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Vive y transmite el Evangelio

A quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados | Evangelio del 28 de mayo

By 24 mayo, 2023No Comments
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Evangelio según San Juan 20,19-23:

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

A quienes perdonen sus pecados, les serán perdonados

 p. Luis CASASUS Presidente de las misioneras y los misioneros identes

Roma, 28 de Mayo, 2023 | Domingo de Pentecostés

Hechos 2:1-11; 1 Cor 12:3b-7, 12-13; Jn 20:19-23

Cierto; nervioso, muy, muy terriblemente nervioso estuve y estoy, pero ¿por qué dices que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había destruido, no los había embotado.

Así comienza la famosa obra de Edgar Allen Poe (1809-1849) El corazón delator. Es la historia de un asesino que se siente tan abrumado por la culpa que alucina con los sonidos del corazón de su víctima muerta. La culpa se convierte en un poderoso personaje de la historia, que finalmente lleva al asesino a descubrir el cadáver y admitir su delito. Este relato es una poderosa descripción de los efectos de la culpa en el ser humano.

En la celebración de Pentecostés, vemos cómo Cristo entrega el Espíritu Santo a sus discípulos, pero inmediatamente les explica por qué y para qué: Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.

Debemos considerar entonces que la primera necesidad que Jesús desea cubrir es el perdón de los pecados, para evitar inmediatamente la carga de la culpa en todos nosotros. A veces, los creyentes y los no creyentes, interpretamos que el perdón completo de los pecados es algo que sucederá al final de nuestro paso por este mundo. Pero Cristo es más generoso aún. Fueron muchas las personas en las que observó el peso insoportable de sus culpas, y quiso resolver ese sufrimiento antes que ningún otro, como sucedió de forma explícita en su encuentro con el paralítico que descolgaron desde el techo (Mc 2: 1-12).

La culpa es una emoción que implica autocrítica por un acto concreto y, a menudo, el deseo de “arreglar” el problema causado o de reparar el daño causado a los afectados.

Hay personas que niegan la culpa, tratando de justificarse ante sí mismos o ante los demás. Son capaces de construir una historia o un recuerdo falsos, una interpretación de los hechos, a veces completamente alterada, para intentar que la culpa caiga sobre algún otro. Otras personas, sin embargo, son capaces de utilizar la gracia de sentirse culpables y pecadores para cambiar profundamente su corazón. Esta última posibilidad es la que Cristo quiere explotar al máximo, por eso en la celebración de la Eucaristía declaramos al inicio enfáticamente: Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa

La mayoría de personas no lo reconoce, incluidas las que parecen inteligentes, expertas en la vida espiritual o muy activas en las tareas de la Iglesia, pero la culpa siempre lleva a un estado de esclavitud que se opone a la libertad de quien vive en oración. Quisiera ilustrarlo con una vieja historia:

Jaime es un chico de campo que visita a sus abuelos y recibe su primer tirachinas. Practica en el bosque, pero nunca da en el blanco. Cuando sale del jardín de sus abuelos, ve un pato que tiene como mascota. En un impulso, apunta y dispara al patito. La piedra golpea al pato y éste cae muerto.

El niño entra en pánico. Desesperado, esconde el pato bajo la pila de leña, pero al levantar la vista descubre que su hermana Mary lo ha visto todo. Ese día, después de comer, la abuela dice: Mary, vamos a lavar los platos. Pero Mary dice: Jaime me dijo que hoy quería ayudar en la cocina. ¿Verdad, Jaime? Y ella le susurra: ¡Recuerda el pato! Así que Jaime lavó los platos. Más tarde, el abuelo pregunta si los niños quieren ir a pescar. La abuela dice: Lo siento, pero necesito que Mary ayude a hacer la cena. Mary sonríe y dice: De eso ya se encarga Jaime, que quiere hacerlo. De nuevo, Mary se inclina y le susurra a Jaime: Acuérdate del pato. Jaime se queda mientras Mary va a pescar.

Tras varios días en los que Jaime hace tanto sus tareas como las de Mary, finalmente no puede soportarlo. Jaime se lo confiesa a su abuela. Para su sorpresa, la abuela le dice: Ya lo sabía, Jaime, dándole un abrazo. Estaba junto a la ventana y lo vi todo. Como te quiero mucho, te perdoné. Me preguntaba cuánto tiempo dejarías que Mary te tuviera como un esclavo.

En este pequeño ejemplo vemos cómo habitualmente se manifiestan unidas culpa y vergüenza. Si el pequeño Jaime hubiese decidido confesar su acción, todo habría transcurrido de forma distinta. Contrariamente a lo que se puede creer, la vergüenza es un elemento importante para futuro comportamientos agresivos, narcisistas y depresivos. Por eso hay que tener en cuenta para ayudar a muchas personas, que la vergüenza puede destruir los beneficios de un noble arrepentimiento que lleve a la confesión, sea sacramental o de otro tipo.

Por otro lado, existen ya interesantes investigaciones sobre el valor de sentirse culpable. Aunque algunos puedan argumentar que la culpa no es una emoción productiva ni especialmente útil (“sentirse mal por una acción no resuelve nada y no es útil para los afectados por la acción”), la capacidad de admitir el mal hecho sin sucumbir a la creencia de que uno es venenosamente “malo para todo” demuestra una gran madurez emocional y, de hecho, permite que se produzcan ulteriores reparaciones.

Todo lo anterior nos debería hacer pensar lo importante que es manifestar nuestras culpas, con sencillez, sin dramatismos. No sólo por los efectos psicológicos antes mencionados, sino muy especialmente porque Cristo hoy nos dice que su deseo de transmitirnos la paz se materializa al recibir el perdón de los pecados, sin entrar en que sean grandes o pequeños, lo importante es aprender a caminar en esa forma sincera y total de confesión, como nuestro padre Fundador nos ha enseñado en el Examen de Perfección.

Cuando en el Sacramento de la Confesión o Reconciliación, el sacerdote recita la fórmula de absolución, recuerda que la paz está unida al perdón y que éste procede del Padre: Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.

Podemos ir más lejos. Jesús nos enseña que la posibilidad y la medida de amar con plenitud no viene dada simplemente por tener alguna experiencia de haber sido amado, sino por haber sido perdonado con amor. Esto fue declarado por el propio Cristo al referirse a la mujer que bañó sus pies con un caro perfume: Por esto te digo: si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados. Pero a quien poco se le perdona, poco ama (Lc 7: 47). Ya vemos que la persona a quien no se ha perdonado, o no ha acogido el perdón, puede amar, eso podemos hacerlo todos, pero sin haber recibido y abrazado el perdón, nuestro amor será siempre “poco”.

 

—ooOoo—

No debemos olvidar que Pentecostés significa otra realidad que el Espíritu Santo hace posible y que la convivencia, la historia y los noticieros enseñan que no se puede lograr de otra manera: la unidad.

¿Dónde comienza a fisurarse la unidad? La psicología y la vida espiritual dan la misma respuesta: nos precipitamos a reaccionar “como siempre”, no somos capaces de dar nombre y clasificar nuestros pensamientos y nuestros deseos. Y eso tiene consecuencias inmediatas, nos roba la paz y nos separa del prójimo, a veces haciéndolo invisible y a veces viéndolo como enemigo. La ventaja de quien camina junto a Cristo es que Él nos ayuda a decidir qué es lo inútil o peligroso y qué es lo que puede ser valioso, qué perlas debemos abandonar y cuál deberíamos comprar en cada instante.

Si Cristo nos dice que seremos reconocidos como discípulos suyos por el amor que nos tengamos, es en razón de que esta unidad, perseverante, en medio de las dificultades y a pesar de nuestra mediocridad, es algo literalmente venido del cielo.

Lo normal es que las personas de más edad envidien a las más jóvenes; lo normal es que los más jóvenes se impacienten con los mayores; lo normal es que las sensibilidades de mujeres y hombres les separen; lo normal es que las distintas culturas vean a Cristo con matices distintos… Y es normal poner una etiqueta a una persona de manera que nuestra misericordia hacia ella queda mutilada. Pero el Espíritu Santo nos da una visión común, una misma mirada. Como decía el Papa Francisco, nos hace contemplar un mundo de hermanas y hermanos hambrientos de misericordia.

Esta búsqueda, esta hambre de misericordia es utilizado por el Espíritu Santo para llevarnos más cerca del Padre, por medio de lo que nuestro Fundador llama la Súplica Beatífica, que se manifiesta en la Beatitud que sentimos por su compañía y el Estigma, la marca que deja en nosotros compartir Su dolor, su anhelo de tenernos siempre más cerca.

El problema es cuando nos dejamos arrastrar por los instintos, que nos piden saciar esa hambre de cualquier manera, sin mirar a nuestro prójimo ni a nuestro futuro, sin detenernos un instante a comprobar que Cristo no nos ha abandonado y cumple su promesa de seguir a nuestro lado hasta el fin de los tiempos.

Bien sabemos que los primeros apóstoles eran muy distintos. Pero, además, como relata la Primera Lectura, las personas que les escuchaban tenían procedencias y lenguas muy diferentes. En todos ellos se manifestó la sorpresa de ver una comunidad firmemente unida. Tal vez –más allá de la lengua- no entendieron mucho de lo que dijeron los discípulos, pero sus corazones fueron tocados por la armonía que vieron en ellos, algunos de los cuales eran violentos, otros poco diplomáticos, unos tímidos y otros más intrépidos; pero eso, en ese momento, gracias al Espíritu Santo, no era lo más importante.

Nuestro Superior General, Fernando, lo expresó maravillosamente hace unos días en Ecuador: Debemos dejarnos curar por Cristo. Esta curación significa ayudarle a conducir a todos hacia el Padre. Sorprendentemente, esa forma de éxtasis, esa mirada fuera de nosotros mismos, es la medicina insospechada, el remedio capaz de curar al mismo tiempo nuestra división interior y la falta de unidad entre nosotros.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente