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Vive y transmite el Evangelio

¿Cuál es tu excusa?

By 13 octubre, 2017No Comments
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Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 15-10-2017, XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (Libro de Isaías 25:6-10a; Filipenses 4:12-14.19-20; Mateo 22:1-14)

El cielo entra en nuestra vida gradualmente cuando vamos compartiendo más y más nuestra existencia con Dios y con el prójimo. Por eso el Reino de los cielos se suele comparar a un banquete. Es una metáfora muy apropiada que representa la invitación de nuestro Padre celestial a la comunión con nuestros semejantes y a la filiación con Él. Vivir una vida en comunión con los demás sólo es posible cuando estamos en Dios y Dios con nosotros.

En la primera lectura, Isaías también describe con la imagen de un banquete las bendiciones divinas que traerá el Reino del Mesías. Se refiere al gran banquete que Dios prepara para su pueblo, y así se describe la visión profética de la universalidad de la Salvación.

La verdadera Salvación supone al mismo tiempo libertad y plenitud, con una paz que el mundo no nos puede dar.

Cuando Pablo escribe a los Filipenses lo hace desde la prisión y, sin embargo, da muestras de un gozo y una paz sorprendentes, sobre todo cuando sabemos que estaba esperando la sentencia. Realmente no era una persona deshecha o desesperada. Por el contrario, había vencido todos los miedos de su vida. Realmente había trascendido todas las vicisitudes que le acosaban. Vivía en unión con Dios y la vida del mismo Dios.

Cuando ya no somos esclavos de nuestras pasiones y de las circunstancias de la vida, cuando las desgracias no nos derrumban ni destruyen la paz de nuestra alma, cuando encontramos el gozo, entonces sabemos que vivimos el cielo en la tierra: libres del miedo, del orgullo, de la ansiedad, especialmente del miedo a la muerte. Eso es estar en paz y en las manos de Dios.

El alimento aparece en las tres lecturas de hoy como una imagen de la generosidad divina y de su presencia en medio de sus hijos. Necesitamos urgentemente una respuesta a nuestra aspiración más profunda: entregar nuestras vidas a los demás. Hemos sido creados de esa forma, esa es nuestra naturaleza, más allá de nuestros pecados y nuestras flaquezas. Y sólo podemos saciar esta hambre con una auténtica cercanía a Cristo. Esto es una verdad universal y antropológica:

Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual (Gaudium et Spes).

En palabras de nuestro padre Fundador:

La sed de Absoluto, la vocación a la trascendencia, la apertura al infinito, son experiencias que, de uno u otro modo, no dejan de acuciar en todo momento al ser humano. A todos nos sobrecogen. Nadie hay que pueda afirmar, sinceramente, que no entiende estas expresiones. Y si las entiende, es que algo de experiencia tiene de ellas (Concepción Mística de la Antropología).

Por tanto, podemos pensar en la Salvación con confianza, incluso si no comprendemos cómo actúa el Espíritu Santo.

Pero, irónicamente, el ser humano no quiere vivir esta relación como una gracia. Cuando Cristo dijo esta parábola se dirigía a los judíos, especialmente a los líderes religiosos. Ellos pretendían ser justos ante Dios por sus propios méritos. Daban prioridad al valor de las buenas obras.

Esta Salvación precisa nuestro desprendimiento. Si, en nuestro afán por los gozos y las obligaciones temporales, rehusamos esta invitación, nuestro gran dolor después de la muerte será el darnos cuenta del precioso bien que hemos perdido. Y esta es probablemente la descripción más acertada del purgatorio. Sabemos que Dios no es como el rey de esta parábola, pero el resultado final puede ser el mismo. Nos prejuzgamos nosotros mismos con nuestras elecciones, incluso si parecen ser inconscientes. Como el hombre que llegó al banquete nupcial sin la ropa adecuada, quizá nosotros pretendemos participar del Reino celestial sin elegir de forma consciente, constante, lo que Dios desea que hagamos: ser como Cristo, una persona que vive para los demás.

Nosotros también tenemos el riesgo de tomar a la ligera nuestra invitación recibida en el bautismo. No aprovechamos plenamente los sacramentos, la Eucaristía y la penitencia, o tenemos sólo un estado de oración ocasional, no permanente.

En varias ocasiones, Pablo había recibido una ayuda económica generosa de los cristianos de Filipo. De este modo, sus palabras de la segunda lectura son una “nota de agradecimiento” desde la cárcel. Proclama con énfasis: En Él, que es la fuente de mi fortaleza, encuentro la fuerza para todo. Cuando el Apóstol agradece a sus amigos sus delicadezas, lo hace como una manifestación de que hemos de alcanzar la santidad en común.

Pero este banquete es más que una alegoría o una promesa. Se nos ha entregado la vestidura nupcial en el bautismo. El bautismo es la puerta hacia el cielo. Por eso, la segunda parte de la parábola se refiere a quienes hemos aceptado a Cristo en el bautismo.

La clave de nuestro bautismo es que nos aseguremos de que la vestidura que entonces se nos dio siga siendo una vestidura de fiesta, no un trapo.

Estamos seguros de la promesa del cielo, sobre todo porque experimentamos el cielo como una anticipación en la Eucaristía. De hecho, la Eucaristía, como alimento, es ya saborear anticipadamente el cielo. Así, en el salmo decimos: Has preparado un banquete para mí, a la vista de mis enemigos. Participar en este banquete es vivir en la casa del Padre, cuando experimentamos su bondad y su misericordia cada día de nuestra vida.

Y la Eucaristía es más que un recuerdo de este banquete. Es un signo poderoso, pero también es la presencia de Cristo entre nosotros. Algunos autores la llaman la gracia costosa, porque se nos ha dado con la muerte del Hijo único de Dios. Es una gracia que hemos de buscar una y otra vez, el regalo que debemos de pedir en un estado de Súplica Beatífica que, a su vez, es también una gracia. Esa gracia es costosa también porque nos llama a seguir a Cristo por completo.

Un niño pequeño siempre llegaba tarde a casa al salir del colegio. Sus padres le advirtieron un día que debería llegar puntualmente esa tarde pero, sin embargo, llegó más tarde que nunca. Su padre se cruzó con él a la entrada y no dijo nada. A la hora de la cena, el niño miró su bandeja. Había sólo un trozo de pan y un vaso de agua. Miró a la bandeja de su padre, que estaba llena, pero el padre siguió en silencio. El niño estaba desolado. El padre esperó a que el impacto fuera máximo y entonces, con calma, tomó la bandeja del niño y se la puso frente a él mismo; luego, tomó su bandeja de papas con carne y la puso frente al niño, con una sonrisa. Cuando ese niño creció, decía: Toda mi vida he sabido cómo es Dios por lo que mi padre hizo aquella noche.

Nuestro pecado es una cosa seria. La gracia de Dios es un regalo costoso. Cristo nos lo hace ver hoy en la parábola del traje de fiesta.

Nuestro traje de fiesta está hecho de nuestras obras, movidas por la gracia, de justicia, caridad y santidad. Hemos de reflexionar para ver si hemos aceptado de forma completa la invitación divina al banquete mesiánico y recordar que comer con Él implica intimidad, confianza y perdón.

¿No hemos sido invitados por Dios? ¿No estamos entonces llamados a ser mensajeros que van a decir a los invitados (el mundo entero) que todo está listo? ¿O quizás nosotros mismos no asistimos porque tenemos algún asunto urgente que consideramos más importante?

Hemos de mostrar a Cristo nuestra gratitud por la invitación al banquete celestial y la parábola de hoy nos muestra que la verdadera gratitud significa hacer uso del regalo que hemos recibido.

Cuando el rey observó al hombre que no llevaba el traje de fiesta, le dijo: Amigo ¿cómo has entrado aquí sin estar vestido para la fiesta? Y el hombre se quedó en silencio, porque no tenía excusa para no llevarlo. De hecho, la costumbre era entregar un traje de fiesta a cada persona que se invitaba. El hecho de no llevarlo sería un signo de arrogancia, de falta de gratitud y de no querer unirse a la celebración. Así, el silencio de ese invitado decía mucho del reconocimiento de su irresponsabilidad y de su vergüenza. No tenía excusa. Iba contra su propia naturaleza. Y bien ¿cuál es mi excusa?

Recibir estos dones de Dios exige que, en vez de seguir siendo un miembro tibio y pasivo en mi comunidad, comience a dar testimonio visible de mi fe.

La parábola nos dice asimismo que, cuando aceptamos libremente a Cristo como Señor y Salvador, hemos de dedicar a Él nuestra vida. En otras palabras, el cristiano ha de revestirse del espíritu y de las enseñanzas de Jesús. La gracia es un don y también una grave responsabilidad.