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Vive y transmite el Evangelio

Resucitar con Él | Evangelio del 20 de abril

By 16 abril, 2025No Comments


Evangelio según San Juan 20,1-9:

El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos.

Resucitar con Él

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 20 de Abril, 2025 | Domingo de Resurrección.

Hechos 10: 34a.37-43; Col 3:1-4; Jn 20: 1-9

Esas mujeres que madrugaron para llegar a sepulcro de Jesús “cuando todavía estaba oscuro” fueron más diligentes que los discípulos, que fueron avisados por ellas. Pero los dos discípulos, al menos, fueron corriendo al lugar donde tenían que ir para comprender, por fin, lo que Cristo les había anunciado. Conclusión: Cristo nos pide un esfuerzo para poder participar en su Reino, algo que muchos autodenominados ateos modernos no han hecho, es decir, no han mirado con atención en su interior para ver qué cosas suceden,

Eso explica por qué nuestro padre Fundador escribe en sus Transfiguraciones una frase demoledora: El ateísmo es pensamiento que huye del esfuerzo.

En efecto, ni los ateos ni los que somos cristianos perezosos nos molestamos en hacer como esas mujeres serviciales y esos sorprendidos discípulos: explorar con cuidado lo que sucede en nuestra alma, lo que nos permitiría darnos cuenta de cómo hay en nuestras vidas tantos eventos de los que no nos damos cuenta y, cuya explicación más evidente, es que el soplo del Espíritu Santo nos empuja -casi siempre de modo suave y delicado- a nuevos horizontes.

Es algo semejante a los millones de reacciones químicas que tienen lugar en nuestro cuerpo cada día o a la fascinante y silenciosa producción de glóbulos rojos: dos millones de ellos por segundo. Sabemos que esto se realiza, que es algo necesario para nuestra vida, pero no está bajo nuestro control.

La experiencia de la Resurrección no es solo un recuerdo histórico del suceso que celebramos en la Pascua, sino una realidad existencial que impacta nuestra vida cotidiana. Como tantas veces ha recordado nuestro padre Fundador, se trata de algo que vivimos aquí y ahora, no solo en el futuro. Algo sucede en nosotros:

Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre! (Gal 4: 6).

Por eso mismo, nos sentimos enviados a anunciar con la vida que la luz vence a la oscuridad y también sentimos que podemos contagiar esperanza. Es un impulso a vivir con propósito, con sentido, con la certeza de estar sirviendo a un Padre que nos espera siempre. Así les sucedió a los discípulos después del encuentro con el Resucitado.

Decir que el cristiano muere al pecado y nace a una nueva vida (cf. Rom 6: 4) NO ES una metáfora, sino la descripción más exacta de nuestra participación en la Resurrección de Cristo. Él no necesitaba morir al pecado, pero venció a la muerte. Nosotros experimentamos una distancia de la fuerza del pecado, aunque a veces caemos; sentimos que nos hace falta un cambio profundo, una auténtica resurrección, aunque no tengamos en el primer plano de la memoria alguna de nuestras faltas. El contraste muerte-vida no se limita al momento sublime que hoy celebramos en la vida de Cristo.

Con unas palabras bien conocidas de San Pablo a Timoteo, concluía San Juan Pablo II su catequesis sobre la Resurrección:

Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos’: esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad (15 MAR 1989).

—ooOoo—

En muchas tradiciones, como el hinduismo, el budismo o ciertas corrientes filosóficas, la reencarnación se entiende como el regreso del alma a un nuevo cuerpo, en un ciclo repetitivo de nacimientos y muertes, con el fin de purificarse o alcanzar la iluminación. Se podría decir que la creencia en la reencarnación refleja una búsqueda antigua e intuitiva de esa verdad más plena que la fe cristiana revela a través de la Resurrección.

Como decía san Juan Pablo II en Evangelium Vitae: El hombre lleva inscrita en su corazón la esperanza de la vida más allá de la muerte. […] La resurrección de Cristo no sólo responde a esa esperanza: la supera infinitamente.

No olvidemos que, los jóvenes que tantas veces calificamos de materialistas, individualistas o relativistas, también tienen escrito en su corazón este anhelo de eternidad, aunque nos puedan parecer pesimistas o escépticos de todo.

La Resurrección nos ofrece una certeza profunda: la muerte no tiene la última palabra. El cristiano experimenta paz en medio del dolor, incluso frente a la muerte física, porque cree y tiene el sabor anticipado (la primicia) de que hay una vida eterna. Esta esperanza cambia su forma de vivir el presente: no se aferra a lo efímero, sino que, de mil maneras, busca lo eterno.

Si tuviera que explicarlo a un niño, lo haría así:

Había una vez, en un jardín lleno de luz, una pequeña oruga llamada Nuna. Cada día recorría las hojas verdes, mirando el cielo y escuchando las historias que contaban las flores. Aunque su mundo era pequeño, ella soñaba con algo más.

¿Qué hay más allá de estas plantas? preguntaba a los insectos, pero nadie le respondía. Aquí estamos bien, decían las hormigas. No hay más que ramas y viento.

Una mariposa le habló un día con voz suave: Todo lo que vive en este jardín tiene un propósito. Y aunque ahora estás cerca del suelo, un día volarás.

Nuna no entendía: ¿Cómo podría yo volar? Soy pequeña, lenta… y apenas veo el cielo entre las ramas.

Confía, dijo un viejo roble. Ahora no puedes imaginar lo que pasará. Yo antes era una pequeña semilla, pero tú también cambiarás. No temas.

Pasaron los días. Llegó el frío. Nuna sintió un sueño tan profundo que le obligó a detenerse. Se aferró a una rama y tejió un capullo, como si estuviera durmiendo.

Se ha ido -dijeron los grillos- Era una buena oruga. Su historia ha terminado.

Una mañana, cuando el sol besó el jardín, el capullo se abrió…y de él salió Nuna, resplandeciente. Ya no era una oruga, ¡era una mariposa! Con alas de luz, subió al cielo que tanto había soñado.

—ooOoo—

La Resurrección no es solo un evento puntual: es una dinámica diaria de morir y renacer. Cada vez que el cristiano elige amar, perdonar, levantarse del pecado, confiar en medio de la noche… está experimentando algo de la Resurrección.

Así lo expresa el propio Jesús en la Parábola del Hijo Pródigo: Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Cada vez que me arrepiento con verdadera conciencia de haber ofendido a Dios y al prójimo, reconozco que me he alejado del amor, recibo una gracia para que se dé en mí no sólo un cambio de conducta, sino un cambio que bien podemos llamar Resurrección, renacimiento; otra cosa es que lo acepte con gratitud y coherencia.

No puedo hablar de la Resurrección de Cristo (ni de la mía) si no es visible en mi vida un entusiasmo por la misión, una gratitud por la vida que tengo, por mis talentos (aunque fuesen pocos o nada espectaculares). Hace unos días recordábamos en una conversación cómo muchos de los voluntarios que hay en los hospitales para atender enfermos oncológicos, son precisamente antiguos pacientes de cáncer, que están agradecidos por haber recuperado sus fuerzas, aunque sean menores que las que antes tuvieron. Pero ahora, tras esa “resurrección” de su salud, reconocen el valor de cada minuto, de cada ocasión de servir, consolar y animar a los demás.

En quienes tenemos el deseo de ser apóstoles, debe ser perceptible nuestro entusiasmo y atención a la misión de los hermanos, a la más pequeña oportunidad de establecer una conversación amable, con el peluquero, el empleado de una tienda o un vecino. Una persona que NO HACE ESTO, que no tiene esta actitud, me decía hace unos días: No basta con ser simpático y amable. Puede ser, pero es el principio, el signo visible de quien cree en los demás, no porque le parezcan perfectos, sino porque están llamados a una vida eterna.

San Felipe Neri era conocido por su santidad… pero también por su gran sentido del humor. Tenía un don especial para acercar a la gente a Dios con una sonrisa.

Un día, cierto joven noble comenzó a sentirse atraído por la vida espiritual. Pero también tenía un pequeño problema: le importaba demasiado lo que pensaban los demás. Siempre iba impecable, cuidaba su imagen y su reputación con esmero. San Felipe lo notó. Entonces, un día, lo llamó y le dijo:

Quiero que hagas un pequeño acto de humildad… ponte este ridículo sombrero de plumas y ve por toda Roma a hacer tus recados.

El joven se quedó pasmado. ¡Eso sería un escándalo! ¡Qué vergüenza! Pero obedeció, algo avergonzado, y salió a la calle.

La gente se reía, lo señalaba, y algunos hasta lo tomaban por loco. Al volver, San Felipe lo miró con una sonrisa y le dijo: Muy bien. Hoy has empezado a morir al orgullo y a resucitar a la libertad del corazón. Porque quien se ríe de sí mismo, ya ha vencido al mundo.

¿Hago un esfuerzo continuo por acercarme a los demás?

Como dijo una vez John Wesley, el fundador de la Iglesia Metodista: ¡Mi parroquia es el mundo entero! Así también, en cada comunidad, en cada parroquia o centro de trabajo, nuestro cuidado y atención apostólica no es solo para católicos, sino para todos, creyentes o no, los que nos precipitamos en llamar “alejados” o “indiferentes”.

Como María Magdalena, los discípulos de Emaús, los apóstoles o incluso San Pablo, tras nuestro encuentro con Cristo Resucitado hemos de vivir libres de todos los temores sobre el futuro. De ser cobardes y temerosos de sus enemigos, especialmente de las autoridades judías, pasaron a proclamar la Buena Nueva con valentía incluso cuando estaban siendo perseguidos y arriesgaban sus vidas.

Demostremos que en estos días de Pascua hemos tenido momentos de especial intimidad con Cristo Resucitado, que hemos compartido con Él nuestros viejos temores y le hemos confiado nuestra desilusión, como los discípulos de Emaús, nuestras dudas, como Santo Tomás.

De hecho, sólo quienes han tenido un encuentro renovado con Cristo, son capaces de traer la Buena Noticia. Especialmente, contemos, compartamos nuestra pequeñas o grandes conversiones, como hacemos quienes tenemos el privilegio del Examen de Perfección. Es algo urgente, aunque no siempre lo veamos tan apremiante. Las noticias de los últimos meses, las nuevas formas de violencia, los conflictos en el mundo, no sólo afectan a las víctimas inmediatas, sino que extienden un halo de pesimismo y desesperanza del que nadie está libre.

Que nuestra alegría pascual no sea artificial, sino fruto de una verdadera contemplación de Cristo Resucitado.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente