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Vive y transmite el Evangelio

Santos y Bienaventurados

By 29 octubre, 2020No Comments
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 Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.

New York/Paris, 01 de Noviembre, 2020. | Festividad de Todos los Santos.

Apocalipsis 7: 2-4.9-14; Primera Carta de San Juan 3:1-3; San Mateo 5: 1-12a.

Hace unos días, en la liturgia de la Misa, San Pablo nos recordaba en su introducción a la Carta a los Efesios cuál es el plan divino para la humanidad:

Dios Padre nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. Por eso, hoy es un momento especialmente adecuado para meditar qué significa ser santos, tanto en la vida de quienes han sido canonizados como en nuestra propia vida.

Los primeros discípulos fueron identificados con varios nombres. Fueron llamados galileos, nazarenos, y en Antioquía, cristianos. Eran designaciones en muchas ocasiones despectivas: Galileos era sinónimo de insurgentes, nazarenos se refería a la insignificante aldea de donde provenía su Maestro; incluso cristiano significa ungido, es decir, seguidores de un “ungido del Señor” que terminó crucificado.

Estos no eran los nombres que empleaban entre ellos. Se calificaban a sí mismos como hermanos, creyentes, discípulos del Señor, los perfectos, gente del camino y.… santos.

San Pablo escribió sus cartas a todos los santos que viven en la ciudad de Filipos… (Fil 1:1), a los santos que están en Éfeso… (Ef 1:1); a los santos y fieles hermanos y hermanas en Cristo que viven en Colosas… (Col 1:2); a todos los santos de Acaya (2 Cor 1:1), etc. No escribió a los santos del cielo, sino a personas reales que vivían en Filipos, Éfeso, Corinto, Colosas o Roma. Ellos eran los santos.

Un santo es todo discípulo, ya sea que esté en el cielo con Cristo o que aún viva como peregrino en esta tierra.

Si las primeras comunidades todavía estaban lejos de ser lo que Cristo soñaba para ellos, entonces tenemos mucho en común y compartimos con esos discípulos y con quienes han sido canonizados el título de santos. Hemos de aprovechar sus vidas para entender y vivir el carisma que nos transmitió nuestro padre Fundador, el vivir la santidad en común. Sí: nosotros caminamos con ellos y ellos acompañan nuestra súplica a Dios Padre, como creemos al recitar sus nombres en las Letanías.

Aunque normalmente nos referimos a quienes han sido canonizados, todos sabemos que la palabra santo significa haber sido apartado para los propósitos de Dios, que es vivir su perfección. Ser santo es ser llamado y dejarse elegir para servir y así hacerse como Él.

En la Primera Lectura de hoy se menciona el número de 144 mil marcados con el sello. Es un número simbólico. No indica -como algunos creen equivocadamente- los santos del cielo, sino el pueblo de Dios que vive en la tierra, los cristianos que, por el sello del bautismo, están en las filas de los elegidos.

Los santos, o bienaventurados, no son los privilegiados de cualquier manera, no se salvan de las pruebas y tribulaciones que afligen a todas las personas. Sin embargo, están exentos del poder del abismo; pertenecen al Señor y se encuentran en una nueva condición, la de quien es partícipe de la santidad de Dios.

Habiendo comprendido los designios del Señor sobre el mundo, contemplan desde una perspectiva diferente lo que sucede en la tierra; observan desde arriba, desde el cielo, todos los acontecimientos y los leen con los ojos de Dios

Están afligidos, como todos, por las penurias por las que deben pasar, pero no se derrumban ante el sufrimiento. La enfermedad, el dolor y las traiciones no son derrotas y absurdos para ellos, sino momentos de maduración y crecimiento. La muerte es un nacimiento que marca el comienzo de una segunda parte de la vida, la mejor vida.

Es el Cordero quien, con su vida truncada por el odio, pero entregada por amor, les ha revelado que Dios puede incorporar los acontecimientos más absurdos en su plan de salvación.

Después de la primera visión en el texto del Apocalipsis de hoy, que presenta a la comunidad de santos en esta tierra, como un signo de la ciudad celestial, aparece una gran multitud que nadie podía contar, en pie ante el trono del Cordero, con vestiduras blancas y palmas en las manos.

El vestido blanco es un símbolo de alegría y nueva vida que se revela en su plenitud, sin ninguna mancha de pecado. Las palmas son el signo de la victoria que han alcanzado con su fidelidad a Cristo. Es la comunidad de los santos del cielo, formada por los que han completado el peregrinaje en la tierra y han entrado en la condición de bienaventurados.

En esta solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos propone las Bienaventuranzas como el texto evangélico que está unido inseparablemente a lo que significa la santidad, el ser santos. Por algo Cristo comenzó su famoso Sermón del Monte con esas Bienaventuranzas, que han sido y serán alimento maravilloso tanto para la reflexión como para la vida cotidiana de cada cristiano.

¿Cuál es el sentido profundo de las Bienaventuranzas? No soy quien puede explicarlo con autoridad, pero todos podemos entreabrir la puerta de su significado y saborear lo que significa la dicha que Jesús promete a quien las viva. Seguramente, para comprenderlo tenemos que entender primero las experiencias de gozo que experimentamos en los asuntos de este mundo. Unas personas más que otras, es verdad, pero no es cuestión de cantidad, sino de intensidad, de profundidad de nuestra alegría. Podríamos distinguir dos formas de felicidad.

Hay momentos gozosos como un día de paseo o de visita a los amigos. Es la felicidad que sentimos en una buena comida compartida o estrenando unos zapatos cómodos y elegantes. Pero existe una felicidad diferente; es aquella que esperábamos durante mucho tiempo y en algún momento creímos perdida para siempre, es aquella por la cual hemos luchado duro, quizás día y noche, a veces durante semanas o años. Ejemplos sencillos son la celebración de un matrimonio, el nacimiento de un hijo, el llegar a la cima de una montaña, el terminar una carrera universitaria, o la curación definitiva de una enfermedad peligrosa.

A veces, esa segunda forma de gozo no llega en lo que llamaríamos “un final feliz”, como de una película en la que se resuelven todas las dificultades. Por ejemplo, cuando una familia centra todo su esfuerzo y energía, con entusiasmo y lágrimas, en la atención de un hijo discapacitado, o cuando alguien, en el lecho de muerte, tiene la impresión de haber dejado sus hijos dispuestos para vivir una vida plena.

Es la alegría de Pablo y Silas, cantando en la cárcel de Filipo o la de los himnos de los mártires en el circo romano. Es la alegría de los novios en Caná, cuando María y Jesús pusieron fin a la angustia de la falta de vino, con lo cual la sagrada ley de la hospitalidad parecía quebrarse.

Las Bienaventuranzas son gracias que recibimos precisamente cuando sentimos que nuestro dolor tiene sentido, produce vida y alivia profundamente a los demás. Son esos momentos en que nos sentimos, aunque sea indignamente, unidos al dolor de Cristo en la Cruz y comprobamos que esa aflicción abre camino al reino de los cielos y al tiempo abre los ojos de nuestro prójimo. Es el poder de quien consigue, con la fuerza recibida del Espíritu, entregar su vida.

La vivencia de las Bienaventuranzas tiene un efecto muy poderoso como testimonio de la acción de las personas divinas en nuestra débil naturaleza. Permitan que comparta una experiencia personal de haber sido testigo de la mansedumbre.

Mi primer recuerdo de verdadera mansedumbre viene de mis años escolares, cuando tenía unos diez años. En el patio de la escuela de los Hermanos Maristas, cientos de chicos jugábamos en el tiempo de recreo. Corríamos salvajemente detrás del balón, en realidad, de varios balones. Yo estaba al lado de un Hermano Marista que caminaba entre nosotros, siguiendo fielmente la recomendación de su Fundador, de pasar el mayor tiempo posible con los niños. Este hermano, llamado José, tenía gafas gruesas porque su vista era muy deficiente, aunque todavía era joven.

Uno de mis compañeros, que tenía una merecida reputación de alborotador, disparó el balón de fútbol para golpearlo con precisión suficiente para alcanzar la cabeza del Hermano José y hacer que sus gafas cayeran al suelo, donde quedaron destrozadas. Todos esperábamos una severa reprimenda de la víctima de esta cruel acción, pero el Hermano José simplemente dijo: Tengo que ser más cuidadoso cuando paseo, mientras recogía los restos de sus gafas.

Es una historia sencilla, pero quedó grabada para siempre en mi memoria, como uno de los primeros testimonios de mansedumbre que presencié. Nunca tuve ocasión de dar las gracias a ese Hermano Marista, pero cada vez que vivo una situación que podría considerar injusta o de abuso por parte de alguien, la imagen de ese religioso se me hace presente para recordarme que Dios está a mi lado para recoger mi dolor y, con mi pobre testimonio, cambiar los corazones. El mío en primer lugar.

Las Bienaventuranzas son llamadas así porque cada una comienza con “Bienaventurados sean los…” es una traducción del adjetivo griego makarios que incluye no sólo la idea de la felicidad, sino también de la suerte, la fortuna de ser particularmente benditos. Es importante darse cuenta de que un seguidor de Cristo está destinado a ser una fuente de profunda felicidad y la realización de que uno es verdaderamente afortunado de haber descubierto esta visión de la vida.

En particular, nuestro padre Fundador presenta las Bienaventuranzas como un Régimen de nuestra vida mística, es decir, momentos especiales de alegría que experimentamos sólo cuando recibimos una gracia capaz de empujar al máximo nuestro deseo de dar todo de nosotros mismos. Esto puede ser doloroso, porque nuestra naturaleza humana exige satisfacciones de todo tipo y que veamos resultados inmediatos. Pero al mismo tiempo sentimos que no estamos solos en nuestro sacrificio y, lo que es más importante, la confirmación de que nos acercamos cada vez más a nuestra verdadera vida. Este sabor agridulce es característico de las Bienaventuranzas, porque siempre incluye un sufrimiento conectado con la alegría serena.

Permítanme utilizar una sencilla analogía que los atletas deben comprender bien: después de una carrera de larga distancia o una carrera campo través, o un maratón, el corredor puede estar exhausto, casi sin aliento, pero al mismo tiempo experimenta una gran alegría porque fue capaz de completar la carrera, de ir más allá de sí mismo y, tal vez, de ganar una medalla.

En el gimnasio o corriendo solo, sin rivales y sin el apoyo de los fans, no es lo mismo. No es posible ni imaginable entregarlo todo en un entrenamiento

Esta experiencia es muy intensa. Las Bienaventuranzas representan experiencias punta, momentos culminantes, como en el ejemplo del corredor, momentos especiales, no necesariamente infrecuentes, a veces extenuantes, pero de verdadera y ardiente comunión con Cristo en su Pasión y victoria.

Una de las razones por las que tenemos que meditar sobre las Bienaventuranzas es porque la felicidad de la que habla Jesús es diferente de la felicidad de este mundo. Tienen elementos comunes, pero también claramente opuestos. Sobre todo, debemos reconocer que la verdadera felicidad viene de Dios y con Dios, como lo experimentó el propio Jesucristo: En aquella misma hora Jesús se regocijó mucho en el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios y a inteligentes, y las revelaste a niños. Sí, Padre, eso es lo que te ha complacido (Lc 10:21).

Cristo no ha venido para hacernos sufrir, sino para que podamos aprovechar todas las pruebas a las que este mundo nos somete, para que, de forma inesperada, puedan ser instrumentos de consuelo para los demás y para nosotros mismos: Digo estas cosas mientras estoy en el mundo, para que mis discípulos tengan mi alegría en plenitud (Jn 17, 13).

Hay niveles y aspectos de la realidad que no se perciben a simple vista, sino sólo con la ayuda de una luz especial. Hoy en día, con los satélites en el espacio, se hacen fotografías en infrarrojo y ultravioleta de regiones enteras del universo y ¡qué diferentes se ven de esta manera! Las Bienaventuranzas nos dan una imagen del mundo bañado en una luz especial, una luz divina. Nos ayuda a ver lo que hay debajo o más allá de la fachada. Nos permite distinguir lo que queda de lo que pasa.

En este sentido, la Segunda Lectura de hoy es profundamente ilustrativa. San Juan nos dice: Pensemos en el amor que el Padre nos ha prodigado, permitiéndonos llamarnos hijos de Dios; y eso es lo que somos. Es un gran privilegio para nosotros ser llamados y elegidos como hijos de Dios. Con esto, San Juan nos dice que todos hemos sido creados para compartir la intimidad de la vida de Dios. Nuestro origen y destino está en nuestra relación con Dios. Significa por lo tanto que nuestra vida en la tierra no es más que el florecimiento de la vida divina que ya se nos ha dado en el nacimiento y especialmente en nuestro bautismo. Estamos llamados a vivir nuestra filiación divina en esta vida. Y un día alcanzaremos la plenitud de esa filiación cuando seamos transformados como Dios, pues compartiremos su vida plenamente, lo cual es otra manera de decir que lo veremos como realmente es.

Es cierto que la vivencia de las Bienaventuranzas exige ejercitar virtudes cada día, pero su mensaje es aún más profundo, pues nos da una visión de nuestra verdadera identidad como hijos de Dios y las exigencias y gracias de nuestra vida espiritual.

Así, hoy vemos en la Segunda Lectura cómo San Juan, tras recordar a los cristianos su filiación divina, les invita a contemplar el radiante destino que les espera: Lo que seremos, aún no ha sido completamente revelado.

Un velo, hecho de nuestra realidad mortal ligada a la tierra, nos impide contemplar lo que realmente somos. Un día este velo se quitará y entonces contemplaremos a Dios tal como es y comprenderemos lo que ya somos hoy.

En el vientre de la madre, el niño recibe alimento y vida de la madre y, sin embargo, aunque depende completamente de ella, no es capaz de ver su rostro. Sólo después de nacer puede mirar y abrazar tiernamente a quien lo engendró.

En Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser, recuerda Pablo a los atenienses (He 17:28), pero no podemos ver su rostro. Sin embargo, cuando aparezca en la gloria, sabemos que seremos como él, porque entonces lo veremos tal como es. Por ahora, tenemos las disposiciones celestiales del alma a las que Cristo ha aplicado la bendición.

Esto es un verdadero desafío porque vivir nuestra filiación no es una tarea fácil. Constantemente nos enfrentamos a retos, pruebas y sufrimientos en la vida y estamos llamados a elegir entre el mundo y Dios. El hecho es que algunos de nosotros elegimos en contra de Él porque hemos olvidado nuestro origen y destino. Por eso San Juan dice: porque el mundo se negó a reconocerlo, por lo tanto, no nos reconoce. Al elegir en contra de Dios, también hemos elegido el pecado y el mal y por lo tanto la muerte.

Dado que ninguno de nosotros está viviendo en forma plena nuestra vida como debería, como hijos de Dios, debemos por lo tanto purificarnos en el amor. Como los santos y los mártires anteriores a nosotros, que han hecho lavar sus vestiduras hasta quedar blancas por la sangre del cordero, nosotros también tendremos que ser purificados por la sangre del cordero. Esto se orienta a prepararnos para acoger con afecto y según lo hizo el Cordero de Dios, esas semillas que fueron puestas por el Espíritu Santo en nosotros: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el llorar por la injusticia, el hambre y sed de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y la disposición a ser perseguidos.

Las Bienaventuranzas son un canto de esperanza, porque son la llamada a materializar ese Reino que duerme en cada uno de nosotros. Si realmente escuchamos esa llamada, entonces la esperanza nace en nuestro corazón. En medio de cualquier dificultad, física, emocional, o espiritual, nos dicen: Sí, estás en camino. En lengua hebrea, las Bienaventuranzas comienzan con ashrei, que significa “feliz, bendecido”, pero también, según la muy bella traducción de André Chouraqui (1917-2007), poeta, intelectual y admirador de nuestro padre Fundador, esta palabra significa “en marcha”, “en camino”. Lo cual es altamente significativo para la Familia Idente y los Misioneros Identes. Quien vive las Bienaventuranzas es alguien idente, que vive caminando, pero no a cualquier parte, de cualquier forma; camina según los caminos del Señor.

Es a todos nosotros a quien Cristo se dirige con esta palabra: ashrei, en pie, ¡caminando! Ashrei evoca sobre todo un itinerario de rectitud, un caminar según la verdad, de acuerdo con el Espíritu Evangélico. No es suficiente con caminar, hay que hacerlo sin dejar nunca el camino. Y esto es posible para todos nosotros: Las bienaventuranzas son nuestra avenida hacia la esperanza.

Hoy, día de Todos los Santos y a través de las Bienaventuranzas, contemplamos la buena obra que ha comenzado en nosotros; no como un código, sino como la semilla de la vida divina en nuestro espíritu y cuyo fruto es el Reino de Dios. Cuando eso llegue a su plenitud, compartiremos la plenitud de la vida, una condición que está más allá de nuestra imaginación humana como nos dice San Juan.

En efecto, como muchos filósofos dicen, que un contrario rechaza al otro, pero en este caso, un contrario engendra al otro. La pobreza suele repeler las riquezas, pero… aquí la pobreza engendra riquezas, pues ¡qué ricos son los que poseen un reino! El luto suele excluir la alegría, pero aquí el luto engendra alegría: serán consolados. El agua suele apagar la llama, pero el agua de las lágrimas enciende la llama de la alegría. La persecución suele eliminar la felicidad, pero aquí produce alegría: Bienaventurados los perseguidos. Estas son las paradojas sagradas que vive el santo.

Las Bienaventuranzas no nos dicen solamente que nuestra vida tiene sentido, sino que nos confirman íntimamente que se está cumpliendo, en medio de nuestra aflicción, ese fin supremo de la vida, que es entregarla a Dios y al prójimo. En eso nos parecemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Eso explica que el Régimen más profundo que acompaña a las Bienaventuranzas sea una identificación más intensa con alguna de las personas divinas. No puede haber mayor intimidad que compartir el dolor, el anhelo más hondo que os lleva a dar la vida de muchas maneras. Por eso

Ese régimen (ontológico) más profundo, asociado a las Buenaventuras, son las Impresiones Unciales (El aceite uncial significa tanto curación como unión con Dios) porque representa mi más o menos incipiente o intensa identificación con alguna(s) de las personas divinas. A veces siento la filiación, mi naturaleza filial, la confianza y la misericordia de nuestro Padre Celestial; otras veces mi hermandad con Cristo, mi deseo de imitarlo y seguirle en su Pasión preside mi vida espiritual. Finalmente, en algunos momentos experimento la amistad del Espíritu Santo, su consejo y permanente asistencia y el cumplimiento de la promesa de Jesús cuando anunció que el Espíritu Santo les recordará todo lo que les he dicho (Jn 14, 26).

Es verdad que todas las Bienaventuranzas llevan asociada una forma de entrega, una dimensión de la caridad.

Los pobres de espíritu son aquellos que deciden no poseer nada para sí mismos y viven la pobreza voluntaria. Esto es una de los rasgos que distingue al santo, es decir, al cristiano. Poner a disposición de los demás todo lo que reciben. Y si nuestra impresión es que tenemos muy poco para entregar a los demás, el deseo y la disposición permanente de servir humildemente y no el ansia de tener muchas capacidades, es lo que caracteriza a estos bienaventurados.

Bienaventurados los mansos. El término manso usado por Jesús probablemente está tomado del Salmo 37 donde los privados de sus derechos, y su libertad son llamados “los mansos”. Son pobres porque los poderosos han robado sus campos, casas e incluso sus hijos e hijas. Se ven obligados a sufrir injusticias sin poder siquiera protestar.

No se rinden, pero se niegan a recurrir a la violencia para restablecer la justicia. No se dejan guiar por la ira, no alimentan el resentimiento y el deseo de venganza. Con Jesús se comprometen a dar testimonio a los que se oponen al bien, con la misma mansedumbre del Maestro.

Heredan la tierra, porque nadie puede detener la fuerza de la mansedumbre, ni siquiera quitando la vida al discípulo de Cristo.

Bienaventurados los que sufren. Son aquellos que están atentos y sensibles al inmenso grito de dolor que se eleva del mundo. Lloran con los que lloran (Rom 12:15), pero no se resignan ante el mal y el sufrimiento. Esperan la salvación de Dios y su palabra.

Llorar es también estar arrepentido de nuestra falta de amor. Es reconocer las propias debilidades y resolver no volver a cometerlas. Ese duelo requiere que entendamos la extensión y consecuencias de nuestros pecados para que la conversión se produzca por comprender el daño que hacemos y el bien que dejamos de hacer.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.

La Biblia habla a menudo de la justicia de Dios, pero siempre y sólo como sinónimo de bondad, nunca en el sentido de nuestra justicia distributiva. Para nosotros, hacer justicia significa que el culpable es castigado. Para Dios la justicia se hace cuando logra hacer justo a un malvado, o cuando salva a un pecador del abismo de la culpa.

A los discípulos que le invitaron a comer, les respondió: “Mi alimento es llevar a término la obra del que me ha enviado” (Jn 4, 34). Sólo la justicia de Dios podía satisfacer su hambre.

Los santos son aquellos que comparten con Jesús su propia hambre y sed de la salvación de sus hermanos y hermanas. La promesa: serán saciados. Experimentan -ya aquí en la tierra- la alegría de Dios y de los ángeles del cielo que tienen más gozo por un pecador que se hace poco más de noventa y nueve que no tienen necesidad de arrepentimiento (Lc 15:7).

Bienaventurados los misericordiosos. Esta es la recomendación de Jesús: Sé misericordioso, como tu Padre es misericordioso. No juzgues para no ser juzgado: no condenes y no serás condenados; perdona y serás perdonado (Lc 6, 36-37). Pero esto no agota la riqueza del término bíblico.

Para Cristo, la misericordia, más que un sentimiento de compasión, es una acción a favor de aquellos que necesitan ayuda. El ejemplo más claro es el del buen samaritano; el texto griego dice que ha hecho misericordia con el hombre atacado por los bandidos (Lc 10:37).

Misericordiosos son los santos que, ante las necesidades de una persona, sienten el temblor del corazón de Dios e intervienen, realizando obras de misericordia, como lo hizo Jesús.

Ellos encontrarán misericordia, porque donde hay esa forma de amor, sobreabunda la ternura divina.

Bienaventurados los puros de corazón.Cristo exige algo que la gracia nos permite vivir: la pureza de corazón. No hay nada externo que haga a una persona impura. Sólo lo que sale del corazón puede hacer que uno se vuelva impuro (Mt 15:17-20). Eso son las malas intenciones, o las intenciones mezcladas.

Los puros de corazón son aquellos que tienen un corazón indiviso, aquellos que no aman a la vez a Dios y a los ídolos. Quien guarda resentimiento hacia un hermano en su corazón, aunque nunca cometa malas acciones, es adúltero en su corazón, tiene un corazón impuro Ellos verán a Dios. A ellos se les da la bienaventurada experiencia de conocer la voluntad de Dios en cada instante, la forma de dar un testimonio.

Bienaventurados los que se comprometen a crear paz. Bendito es ciertamente aquel que, sin recurrir a la violencia, compromete toda su energía para poner fin a todo tipo de guerras y conflictos. Bienaventurado el que siembra la paz en el corazón furioso y prepotente. La paz de Cristo no es sólo la ausencia de violencia. Indica la armonía con Dios, con los demás y dentro de la propia alma. Pacificadores son todos aquellos que se comprometen a hacer esta vida lo mejor posible para cada persona, preparando el camino entre ellos y Dios.

La más bella de las promesas es dada a estos pacificadores: Dios los mira como sus hijos.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. Jesús no aseguró a sus discípulos la aprobación y el consentimiento de la gente y repitió claramente que la adhesión a él implica persecución: A ustedes les echarán mano, y los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y cárceles, llevándolos ante reyes y gobernadores por causa de Mi nombre (Lc 21:12).

La persecución es un signo que distingue al discípulo. Pablo es muy explícito: Todos los que quieran servir a Dios en Cristo Jesús serán perseguidos (2 Tim 3, 12).

La persecución no es un signo de fracaso, sino de éxito. Es causa de alegría porque es la prueba de que se está persiguiendo la elección correcta, según la “sabiduría de Dios”.

Quien se siente amenazado en su posición y prestigio por la llegada del reino de Dios, reacciona con violencia, si es necesario. Los santos nunca tuvieron una vida fácil: su destino está sellado desde el momento en que aceptaron actuar como corderos.

Sometidos a la persecución, no han sucumbido a la tentación de comportarse como lobos y no se han desviado del comportamiento sugerido por el Maestro: Amen a sus enemigos y oren por los que les persiguen (Mt 5,44).

En esta fiesta de Todos los Santos, propongámonos aprovechar el tesoro de su paso por este mundo, estimando como merecen sus vidas, que cada día recordamos en nuestro Capítulo, según nos ha enseñado nuestro padre Fundador.