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Adultos envidiosos e infantiles | Evangelio del 22 de septiembre

By 18 septiembre, 2024No Comments


Evangelio según San Marcos 9,30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos pasaban por Galilea, pero Él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará». Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?». Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado».

Adultos envidiosos e infantiles

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 22 de Septiembre, 2024 | XXV Domingo del Tiempo Ordinario

Sab 2: 12.17-20; Sant 3: 16-4,3; Mc 9: 30-37

“Por el camino, habían discutido entre sí quién era el mayor”. Si alguien no considera que la envidia es relevante y poderosa… le faltaría algo de sensibilidad y cultura. El propio Freud, en la madurez de su pensamiento, consideraba la envidia como el fundamento, la base de nuestra psique.

La envidia está profundamente arraigada en la persona y es común a todas las épocas y pueblos. Nuestros antepasados vivían temiendo despertar la envidia de los dioses, a los que esperaban aplacar con elaborados rituales y ofrendas. En la mitología griega, es la envidia de Hera por Afrodita, que había sido elegida como la diosa más bella, lo que desencadenó la guerra de Troya. En la Biblia, vemos que por envidia por Caín asesinó a Abel, y también dice el Antiguo Testamento que por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sab 2: 24). Y en el texto épico indio Mahabharata, es debido a la envidia por lo que Duryodhana emprendió una guerra épica contra sus primos, los Pandavas.

La envidia suele dirigirse hacia aquellos con los que nos comparamos, aquellos con los que sentimos que competimos. Como escribió Bertrand Russell: Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque por supuesto envidiarán a otros mendigos que tengan más éxito que ellos.

Pocas personas confiesan su envidia. Nos cuidamos mucho de disimularla. Aun así, puede delatarse mediante expresiones indirectas como la alegría o el placer derivados de la desgracia de otro. Eso explica por qué son muy leídas las noticias y las historias de famosos venidos a menos o de políticos fracasados. En la Retórica, Aristóteles ya hablaba de esta triste manifestación.

En el Libro de los Proverbios (24: 17-18), se nos advierte, de forma muy peculiar, contra esta reacción: No te regocijes cuando caiga tu enemigo, y no se alegre tu corazón cuando tropiece; no sea que el Señor lo vea y le desagrade y aparte de él su ira.

Rara es la persona que puede alegrarse de verdad, sin reservas, por el éxito de otra, aunque esto resulta más fácil si el éxito es trivial, o si forma parte de un cuadro mayor de fracaso. En algunas personas, la envidia puede dar lugar a reacciones defensivas como la apatía, la ironía, el esnobismo o el narcisismo, que tienen en común el uso del desprecio para minimizar la amenaza existencial que cree ver en la superioridad de los demás.

La envidia reprimida también puede transformarse en resentimiento, que es la dirigir el dolor que acompaña a nuestra sensación de fracaso o inferioridad, en forma de odio, a una persona, un grupo humano o una organización.

Cuando nos encontramos con alguien que es mejor o tiene más éxito que nosotros, podemos reaccionar con alegría, admiración, indiferencia, envidia o emulación. Reaccionando con envidia, nos envenenamos y nos negamos a aprender de quienes saben más que nosotros. Pero la emulación (podemos llamarla imitación) nos permite crecer y adquirir las cualidades que, de otro modo, habrían incitado nuestra envidia.

De nuevo, mirando a la Retórica, Aristóteles dice que la emulación la viven sobre todo quienes creen merecer ciertas cosas buenas que aún no tienen, y con mayor intensidad quienes tienen una disposición noble. Cuando Jesús nos invita a imitarle, sirviendo a los demás, se ahorra muchos discursos y acude a esta vía directísima al corazón humano: se ofrece como ejemplo para imitar o emular.

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Cristo contrapone a la envidia y los celos el servicio. Así dice que ha de actuar el que desee ser el primero.

Merece la pena seguir reflexionado sobre la forma de servicio que Cristo nos propone. Va más allá de la satisfacción que sentimos al hacer un favor o un gran bien a los demás. Significa más que el consagrarse a una profesión en la que estamos inmediata e intensamente dedicados al prójimo, como un bombero, un profesor con vocación o quien trabaja en el área de la salud.

Pero, en ocasiones, el servir puede ser poco gratificante o insuficiente para encontrar sentido a nuestra vida, como le ocurrió a la generosa Marta, cuando se ocupaba afanosamente de buscar la comodidad y el bienestar de Jesús, mientras su hermana estaba sentada a los pies del Maestro. Seguramente, en ese momento fue víctima de la envidia y de los celos.

Cristo quiere llevarnos más lejos. Su propuesta es: Llegar a servir a todos y en toda circunstancia.

No se trata, entonces, de algo ocasional, sino nada menos que una actitud que da unidad, dirección y sentido a toda nuestra vida ¿Parece exagerado o ilusorio? A primera vista, con los pseudo-valores y la observación superficial de nuestros incontables egoísmos… de la impresión que sí. Pero una mirada más sutil a la vida de los santos y a nuestra propia experiencia, apunta a que la invitación de Cristo toca el fondo de nuestro ser.

Por ejemplo, tres investigadores de una universidad de Vancouver hicieron un experimento con 23 niños menores de dos años, comprobando que, al compartir un muñeco, cada uno de ellos mostraba una satisfacción superior (con alguna forma de medida) a lo que parecían disfrutar en solitario. Desde luego, esto nos ocurre a los adultos cuando podemos ver una película con alguien y luego intercambiar nuestras impresiones, pero el experimento se refiere –técnicamente hablando- a “dar con un coste”, es decir, dejando algo personal y además en un momento cuando los niños no apenas habían comenzado su vida social infantil.

Es significativo cómo termina la parábola de Lázaro y el hombre rico (Lc 16: 19-31). Desde el infierno, el rico desea que su lamentable ejemplo, su torpeza, sirva a sus cinco hermanos para evitar el tormento y gozar de una eternidad gloriosa. Es un deseo de servir, en este caso desesperado, que parece ser más fuerte que el horrible sufrimiento en la gehena.

Para un discípulo de Cristo, lo importante es comprobar que el Espíritu Santo nos muestra en cada momento lo que significa servir. Podemos afirmar que el servir como Jesús tiene siempre dos dimensiones: liberar al prójimo de un dolor y ayudarle a seguir un camino o al menos hacer una acción, que llene de plenitud su vida. Eso es exactamente lo que hizo Cristo con nosotros: nos liberó de la carga del pecado, pero también nos dio los medios para seguirle en su forma de caminar con esperanza y fe.

Así lo sigue haciendo, lo cual queda perfectamente reflejado en al momento de lavar los pies de sus discípulos.

Cuando recordamos sus palabras “no se puede servir a dos señores”, generalmente las consideramos como una advertencia amenazante, como un aviso para ser prudentes y no someternos a las llamadas de la comodidad, el placer y el poder. Sin embargo, la parte verdaderamente mística en esta sentencia: Si de verdad somos obedientes a la voz del Espíritu, si nos hacemos servidores del prójimo en nombre de Dios, se nos dará la libertad para no caer en las trampas de nuestro carácter, del mundo y del diablo, que ya no podrán ser nuestros señores… aunque de vez en cuando nos hagan la vida complicada.

La persona que tiene verdadera intención de servir, al hacer un bien, trata de iluminar al prójimo para que pueda dar un paso, grande o pequeño, que cambie su vida. Un ejemplo heroico es el de los Fundadores, que buscan la manera de hacer un camino para un servicio efectivo y concreto, para responder a alguna o algunas de las necesidades y tribulaciones de los seres humanos.

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En otras ocasiones (Mt 18: 1.4; Mt 19: 14), Jesús pone a los niños como modelos para el cristiano. Hoy, nos dice, abrazando a un niño, que quien reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Hoy, Cristo nos hace ver a los niños como personas completamente dependientes, que no pueden vivir por sí mismos. En la sociedad de Israel, esto era aún más dramático, pues socialmente no tenían ninguna importancia, ni legalmente ninguna consideración, aunque fueran amados por sus familias. Por eso, Cristo está haciéndonos ver cómo una persona que NO tiene un comportamiento maduro, sino más bien “infantil”, alguien que necesita ser continuamente instruido, dirigido y atendido, ha de ser recibido por nosotros, en actitud de servicio.

Es fácil sentirse conmovido y enternecido por un niño que necesita ayuda, pero no lo es tanto recibir, acoger con paciencia a un adulto que no deja de cometer torpezas y se muestra insensible y desagradecido a las atenciones y cuidados de los demás. Esos son los seres humanos que en el texto evangélico de hoy están representados por un niño.

Al poner juntas las dos enseñanzas de Cristo: el servir y el recibir a los que son incapaces de vivir con madurez, la pregunta que surge puede ser: ¿Hasta dónde llega mi deseo de servir? Seguramente ese deseo es limitado, pues ignoramos los planes de la Providencia para cada uno de los hijos de Dios.

Por eso, quisiera recordar un ejemplo llamativo del Antiguo Testamento. José, hijo de Raquel y Jacob, que se ganó el odio de sus once hermanos por sus delirios de grandeza. Contaba los sueños que había tenido, viendo al sol, la luna y las estrellas inclinarse ante él (Gén 37: 9). Como recordamos, sus hermanos querían matarle, pero finalmente lo vendieron como esclavo y terminó en Egipto. Después de pasar más de una década en la cárcel, acabó siendo el hombre de confianza del Faraón, y perdonó a sus hermanos, ayudó a su pueblo y llenó de fe y de gozo a su familia.

El abrazo a un niño del texto evangélico de hoy NO representa abrazar todos los caprichos y la indolencia de quien no se comporta con madurez, sino más bien considerarlo como hijo de Dios, alguien para el que existe un plan divino.

José, el hijo de Jacob, cuando reveló su verdadera identidad a sus atónitos hermanos, les dijo: Dios me envió delante de ustedes: para salvarles la vida de manera extraordinaria (Gén 45: 7).

Ojalá recordemos esta historia cuando nos sintamos cansados, impacientes y enojados ante la conducta inmadura, egoísta, insensible… infantil, de alguien.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente