Skip to main content
Vive y transmite el Evangelio

Ser hijo pródigo no es lo peor… | Evangelio del 30 de marzo

By 26 marzo, 2025No Comments


Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32:

En aquel tiempo, viendo que todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Entonces les dijo esta parábola. «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Y, levantándose, partió hacia su padre.
»Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado’. Y comenzaron la fiesta.

»Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano’. Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!’ Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado’».

Ser hijo pródigo no es lo peor…

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 30 de Marzo, 2025 | Domingo IV de Cuaresma.

Jos 5: 9a.10-12; 2Cor 5: 17-21; Lc 15: 1-3.11-32

Da la impresión que la parábola de ese hijo derrochador, o pródigo, deberíamos llamarla de otra manera, porque el principal problema de ese joven no era que gastase el dinero de forma desordenada, sino que, al exigir la parte que le correspondía de la herencia, estaba considerando ya muerto a su padre. Y, de hecho, una vez que tuvo el dinero, se alejó, se marchó a un país lejano. Es decir, quería sentirse totalmente independiente, sin que su padre siquiera supiese lo que hacía, por eso eligió un país lejano.

En esta exquisita parábola, Jesús nos presenta con espacial claridad cómo somos, quienes somos… y quien es nuestro Padre celestial.

La actitud de ese “hijo menor”, tal vez de mentalidad adolescente e inmadura, no era muy diferente a la de Adán y Eva: No quiero hacer daño a nadie, pero sí que me dejen tranquilo para hacer todo lo que yo quiera. De manera que, el problema central no es que yo tenga un defecto dominante, alguna inclinación perversa o incluso las tentaciones del diablo, sino que me alejo de quien me puede salvar, acoger y -en definitiva- de quien me hace vivir.

Adán y Eva eligieron a la serpiente como compañera liberal e interesante; el joven rico no estaba tan interesado en los reptiles y. buscó camaradas divertidos y amigas seductoras. También el pueblo judío, históricamente, se había alejado de Yahveh y había elegido otros dioses que les resultaban más adecuados a sus apetencias. Todo esto no parece pura coincidencia y nos debe hacer pensar que somos demasiado vulnerables a tanto dolor, sensaciones, mensajes y distracciones.

En efecto, nuestra tendencia es actuar como huérfanos, lo cual supone dos limitaciones: no tener quien nos oriente y no tener que responder ante nadie. A veces, esto es muy seductor, pues estamos convencidos de tener buenas (o, al menos, interesantes) ideas e intenciones y también de que no necesitamos consejos y censuras, ni estar dando explicaciones continuamente.

En pocas palabras, no tenemos una verdadera conciencia filial. Ninguno de los dos hijos de la parábola la tenía. El mayor, según sus propias palabras, se consideraba ser tratado como un esclavo, no se sentía integrado en los empeños de su padre y lo que deseaba era comerse un buen plato de carne con los amigos. Por lo menos, con alguna fiesta pensaba aliviar. No se veía como un hijo. El pequeño, desde luego, no deseaba ni siquiera la cercanía física de su padre.

De manera que, si no nos consideramos muy distintos y superiores al resto de la humanidad, hoy es un buen momento para preguntarnos tú y yo: ¿Cuándo me he alejado de mi Padre? ¿De qué manera lo hago?

* Alejarme del Padre significa que no experimento, no identifico su misericordia, no la reconozco como algo presente en cada instante de mi vida, pero muy especialmente, como el hijo pródigo, cuando he cometido una torpeza, un acto egoísta.

Es el caso del pueblo judío, como nos recuerda la Primera Lectura, al que Yahveh alimenta primero con el maná y luego con los frutos obtenidos en la tierra de Canaán, pero continuamente el pueblo endurece su corazón y una y otra vez recibe el perdón, un nuevo acto de confianza de Dios, en este caso enviando a ese pueblo a su Hijo. En nuestro caso personal, nos alejamos de Dios por algo parecido: por falta de sensibilidad (un corazón duro, ingrato), o por no haber recibido nunca la misericordia y el perdón de quien sí la ha obtenido y disfrutado y debería compartirla. Es el caso de los ciegos y leprosos que Cristo cura, o de las personas que han sido abusadas, abandonadas o maltratadas en su niñez.

* La forma determinada de alejarme del Padre puede ser variada. Básicamente, es el dedicarme a “otros asuntos”, que pueden ser inmorales o, por el contrario, muy dignos, pero de alguna manera me convierten en esclavo. Recordemos que los esclavos no eran necesariamente personas despreciables, pero no tenían la plenitud de vida de los ciudadanos libres. Por eso, para llegar a esa plenitud o perfección, buscamos que nuestra vida ascética esté libre no sólo de malas acciones, sino de apegos íntimos a cualquier actividad que se convierta en el centro de mi vida, de manera que poco a poco me impide acercarme al prójimo a la manera como lo hace Cristo.

El hijo pródigo acabó siendo esclavo del placer, más tarde de la miseria y luego del hambre. Estaba demasiado apegado a sus deseos.

El caso del hijo mayor parece más sutil que el de su hermano. Ciertamente, había trabajado fielmente toda su vida, ese era el eje de su existencia, pero no le llenaba plenamente. Cuando el menor regresa, él se negó a entrar a casa, a pesar de las súplicas de su padre, con lo cual se consideró peor que un esclavo, no era un miembro de la familia, sino un verdadero extraño; había perdido por completo su identidad. Es la conducta farisaica.

Por esa razón, ya no llama al menor “mi hermano”, sino en tono despectivo habla de él al padre como “ese hijo tuyo”.

 

—ooOoo—

Como antes recordábamos y la parábola del hijo pródigo nos enseña, nuestro Padre celestial se hace especialmente presente cuando cometemos algún pecado, cuando somos duros de corazón, para confirmarnos que Él no nos puede abandonar, como hizo Jesús inclinándose dos veces hacia el suelo, ante la mujer adúltera (Jn 8). Más claro aún: No dejamos de ser sus hijos, por muchos errores que hayamos cometido. La alegría del Padre no es sólo porque su hijo se ha arrepentido, sino especialmente porque ha encontrado su verdadera identidad.

El anillo, las sandalias y el banquete que el padre ofrece al hijo pródigo son signos de algo todavía más hermoso: el formar parte de la comunidad y la empresa familiar, el volver a hacer todo en su nombre, con lo cual, como afirma el padre, había muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.

Esa era ya la experiencia de los hombres humildes en el Antiguo Testamento:

¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su heredad?No estarás airado para siempre, porque tu mayor gozo es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros.Pon tu pie sobre nuestras maldades y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados (Miq 7: 18-20).

Por otro lado, la falta de compasión por nuestro prójimo nace de la falta de conciencia de nuestra filiación común en Cristo. La compasión por nuestros hermanos y hermanas presupone que nos reconozcamos en ellos. Así, el Evangelio comienza con los fariseos y los escribas quejándose: Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos. Esos líderes religiosos no reconocieron que los pecadores también eran sus hermanos y hermanas que necesitaban ayuda. Por la misma razón, en la parábola, el hijo mayor no llega a perdonar a quien no reconoce como su hermano.

Si admito que soy pecador y peco, que soy débil y me equivoco, me será fácil sentirme hermano de quienes me hacen daño. Porque a esa mirada realista se una la certeza, la experiencia de que Dios nuestro Padre me invita de nuevo a hacer algo por él en la vida del otro. Como en la parábola, Dios nos pide que contemplemos serenamente nuestros pecados y flaquezas; una vez reconocidos, le sentiremos correr hacia nosotros para besarnos efusivamente.

—ooOoo—

Concluimos con un pequeño relato, que ilustra la fuerza terapéutica del perdón, la capacidad para mostrarnos nuestra verdadera identidad y desarrollar la conciencia filial.

Un hombre iba a diario al mercado de su pueblo. Un día, al llegar al mercado, notó que estaba especialmente concurrido. Estaba acostumbrado a encontrarse allí con multitudes en el mercado, pero esta era una multitud especialmente bulliciosa. Era gente que, a los ojos del hombre, no tenía razón para estar en el mercado, estaban causando gran congestión en la actividad normal. Todos parecían ir al mismo lugar y, para el hombre, parecían completamente inconscientes de cómo estaban creando caos en su apacible visita al mercado. No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a sentir la sensación de irritación que aumentaba en su cuerpo y en su mente.

Se llenó de pensamientos que alimentaban su ira y se produjo el círculo vicioso de alimentar la ira con pensamientos perturbadores. Justo cuando su ira llegó a su punto máximo y su única liberación sería dar voz a todos sus pensamientos, abrió la boca para gritarle a una de las personas que le robaban la paz. Esta persona había sido la gota que colmó el vaso cuando le cortó el paso. Antes de que pudiera emitir un sonido, otro se topó con él, haciendo que cayera al suelo la mayor parte de sus preciadas mercancías. Ahora estaba ya explotando de rabia mientras intentaba recoger lo que había caído… solo para ver cómo la multitud lo pateaba y pisoteaba.

Lleno de ira y ofuscación, estaba decidido a ver qué había tras ese alboroto. Recogió lo que pudo del suelo y comenzó a seguir a la muchedumbre. Mientras se dirigía a un espacio a las afueras del mercado, se abría paso entre la multitud cada vez más densa, decidido a descubrir el origen de ese caos.

Cuanto más se abría paso entre la gente, más crecía su cólera, hasta que finalmente se encontró con el rostro sonriente de un monje, un venerado maestro espiritual. El anciano estaba sentado, y a su alrededor había ofrendas de frutas y flores. Eran regalos de los muchos visitantes que esperaban recibir una bendición suya.

Sintiendo la ira de nuestro hombre, el monje se inclinó y le miró. Pero el enojado protagonista de la historia escupió a los pies del anciano y le dijo: Me robaste la paz. Estaba bien hasta que llegaste. Se fue ese día sintiéndose bastante satisfecho con su acto vengativo.

Al día siguiente, cuando se despertó, su ira se había disipado. Pero le invadía una sensación de remordimiento. Necesitaba volver al mercado y pedir perdón al monje.

Así lo hizo. Esta vez, con el corazón lleno de remordimiento, se abrió camino entre la multitud, esta vez sin esfuerzo, y en un momento, estaba de nuevo frente al venerable anciano.

Cayó de rodillas ante él y le dijo: No merezco ser amado. No puedo seguir adelante a menos que me perdones.

El monje respondió: Lo siento, hijo. No puedo perdonarte. Y le ayudó a ponerse en pie.

El hombre agachó la cabeza avergonzado: ¡Por favor, hazlo, te lo ruego¡

El monje le mira a los ojos diciendo: No puedo perdonarte porque el hombre que está hoy frente a mí no es el mismo que estuvo aquí ayer. Ese hombre se ha ido, y este hombre no ha hecho nada que necesite perdón.

______________________________

En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente