Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario al Evangelio del 15-04- 2018 Tercer Domingo de Pascua, Nueva York. (Hechos de los Apóstoles 3:13-15.17-19; 1 Juan 2:1-5a; Lucas 24:35-48.)
Nuestra tendencia es buscar a Cristo en lo extraordinario, lo espectacular, lo sobrecogedor. En la famosa película, cuando Superman revela al mundo por primera vez sus super-poderes, una dama está colgando de un cable, en lo alto de un rascacielos, gritando con todas sus fuerzas. Justo cuando comienza su larga caída a tierra, aparece Superman con su inconfundible atuendo y se lanza en picado para atraparla en el aire. No se preocupe, joven -le asegura- la tengo agarrada. Justo en ese momento el helicóptero que está posado en el borde del edificio comienza a caer directamente hacia ellos y la multitud que está debajo. Pero Superman simplemente lo agarra con su brazo libre y suavemente coloca a la dama y al helicóptero de forma segura en la plataforma de aterrizaje. Cuando se dispone a partir, asombrada, la dama pregunta: ¿Quién eres? Un amigo, responde Superman afectuosamente, y enseguida asciende en el aire dando una especie de media vuelta.
Esa es la manera en que a veces nos gustaría que Cristo viniese a nosotros. Por el contrario, el Evangelio nos cuenta hoy una historia en la que Cristo se revela como lo ha hecho siempre. ¿Cómo lo hace? Podemos comprenderlo a partir del Nuevo Testamento, la experiencia de los santos y nuestra propia experiencia.
- Esto puede tener lugar bajo la apariencia externa de una persona que aparentemente no tiene nada que ver con nuestra misión, nuestra vida espiritual o nuestros planes: Un peregrino (el Evangelio de hoy), un jardinero (que María Magdalena creía haber visto), un compañero de trabajo, compañero de clase o una persona corriente en un día cualquiera de nuestra vida. Tarde o temprano, nos daremos cuenta de que era Él. A veces, como en el encuentro de Emaús, esto sucede casi de inmediato, pero en la mayoría de los casos, estamos ciegos para comprender la importancia del momento y las consecuencias de nuestras decisiones. El justo no recordará haberlo visto nunca en una situación desesperada: hambriento, sediento, como extranjero, desnudo, enfermo, encarcelado. Por supuesto, este es el aspecto que ahora nos interesa más: al realizar este humilde servicio a personas humildes, al participar en actos que probablemente olvidaremos y no daremos importancia, estamos realmente haciendo un trabajo para el Reino de los cielos, dando honor y gloria a Jesús.
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- Dios despierta nuestra sensibilidad y cambia nuestra visión de los acontecimientos cotidianos, de las palabras del Nuevo Testamento y de la vida de nuestros semejantes. En nuestra mente, tiene lugar este Recogimiento Místico, una cosecha siempre nueva en el desierto de nuestra rutina, de nuestro sufrimiento.
Cleofás y el discípulo que le acompañaba, estaban desanimados y desilusionados y por ello no podían comprender lo que les estaba pasando. Pero, de repente, todo cobró sentido. Jesús, como Maestro experimentado, que en esta ocasión nos a recuerda a Sócrates, hace uso de la visión distorsionada y limitada de los discípulos, para gradualmente llevarles a ver la verdadera perspectiva de sus vidas y de los acontecimientos de la Pasión. Los condujo a una comprensión más profunda del misterio pascual y de su vocación más elevada en esta vida; como escuchamos hoy: Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras.
De hecho, esta transformación de nuestra inteligencia es algo permanente, sosegado y discreto. Por eso nuestro Padre Fundador lo llama Canon (= norma, regla) y por lo que atribuimos al Espíritu Santo la misión de esculpir y moldear nuestra alma con la paciencia de la brisa: El viento sopla por donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquél que es nacido del Espíritu (Jn 3, 8).
Podemos aprovechar cualquier evento dentro y fuera de nosotros para fortalecer nuestra fe, siempre que estemos dispuestos a admitir que el Espíritu Santo está cumpliendo su misión de manera permanente… y nosotros cumplamos la condición esencial, de conocer la voluntad de Dios no sólo en forma intelectual: la forma en que podemos estar seguros de que lo conocemos es guardar sus mandamientos, los mandamientos menores que susurra en nuestro oído. El que dice: “Yo lo conozco”, y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud. Esta es la señal de que vivimos en Él (Segunda Lectura).
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- Cristo siempre nos entrega su paz. Y esa paz suya no significa que siempre estaremos saltando de alegría. La paz de Cristo significa: Yo estoy aquí y estaré con ustedes siempre. Esto es lo que Él dijo a los discípulos cuando estaban atribulados y dudosos. Y es por eso que nos saludamos en la Sagrada Eucaristía diciendo La paz sea contigo. Este es un recordatorio de la presencia de Cristo en nuestras vidas, en los momentos alegres, difíciles o “normales”: Dios no es un Dios de confusión sino un Dios de paz (1Cor 14:33). Una vez más, esta paz es un don, manifestado en primer lugar en nuestra voluntad con la Quietud Mística, que es extremadamente estimulante. Es un preludio de nuestra unión íntima con Dios; cuando olemos un buen aroma de una comida exquisita, nos sentimos fuertemente atraídos y nos llevamos a acercarnos al sabroso plato, a las cosas de Dios, para convertirnos en sus instrumentos de curación y de gracia.
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- Jesús desapareció silenciosamente de la vista de los dos apóstoles cuando comprendió que estaban listos para comenzar su misión. Incluso cuando los otros discípulos se sobresaltaron y aterrorizaron y pensaron que estaban viendo un fantasma, Él les permitió ver que ya podían hacer algo por los demás: ¿Tienen aquí algo para comer? Esto es sólo un ejemplo de cómo nuestro éxtasis, nuestra capacidad de salir de nosotros mismos, puede ser educado, mejorado y perfeccionado. Y esto es llevado a cabo principalmente por el Espíritu Santo a través de sus dones espirituales.
Cada vez que vencemos nuestros temores, nos encontramos con Cristo Resucitado, porque sabemos bien que no está a nuestro alcance vencer nuestras debilidades, pero lo hacemos sólo por Cristo y Su Espíritu en nosotros. Cuando el alma está herida, la mente y la voluntad están en desacuerdo, actuando la una contra la otra. Nuestra mente cree que una acción es buena, pero nuestra voluntad nos arrastra a otra: sabemos que debemos ser pacientes con todos, pero nos quedamos sin fuerza de voluntad y maldecimos al pobre conductor que se olvida de señalar que hace un giro sin avisar.
Cuando crecemos en generosidad hacia los demás, nos hacemos más y más como Dios. Como consecuencia, estamos verdaderamente identificados con nuestro prójimo. Es por eso que Jesús les dijo a los discípulos que recibirían la recompensa de la unión con una familia mayor, lo que en realidad es el don de piedad. En palabras del Papa Francisco: El don de piedad nos hace crecer en nuestra relación y comunión con Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos; al mismo tiempo, nos ayuda a derramar este amor también en los demás y reconocerlos como hermanos. Por lo tanto, el fruto del éxtasis es siempre la unidad y la comunión: Y todos los que han dejado casas o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos, o campos por mi causa, recibirán cien veces más y heredarán la vida eterna (Mt 19 : 29).
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Después de nuestro encuentro íntimo con Cristo Resucitado, naturalmente (y sobrenaturalmente) sentimos la necesidad de compartir la Buena Nueva. No debemos y no somos capaces de guardarlo para nosotros, porque la conversión y el perdón resultantes de este encuentro son verdaderamente esenciales: el pecado no es tanto hacer cosas incorrectas, sino que, ante todo, el pecado significa la separación entre Dios y el hombre y también entre persona y persona, algo que no podemos soportar por mucho tiempo, porque choca de frente con nuestra naturaleza.
Por esta razón, cuando termina la Misa, el sacerdote dice: Pueden ir en paz, es decir, seamos testigos, como lo hicieron los apóstoles, anunciando con nuestras vidas la presencia de Dios en medio de nosotros. De hecho, la palabra Misa proviene del verbo latino mittere, que significa enviar; todos somos enviados, de diferentes formas, a una misión común, para anunciar o vivir la presencia y la obra de Cristo en nuestras vidas. Como quedó señalado antes, esta es la paz de Cristo.
Cuando somos realmente curados, cuando realmente sentimos que nuestra vida comienza a ser diferente, tenemos el deseo de compartir este encuentro con los demás. Tal vez tú y yo podamos identificarnos con el protagonista de la siguiente historia:
Un misionero vivía en un país que tenía acceso restringido. Durante muchos años, el gobierno de este país había enseñado a la gente que no existía ningún Dios. El misionero tuvo la oportunidad de hablar regularmente con un no creyente de ese país que era un profesional altamente educado. Después de desarrollar una amistad con esta persona, el misionero tuvo la oportunidad de compartir el Evangelio con él. El misionero quedó sorprendido por la respuesta de ese hombre: Lo que me dices no puede ser cierto. Si fuera cierto, es una noticia tan buena que alguien me la hubiera dicho mucho antes.
Por el contrario, cuando tenemos un encuentro profundo con Jesucristo, nada puede detenernos. Nuestras vidas se transformaron y tenemos un profundo deseo de anunciar a Jesús como la Buena Nueva, el verdadero Salvador de toda la humanidad. Ser apóstol no es solo una obligación, simplemente no podemos prometer dejar de proclamar lo que hemos visto y sentido.
El viernes pasado leímos la historia de cómo Jesús llama a Simón y Andrés para hacer de ellos pescadores de hombres. La pesca milagrosa es un símbolo de los frutos inesperados y abundantes de nuestros humildes esfuerzos. Cuando vemos cómo se despiertan la compasión y la generosidad de nuestros semejantes, exclamaremos con los apóstoles: ¡Es el Señor! Nuestra oración, palabra y servicio son instrumentos inseparables, capaces de producir el milagro de la conversión si escuchamos cuidadosamente su consejo: Echen la red en ese lado de la barca.
Es más, si no compartimos nuestra experiencia espiritual con otros, con nuestra comunidad más cercana o en la Sagrada Eucaristía, comenzamos a dudar y a preguntarnos si vale la pena continuar nuestra lucha. Y lo que es aún más importante, más allá del factor psicológico y emocional, Jesús cumplirá su promesa y estará entre nosotros, incluso cuando no lo veamos.
Esto nos ayuda a comprender el valor de nuestro Examen Ascético-Místico y el hecho de que nadie puede caminar solo. Es más fácil decirlo que hacerlo, pero debemos alentar a todas las personas a encontrar una comunidad y una dirección espiritual, algo que no todos entienden hoy. Pero los efectos de su presencia en medio de nosotros son lo suficientemente claros: nuestras experiencias son validadas y confirmadas, y nos convertimos en sus testigos porque estamos compartiendo lo más valioso que tenemos: Su vida.