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por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes.

New York, 02 de Agosto, 2020. | XVIII Domingo del Tiempo Ordinario.

Isaías 55:1-3; Carta a los Romanos 8: 35.37-39; San Mateo 14:13-21.

¿Qué es la oración apostólica? Cuando hablamos de la oración, vemos que Cristo y los santos la describen de muchas maneras diferentes. Y eso es de esperar, porque la oración es como la música y tiene muchos tonos. Hay una oración de alabanza, de gratitud, de pedir perdón, de intercesión, de súplica ante el dolor…

La oración apostólica es el puente entre nosotros y las almas que Dios nos confía.

En este episodio de la multiplicación de los panes y los peces, los apóstoles pensaban que no podían hacer mucho por la gente. La buena voluntad y la lógica de este mundo les hizo plantearse soluciones prácticas: no podemos darles comida, así que es mejor que vayan a comprar al pueblo. Eso nos pasa a nosotros también. A veces sentimos que tenemos tantos problemas que nos faltan ideas, energía o deseo de ayudar a los demás. Pero Cristo nos enseña qué hacer. Leemos que Jesús, en ese lugar desierto, levantó sus ojos al cielo, pronunció una bendición y luego distribuyó los cinco panes y los dos peces.

Ciertamente, los apóstoles actuaron de manera ejemplar, ya que se volvieron a Cristo cuando se sintieron impotentes para ayudar a tanta gente. Pusieron su impotencia ante Cristo. La respuesta fue inmediata y clara: fueron transformados en instrumentos de la misericordia divina; se les confió la distribución del pan.

La siguiente historia ilustra cómo el Espíritu Santo inesperadamente nos hace instrumentos para el reino de los cielos:

El viejo Carlos trabajaba como carpintero. Se ofreció a construir algunas cajas de madera para colocar la ropa que su iglesia enviaba a un orfanato en China. Luego ayudó a empacar las cajas llenas de ropa y a cargarlas en los camiones que las llevarían a los muelles de embarque. Se sintió bien al poder contribuir al proyecto, aunque fuera en pequeña medida. De camino a casa, buscó en el bolsillo de su camisa para encontrar sus gafas. No estaban. Mentalmente repitió sus acciones anteriores y se dio cuenta de lo que había pasado. Las gafas se habían deslizado de su bolsillo sin notarlo y habían caído en una de las cajas. ¡Sus flamantes lentes se dirigían a China!

El viejo carpintero no tenía suficiente dinero para reponer sus lentes. No es justo, le dijo a Dios con cierta frustración. He sido fiel entreando mi tiempo a tu trabajo, y ahora me sucede esto.

Varios meses después, el director del orfanato chino vino a hablar en la pequeña iglesia del viejo carpintero. Comenzó agradeciendo a la gente por su fidelidad en el apoyo al orfanato. Pero sobre todo, dijo, debo agradecerles por los lentes que envió el año pasado. Los comunistas acababan de destruir el orfanato, destrozando todo, incluyendo mis lentes. Estaba desesperado. Aunque tuviera el dinero, no había manera de reemplazar esas lentes. Entonces llegaron sus cajas. Cuando mis coaboradores quitaron una de las tapas, encontraron un par de lentess encima de todo.

Continuó diciendo: Cuando me probé las lentes, ¡fue como si hubieran sido hechas a medida para mí! ¡Quiero agradecerle su consideración y generosidad! Todos escuchaban, complacidos por las lentes milagrosas. Pero… pensaron que el misionero seguramente debió confundir su iglesia con otra. No había lentes en su lista de artículos para enviar al extranjero. Pero sentado en silencio en la parte de atrás, con lágrimas cayendo por su cara, estaba un carpintero ordinario que en un día ordinario fue usado de manera extraordinaria por el Maestro Carpintero en persona.

Los frutos de la conversión y de la paz en el prójimo no son algo que se consiga con nuestros propios esfuerzos, sino una gracia muy particular, la gracia apostólica que se concede a los que viven en un verdadero desierto espiritual, lejos de sus intereses, lejos de sus juicios y deseos, por muy necesarios que éstos sean.

Santa Mónica, la madre del futuro San Agustín, pasó décadas rezando y llorando por su hijo antes de que se convirtiera. María y José pasaron treinta años en un esfuerzo silencioso para preparar la misión de Jesús. Los fundadores abandonaron todos sus proyectos, incluso los espirituales, para abrir un camino para sus hijos espirituales.

Pero quizás el mejor ejemplo es el de una joven de Nazaret que, mientras rezaba, recibió una misión difícil de imaginar y, además, salió inmediatamente para ayudar a su prima Isabel. Esta es la unidad entre la oración apostólica y la misión, una unidad que el Espíritu Santo hace en nosotros.

Tarde o temprano, la oración nos lleva a ser apóstoles, aunque no esté en nuestros planes. La gente se acercó y también nos acercamos hoy a Cristo por varias razones: para poner paz en nuestra vida, como la mujer samaritana; porque nos sentimos enfermos e indefensos, como los leprosos y los paralíticos; o porque ya hemos conocido los límites del mundo, como el joven rico. Pero inmediatamente, Cristo nos hace pescadores de hombres, normalmente de forma imprevista, quizás con personas que no suponíamos.

Cinco mil hombres fueron alimentados. Es el número que simboliza a Israel. Es el primer pueblo invitado al banquete anunciado por los profetas. Después de que Israel se sacie, se reúnen doce cestas de sobras. El número doce indica la nueva comunidad, constituida por los doce apóstoles alrededor de Cristo. A este nuevo pueblo no le faltará el pan.

A través de sus discípulos, a quienes entregó su pan, Cristo mismo es quien continúa alimentando a la gente de todos los tiempos y lugares.

En la práctica, ¿cómo se lleva a cabo la oración apostólica? Nuestro Fundador solía decirnos que el prójimo debe ser objeto de nuestra contemplación. La experiencia lo confirma: si estamos centrados en nuestros problemas, proyectos o ambiciones, el Espíritu Santo no puede contar con nosotros. Este desapego, este alejamiento es esencial. De lo contrario, las personas no podrán contemplar la presencia de Cristo en nuestra vida. A lo sumo, verán nuestras habilidades, nuestra energía y nuestra buena voluntad, inevitablemente mezcladas con nuestras pasiones. Sólo en el desierto, podemos escuchar claramente la voz de Dios.

Sin retirarnos espiritualmente, sólo podemos oír la voz de nuestro miedo y la del mundo que nos habla en voz alta. Es en el desierto donde se establecen los cimientos de una nueva vida.  De hecho, el Evangelio de hoy nos dice que cuando Jesús recibió la noticia de la muerte de Juan el Bautista se retiró en una barca a un lugar solitario, donde podían estar solos. La muerte de su primo, Juan el Bautista, seguramente debió haber afectado mucho a Cristo. Necesitaba refugiarse en un lugar solitario para poder hablar con su Padre y encontrar luz, consuelo y fuerza.

Cuando, en otra ocasión, Jesús estaba en la barca con los discípulos y se desató una tormenta, estaba muy cansado, exhausto, y aprovechó la oportunidad para dormir. Pero se dio cuenta de que los discípulos tenían miedo y necesitaban recuperar la paz. Así que renunció a su descanso y realizó un milagro. Nosotros no tenemos que interrumpir una tormenta, pero sí podemos ver cómo siempre hay personas a nuestro lado que son como ovejas sin pastor, a veces por el sufrimiento natural o moral y a veces porque nadie les ha dado la oportunidad de hacer el bien. Este último caso es el de muchos jóvenes. Esta es nuestra misión: no simplemente pedirle a Dios que haga algo, sino abrir los ojos y el corazón y preguntarle a Cristo cómo podemos colaborar con Él.

No podemos hacer cálculos y predicciones en nuestra vida apostólica personal; otra cosa muy diferente es la organización, la planificación cuidadosa de las actividades. Pero en lo que a cada uno de nosotros se refiere, como dice nuestro Padre Fundador:

Apresúrate a dar tu vida como pan recién hecho, que todavía sobrarán siete canastos llenos (Transfiguraciones).

Hay muchos no creyentes que trabajan para otros, incluso dando sus vidas de muchas maneras, como estamos viendo con la actual pandemia. El apóstol también lucha y trabaja para resolver los muchos problemas de la humanidad, especialmente en áreas como la salud, la educación, el empleo… pero va más allá. Cristo no tenía un plan para curar a todos los enfermos de su país, ni para alimentar a todos los hambrientos. Sin embargo, sí pidió a sus discípulos que llegaran a todas partes, a todas las personas, para dar a conocer el reino de los cielos, es decir, para hacer el mayor bien, para ayudar a la gente a acercarse a Dios.

Ese fue el objetivo y el esfuerzo colosal del profeta Isaías, que vemos reflejado en la Primera Lectura. En Babilonia, más de cincuenta años después de que Jerusalén fuera destruida, los desalentados israelitas vivían en una tierra extranjera y escucharon la voz del profeta. Él anunció la inminente caída del imperio babilónico, la liberación y el retorno a la patria.

Pero la mayoría de los exiliados no tienían ni hambre ni sed. Se han adaptado a la situación, preferían quedarse donde estaban y como estaban, no deseaban correr riesgos, emprender esfuerzos que podrían ser costosos y dolorosos. No les interesaba el banquete; rechazaron la invitación.

La condición de los exiliados es una metáfora de la esclavitud con la que cada uno de nosotros está luchando. Sentimos que tenemos suficientes preocupaciones y cargas y no creemos que la invitación a ser apóstoles, a llevar a otros a Cristo, pueda ser realista.

Jesús siente compasión. No un vago sentimiento de conmoción, sino una profunda emoción visceral (ese es el significado de la palabra griega utilizada en el Evangelio).

Es sensible a las necesidades de cada persona. Se siente parte y está involucrado íntimamente; eso le oprime el corazón, pero su conmoción no lo lleva a maldecir, a vanas palabras de lamento o a un estéril llanto.

La com-pasión, el sufrir con las personas divinas y los hermanos, es la fuerza que lleva al discípulo a comprometerse en el esfuerzo apostólico. Esta compasión, transformada por el Espíritu Santo en aflicción mística, dinámica, inspirada y activa, se convierte en el estímulo para la acción inmediata a favor del que sufre: Y sanó a sus enfermos.

Aprendemos a vivir esa profunda compasión, esa aflicción, compartiendo no sólo las penas, sino también los sueños, los pequeños logros y las alegrías. Como nos recuerda San Pablo: Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran. Vivan en paz unos con otros (Rom 12:15-16).

El Evangelio dice hoy: Jesús tomó los panes y levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición y los entregó a los discípulos para que los distribuyeran a la gente. Estas palabras nos son familiares. Son las de la Eucaristía.

La multiplicación de los panes es una anticipación de la Eucaristía que Cristo daría a la Iglesia en la última cena. Al adorar y recibir la Eucaristía, recordamos y sentimos de nuevo su pasión, muerte y resurrección. En estas condiciones, podemos preguntarnos con confianza, con San Pablo: ¿Qué puede separarnos de su amor?