Evangelio según San Juan 6,24-35:
En aquel tiempo, cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús. Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello».
Ellos le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado». Ellos entonces le dijeron: «¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed».
Gorgonas, tam-tam e Inteligencia Artificial
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 04 de Agosto, 2024 | XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Ex 16: 2-4.12-15; Ef 4: 17.20-24; Jn 6: 24-35
En un esfuerzo desesperado por capturar nuestra atención, el profesor de Historia en la Escuela Secundaria nos mostraba imágenes espectaculares de las Gorgonas, monstruos de la mitología griega con temibles dientes y serpientes en vez de cabellos, cuya sangre del lado derecho podía resucitar a los muertos, mientras la sangre del lado izquierdo era un veneno instantáneamente mortal. Debo confesar que no tuvo mucho éxito, pero la imagen quedó grabada en nuestra imaginación adolescente.
Años después, en la misión que tuvimos en el Chad, recuerdo que una noche nos fue imposible dormir por el estruendo de unos tam-tam que una comunidad cercana golpeaba para espantar a los malos espíritus, pues no querían que tuviesen contacto con un jefe recién fallecido ese día. Deseaban que viviera feliz para siempre en el otro mundo.
Ahora, veo en las noticias que, por 3000 dólares, “usted puede tener conversaciones con sus seres queridos fallecidos, si nos permite sintetizar su voz y su imagen, utilizando un programa de Inteligencia Artificial”.
En cuatro mil años, parece que no ha cambiado el deseo del ser humano de tener una vida eterna. Eso explica por qué, en el Evangelio de hoy, Cristo dice a la multitud que sólo quería en ese momento obtener de Él “el alimento que perece”: Esta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna, y Yo mismo lo resucitaré en el día final.
Pero no debemos juzgar la falta de visión de esas personas. En primer lugar, porque su hambre desesperada, su deseo urgente de alimento para el cuerpo, era algo real, no un capricho. Y, además, porque nuestra situación y nuestra actitud es del todo parecida a la de esas gentes. Lo esencial es, sin embargo, ver cómo Cristo responde con paciencia y ternura, al igual que en el Antiguo Testamento Yahvé respondió con el maná a las quejas y la falta de confianza del pueblo.
No se trata sólo del alimento; cada uno de nosotros desea tener control sobre el futuro, vivir con calma y seguridad, especialmente con salud y personas que nos quieran, pues la enfermedad, el dolor y la soledad son signos de muerte. En esos momentos de sufrimiento, suele ser precisamente cuando dejamos de mirar a Cristo y centramos toda nuestra atención en el padecimiento personal, en los límites que me impone la enfermedad o mi propia mediocridad espiritual. Seguramente no creo del todo que la vida eterna ha comenzado ya, en este mundo, en medio de mis lágrimas, en medio de lo que no esperaba atravesar, lo que parece superarme y me parecía sólo “cosas que les suceden a los demás”.
Esto es observable también en muchas personas a quienes aparentemente no les interesa la vida espiritual, es decir, los llamados indiferentes y los no creyentes. Por ejemplo, debido a esa hambre de control, pocas personas son capaces de aceptar son sencillez la ayuda de otro. La raíz está en nuestro Instinto de Felicidad, que es –como todo instinto- indispensable para el ser humano, pero su fuerza sólo se puede controlar con un estado de oración; de otra manera, se vuelve nuestro dueño y señor. Notemos lo que nos relata la Primera Lectura:
Comenzaron todos a murmurar contra Moisés y Aarón, y les decían: “¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto! Allí nos sentábamos junto a las ollas de carne, y comíamos hasta hartarnos; pero vosotros nos habéis traído al desierto para matarnos a todos de hambre”.
¡Esa es a veces nuestra reacción agresiva contra Dios y contra las personas que nos quieren ayudar! El instinto de felicidad desencadena en nosotros el miedo a perder la fama, a ser estigmatizados (como débil, ignorante, dependiente de otros…) y otro miedo no menos poderoso: el tener que enfrentarnos a verdades que tememos (he obrado mal todo el tiempo; estaba equivocado en mis conclusiones; he ocultado por mucho tiempo algo de mi historia o de mis intenciones…).
Pero el ejemplo y la palabra de Cristo son claros: Yo he venido para que ustedes tengan vida, y para que la tengan en abundancia (Jn 10: 10).
Las curaciones inesperadas, que se atribuyen a la intercesión de los santos, son acogidas como un signo de vida eterna, milagro que nos anticipa el hecho de que la muerte no tiene la última palabra. Necesitamos no sólo estar seguros de esto, sino también experimentarlo. Caso contrario, la única alternativa (¿?) es anestesiarse o narcotizarse con alguna actividad que absorba por un tiempo nuestra atención.
Tomemos buena nota del realismo de San Pablo, que nos invita hoy a reconocer que nuestra vida es una continua lucha (esto no le gusta a nuestro instinto de felicidad y trata de negarlo) que nos lleva a despojarnos permanentemente de deseos engañosos y a revestirnos de una nueva naturaleza… esto es sutil y a la vez profundo, pues los buenos deseos se refieren al necesario control que he de tener sobre mi vida… pero esa lluvia de deseos puede fácilmente cegar mi vista y hacer invisibles la necesidad y el dolor de quien tengo cerca. Sólo quienes aceptan esta realidad y dan un pequeño paso hacia el hambre y la sed del prójimo, pueden experimentar la cercanía de las Personas Divinas.
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Cristo nos invita a vivir con sobriedad, sin acumular ni apegarse a nada, a ninguna riqueza ni a cualquier costumbre o forma de hacer las cosas. Quienes desean de verdad ser discípulos misioneros, se toman esto completamente en serio, lo hace un elemento continuo de su lucha ascética, no un recurso eventual “en caso de tentación”. Pongamos un ejemplo de un santo de tierno corazón y de implacable ascesis.
La vía seguida por San Ignacio para cultivar el desapego de nuestro instinto la llamó, con expresión latina, agere contra. Es decir, “hacer exactamente lo contrario”; es actuar directamente contra los comportamientos que no dan vida. San Ignacio era muy consciente de que estaba apegado a su carrera, reputación y apariencia. Durante 11 meses, vivió en una cueva (hoy famoso lugar de peregrinación) para luchar duro y «actuar contra» sus apegos vistiendo tela de saco, dejándose crecer el pelo y no soñando despierto con el honor personal, sino meditando profundamente en Dios. Notemos que el criterio no es considerar si algo es moralmente malo, sino que no produce vida.
Cuenta en su autobiografía que había tocado con la mano a un enfermo de peste y se empezó a sugestionar con que se había contagiado. Entonces se metió la mano entera en la boca diciendo: Si está contagiada la mano que se contagie también la boca. Y la obsesión se le pasó. Una forma espectacular de eliminar el miedo.
Sin tener que llegar a esos extremos, peculiares de algunos santos, lo esencial queda claro en el Evangelio de hoy: Cristo encuentra SIEMPRE la manera de alimentar, de dar vida a todos. No es que la Eucaristía sea un símbolo, es su presencia sacramental, pero también representa y significa cómo tu vida y la mía pueden nutrir a los demás con vida, es decir, con pequeños gestos de perdón y misericordia que les confirman que no están solos, que alguien en la tierra y en el cielo se preocupa de ellos, no pasa por alto su dolor y su cansancio.
Por poner un ejemplo sencillo, es como ocurre en un vuelo, cuando el avión comienza a pasar una zona de fuerte turbulencia e, instintivamente, todos miran a la azafata. La simple sonrisa serena de esa tripulante, es suficiente para que todos se calmen un poco, en medio de la incomodidad y la ignorancia de cuál es el alcance de la dificultad.
Cuando Yahveh se revela a Moisés, le dice: Yo soy el que soy (Éx 3: 14). Esto no es un juego de palabras ni un enigma; significa, y así lo entendió el pueblo elegido, que Dios está siempre a su lado. Por el contrario, los demás seres, las demás criaturas, pasan, desaparecen. Su presencia la percibimos también nosotros, no en forma de maná, sino de perdón, de confianza que no destruye nuestra infidelidad, de pequeña luz en la tiniebla, que nos confirma que la orilla nos espera.
La confianza se expresa en el Padrenuestro, donde suplicamos la fuerza y el pan para hoy, no para toda la semana; igual que el maná, que caía cotidianamente del cielo. Tú y yo queremos comprender no sólo lo que nos sucede ahora, sino ver ante nuestros ojos todo el plan que Dios ha trazado para el resto de nuesta vida. No lo necesitamos, si de verdad creemos las palabras que pronunciamos: Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo. Para Jesús, su alimento es hacer la voluntad del que le envió y llevar a cabo su obra (Jn 4: 34). Llamar “alimento” a cumplir la voluntad del Padre no es lo mismo que llamarlo “obligación” o “actividad” … significa una verdadera y profunda necesidad, que, si no se realiza continuamente, no cesa nuestra hambre y sed de vida eterna.
Ciertamente, esto es algo que vamos aprendiendo, como se aprende a conocer un amigo o un maestro. El discípulo se va haciendo cada vez más hijo, y por eso es capaz de conocer no ya lo que está de acuerdo con el Padre, sino lo que constituye su preferencia, lo que de verdad le satisface.
Algo que con frecuencia recuerda San Pablo es nuestra facilidad para regresar a la vida pasada, al hombre viejo que un día nos propusimos dejar. Es claro que esto ocurre necesariamente, a no ser que esa voluntad del Padre sea de verdad aire que respiramos, deseo incesante. Eso no se produce de forma natural, no lo permite la carne ni la sangre. Eso explica por qué Cristo nos dice hoy, en una frase muy reveladora, que la obra de Dios es que creamos en quien Él ha enviado.
Esta confianza en Cristo significa confiar en la situación que vivo, con sus retos y sus incógnitas, con sus gozos y sus sufrimientos, pues debo recordar que esa realidad, misteriosa y a veces sobrecogedora, ES mi vida, es más auténtica que mis planes, mis mejores deseos o mis esfuerzos más nobles. Sí; ciertamente se comprende así lo que es abrazar la cruz.
Ni la mujer samaritana junto a pozo comprendió qué era el agua que saciaba la sed para siempre, no la multitud de hoy en Cafarnaúm, entendió cómo Jesús podía ser el pan de vida eterna. No lo olvidemos: nosotros tampoco podemos comprenderlo ni vivir, a no ser que probemos la pequeña migaja que encontramos en esta hora, en este momento, que nos parece insignificante, no indispensable. Nuestra fe en Jesús se manifiesta al elegir (¡siempre hay una elección!) entre algo realmente razonable para el mundo y la locura de un gesto, un silencio, o un acto generoso que el cielo espera de mí. Dios también tiene sed.
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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente