Fue el primogénito de cinco hijos que tardaron en llegar al hogar de una familia cristiana de Angri, Salerno, Italia. El redentorista Francesco Saverio Pecorelli manifestó a sus padres: «Tendrán un hijo varón, lo llamarán Alfonso, será sacerdote y seguirá la vida del beato Alfonso»; aludía a su fundador, que en ese momento era beato. No se equivocó en su vaticinio. El padre Fusco nació el 23 de marzo de 1839. Y sus padres, Aniello Fusco y Giuseppina Schiavone, que habían visitado la tumba de san Alfonso María de Ligorio, recordando la profecía del redentorista, pensaron que efectivamente al santo fundador debían la concepción de este hijo tan deseado, al que bautizaron dándole su nombre en acto de gratitud y de honor. Cuando el pequeño tenía dos meses, san Alfonso fue canonizado.
El cúmulo de providencias en torno al muchacho alimentó en sus progenitores el deseo de que fuese sacerdote y le educaron convenientemente en la fe. Es de imaginar su gozo cuando a los 11 años les confió que compartía con ellos ese mismo anhelo. Tomó esta determinación, según manifestó en su momento, «espontáneamente y solamente con el deseo de servir a Dios y a la Iglesia»; es decir, que no fue movido por presión alguna. Estudió en el seminario de Nocera dei Pagani y fue ordenado en mayo de 1863. En su etapa como seminarista Jesús Nazareno le instó a fundar un Instituto de religiosas, y un orfanato para niños y niñas. Y él guardó celosamente en su corazón este hecho hasta que llegara el momento oportuno.
Su ardor y dedicación al ministerio pastoral, así como su comprensión y acogida a los que acudían a confesarse con él, no pasó inadvertida. En 1866 se desató una epidemia de cólera y se desvivió por los damnificados aunque sabía que su vida corría grave riesgo. Después, conoció a Maddalena Caputo, natural de Angri, joven decidida que aspiraba a la vida religiosa. Ella y otras tres jóvenes dieron inicio a la Congregación de las Hermanas de san Juan Bautista que impulsó el padre Fusco. Maddalena fue la primera superiora general.
Todos, el fundador y las religiosas, tuvieron que recorrer un camino difícil, pero aceptaron pacientemente las pruebas, mostrando su plena conformidad con la voluntad divina. Las incomprensiones tanto de ciertos miembros de la Iglesia como de la gente de la calle, al frente de la cual se hallaba el alcalde y otras autoridades, eran un peso más que recaía sobre el sacerdote que tenía que oír como se descalificaba su acción por quienes la juzgaban innecesaria.
Alfonso asumió la obediencia con sentido heroico, tal como enseña el evangelio, confiando plenamente en la divina Providencia. Oraba y sufría en silencio, postrado durante horas ante el Santísimo, del que siempre había extraído la fortaleza y visión para actuar de acuerdo con la voluntad de Dios. Tenía una gran devoción por María y la invocaba con frecuencia como Mediadora; en Ella descansaba su fatigado corazón. Uno de sus campos de acción predilectos fue la atención a los pobres y a los huérfanos. Tenía claro que la sociedad mejoraría si los niños recibían la educación adecuada. Para ellos creó la Pequeña Casa de la Providencia y luego la Escuela de Trabajadores.
Como crecía el número de muchachos de la Casa de la Providencia, se vio obligado a ocupar parte de la residencia de las religiosas lo que dio lugar a una grave fricción con la superiora general a la que no agradó la idea. En otro momento Alfonso tuvo que recurrir a ella para neutralizar el conflicto creado por otra de las religiosas de la casa de Roma que mostró un carácter díscolo. Y cuando viajó allí para tratar personalmente de otro delicado asunto (en el que se hallaban implicadas no solo sus hijas disidentes, sino miembros de la Iglesia), la monja portera se negó a franquearle la puerta de la residencia tratándole de forastero. Esto le infligió inmenso dolor. En ello habían influido las falsas acusaciones de las que fue objeto, y la arbitraria decisión del obispo diocesano, monseñor Saverio Vitagliano, que se sumó a la injusticia, retirándolo como responsable de la fundación. Ese día, acompañado de su sobrino monseñor Del Pezzo, acudió a la basílica de san Pedro y se situó ante la estatua de su fundador diciéndole: «Si se sufrir como tú, también seré santo». La incesante oración le sostenía tanto en la Casa madre en Angri, como en la iglesia romana de san Joaquín en Prati. En otro momento, el cardenal Respighi, vicario de Roma, espetó: «Ha fundado una comunidad de hermanas competentes que han hecho su deber. ¡Ahora retírese!».
Era tan generoso que se desprendía de todo lo que tenía, incluida su propia ropa, un gesto que marcó su infancia, época en la que ya vivía lejos de sí. Su testimonio vivencial era su carta de presentación. No se extendía demasiado en palabras, aunque reiteradamente se le oyó decir a sus hijas: «Hagámonos santos siguiendo a Jesús de cerca… Hijas, si viven en la pobreza, en la castidad y en la obediencia, resplandecerán como estrellas arriba en el cielo». Y ante la escasez de medios, las animaba y confortaba: «No se preocupen, hijas mías, ahora voy a ver a Jesús y Él proveerá». Hizo que ellas se prepararan para dar un buen testimonio de la fe en la acción evangelizadora que tenían que acometer con pobres, niños y jóvenes.
Este santo conocido como el padre de los pobres, que había manifestado su deseo de que «hasta su sombra pudiera hacer el bien», el 6 de febrero de 1910, a punto de morir, exclamó: «Señor, te doy gracias, he sido un siervo inútil». Hasta el fin, la humildad de un hombre santo. Después se volvió hacia las religiosas y advirtió: «Del cielo no os olvidaré, rezaré siempre por vosotras». Fue beatificado el 7 de octubre de 2001 por el papa Juan Pablo II. El papa Francisco lo canonizó el 16 de octubre de 2016.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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