtica perversión. Ese es el caso de los abusadores sexuales y de los que abusan de su autoridad, pero también de cualquiera de nosotros que permite “pequeñas concesiones” o indulgencias en su vida.

Esas concesiones refuerzan nuestra insensibilidad, y nos acaba sucediendo como a otras dos personas que estaban en el desierto, un sacerdote y un levita, y no atendieron a la víctima que había sido asaltada. Ningún malestar personal, nada de escrúpulos, ningún remordimiento o vergüenza, ningún arrepentimiento y confesión. Poco a poco, habían aprendido a neutralizar y desactivar su compasión, como dice Amedeo Cencini.

Hasta el corrupto y temible Tetrarca Herodes temblaba, creyendo que Jesús era el Bautista resucitado (Mt 14). Pero Juan no había dudado en decirle frente a frente el escándalo que estaba dando al cohabitar con su cuñada. Tampoco dudó en enviar a sus discípulos a Cristo, ni en insistir que él no era digno de inclinarse a desatar las sandalias del Maestro. Desde luego, es difícil imaginar un desprendimiento y un desapego mayores que los de Juan. Tú y yo podemos hablar muchas horas y escribir abundantes páginas sobre el necesario desapego del mundo, pero, si llega a ser auténtico y visible en nuestras vidas, tiene la fuerza de iluminar el camino hacia Cristo.

Sin embargo, siempre queremos reservarnos algo, ambicionamos tocar lo antes posible el fruto de nuestra supuesta generosidad. Nos sucede como el monje de la historia que suelen contar los budistas:

Un joven y entusiasta monje, estaba decidido a alcanzar (para sí mismo) la iluminación. Rebosante de entusiasmo, se acercó al maestro. Maestro, si medito 5 horas al día, ¿cuánto tardaré en alcanzar la iluminación? El maestro respondió: 10 años. Pensando que esto era esperar demasiado, el estudiante preguntó entonces: ¿Cuánto tardaré si medito 10 horas al día? El maestro respondió: Veinte años.

Es el instinto de felicidad, que esclaviza nuestra alma y nuestro espíritu. San Juan Bautista aceptó seguir el camino de la verdadera felicidad, la misma que sintió Jesús cuando exclamó: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así fue de Tu agrado (Mt 11: 25-26). Es la misma alegría que el propio San Juan experimentó en la cárcel, cuando observó cómo sus discípulos iban creciendo en la fe.

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De San Juan podemos aprender los dos elementos con que está hecho ese camino a la felicidad: Un desprendimiento total, continuo y una mirada maternal/paternal al prójimo. Eso es precisamente lo que se ve en una buena madre o en un buen padre de familia.

Desde luego, Juan comienza hablando de la conversión… y Cristo hace lo mismo. Algunos de nosotros podemos pensar que en algunos momentos NO necesitamos una conversión, sólo cuando cometemos un error lamentable o hacemos un “daño visible” a los demás. Seguramente, porque confundimos la conversión con el “no cometer pecados” y no terminamos de creer que se nos pide despegarnos de todo lo que el pecado tiene ligado a él: la mentalidad mundana, el continuo deseo de la comodidad, la exigencia siempre de un mejor momento, mejores medios, mejores hermanos para hacer el bien. No olvidemos que el propio Cristo pidió ser bautizado, pues humildemente quiso mostrar que acogía todos los medios entonces conocidos para vivir separado del espíritu mundano.

Esta conversión no es un fin en sí misma, sino que va seguida de una mirada atenta, de la contemplación del reino de los cielos, con sus tareas personales y compartidas. Es más, como el Papa Francisco ha recordado en varias ocasiones, esta conversión es una gracia que tenemos que acoger, algo que nos resulta imposible vivir con nuestras fuerzas. Es lo que la Primera Lectura invita a construir: NO un camino que nos lleve a Dios, sino un camino que le permita a Él llegar a nosotros.

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Y ahora viene la experiencia de cada día, de lo que sucede en mi corazón, en el corazón del prójimo, en el mundo: La realidad parece desmentir rotundamente la esperanza de que hablamos en Adviento, igual que parecía contradecir a quienes esperaban la llegada del Mesías durante decenios. Pero la Segunda Lectura nos advierte: Para el Señor, un día es como mil años y mil años, como un día.

La medida del tiempo es diferente para el reino de los cielos. Recordemos un momento histórico en la vida de un diplomático y poeta francés, para comprenderlo mejor:

El día de Navidad de 1886 Paul Claudel entró por curiosidad en la catedral de Notre Dame de París. Al oír cantar el Magnificat, tuvo la desgarradora experiencia de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, y exclamó: ¡Sí, es verdad, es realmente verdad! Dios existe. Está aquí. ¡Es alguien, un ser personal como yo! Me ama. Me está llamando. Más tarde escribió sobre este acontecimiento: En un instante mi corazón fue tocado y creí.

Fue un momento que marcó una frontera en su vida, que a partir de ese día tomó a Cristo como centro. Pero no necesariamente ocurre siempre de forma tan llamativa; de todas formas, cada encuentro con Cristo supone un verdadero inicio, un cambio en nuestra vida que permanece para siempre, que no se desvanece. No es necesario (ni posible) que estemos pensando en Él todo el día. Lo importante es que cuando lo sintamos al lado, como hizo Claudel, tomemos una decisión, una determinación que signifique una conversión, una nueva forma de mirar mi alma y sobre todo de mirar a los demás.

Esto ha sucedido y sucede a muchas personas fieles que, tras una confesión, una palabra, un accidente, un momento de oración en silencio, un diálogo… notan que Cristo se ofrece para convertirles. No hace falta sentirse capaz de cambiar el mundo, ni siquiera un barrio o unos vecinos; simplemente, demostrar con nuestro testimonio que otra forma de vivir es posible. Cristo demuestra que es así, siempre, para todos, cuando le vemos mezclándose con las personas más odiadas y conocidas por sus pecados públicos o sus creencias paganas: publicanos, prostitutas, samaritanos…

Si en cualquier momento siento la presencia de Cristo en mi vida, lo que he de preguntarme es: ¿Qué me quiere decir? ¿Adónde me quiere llevar?

Efectivamente, esa es la actitud evangélica. Es muy iluminador lo que dice la Segunda Lectura: No es que el Señor se tarde, como algunos suponen, en cumplir su promesa, sino que les tiene a ustedes mucha paciencia, pues no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan. Es decir, ocurre exactamente lo contrario a lo que pensamos: No es Dios, sino somos tú y yo los que somos demasiado lentos, los que tardamos en aprender de lo que ocurre dentro y fuera de nosotros. Recordemos cuántas veces Jesús se lamenta de la lentitud y premiosidad de sus discípulos a la hora de comprender y aprender.

Esta constante del crecimiento lento de los discípulos se ilustra en Mc 8: 22-26, cuando Jesús cura a un ciego. A diferencia de la mayoría de los demás milagros de Jesús, este hombre no queda completamente curado la primera vez que Jesús le toca. La primera vez, ve “hombres que caminan como árboles“. Sus ojos quedan curados, pero no del todo. Jesús debe acercarse de nuevo a él y sanarle aún más.

Esta es una imagen de nuestra vida de discípulos. Cristo ha de venir a nosotros, pobres y torpes discípulos, muchas, muchas veces. De hecho, Él ha de venir a nosotros cada día y a cada momento. Por tanto, no debemos desanimarnos si parecemos lentos de entendederas y duros de corazón: ésta es la condición normal del discípulo. La buena noticia, por supuesto, es que tenemos el resto de nuestras vidas para observar la virtud y la inocencia del prójimo, para sentir el susurro del Espíritu Santo, para sacar conclusiones sobre la vanidad del mundo.

El texto evangélico de hoy, el libro escrito por Marcos, comienza así: Principio del evangelio de Jesucristo el Mesías, Hijo de Dios. Para muchos de nosotros, los evangelios no son más que los cuatro libros en los que se narraron los acontecimientos de la vida de Jesús. Sin embargo, el uso de llamar “evangelios” a estos textos se introdujo varias décadas después de que fueran escritos. Antes este término no indicaba un libro, sino simplemente una buena noticia, traída por un mensajero. La proclamación de la victoria, los acontecimientos afortunados, los acuerdos de paz y, sobre todo, las noticias sobre el nacimiento, la vida, los hechos gloriosos del emperador romano eran “evangelios”, buena nueva, porque despertaban esperanzas de bienestar, salud, paz. Quien oía hablar de ellos se estremecía de alegría.

Al utilizar el término “evangelio”, Marcos pretende decir a sus lectores: los evangelios de los emperadores traicionaron las expectativas. La alegre noticia que no defrauda es otra: es Jesús, el ungido por el Señor, Hijo de Dios. La llegada de San Juan Bautista es un signo espléndido de la buena noticia, del reino de los cielos. Los poderosos no lo vieron así, no dejaron su palacio para ir al desierto.

Ojalá no nos ocurra como a ellos y cada día, ante cualquier signo que Dios pone en nuestro camino, pensemos: Él está aquí, otra vez, y quiere hablarme. Hoy voy a renovar mi bautismo, mis promesas. Voy a vivir como quien realmente soy, según mi naturaleza, sin los montes y los valles que continuamente han obstaculizado mi camino.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente