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Vive y transmite el Evangelio

La sombra de una cruz | Evangelio del 2 de julio

By 28 junio, 2023No Comments
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Evangelio según San Mateo 10,37-42: 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.

»Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa».

La sombra de una cruz  

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Idente

Roma, 2 de Julio, 2023 | XIII Domingo del Tiempo Ordinario

2Reyes 4:8-11.14-16a; Rom 6:3-4.8-11; Mt 10:37-42

 Cuando escuchamos a Cristo decir que quien ame a su padre o a su madre más que a Él, no es digno de seguirle, viene a veces a nuestra mente una especie de dilema, la impresión de que esos dos amores son incompatibles. Es evidente que no puede ser así, incluso en el caso de una persona que deja su casa para servir a Dios con alguna forma de consagración. En realidad, nos quiere hacer comprender que incluso la forma de amor más sublime, el amor filial, tal como lo entendemos los seres humanos, ha de ser transformado para vivir como auténtico discípulo de Jesús. En palabras de San Agustín: Cristo ha venido a transformar el amor.

De una manera sencilla, un alma orante resumía así esta verdad:

Le pedí a Dios que me quitara el dolor. Dios me dijo: No. No soy yo quien debe quitarlo, sino tú quien debes entregarlo.

Le pedí a Dios que sanase a mi hijo minusválido. Dios dijo: No. Su espíritu está sano, pero su cuerpo es sólo temporal.

Le pedí a Dios que me diera paciencia. Dios dijo: No. La paciencia es el resultado de las tribulaciones. No se regala, se gana.

Le pedí a Dios que me evitara el dolor. Dios dijo: No. El sufrimiento te aparta de las preocupaciones mundanas y te acerca a mí.

Le pedí a Dios que hiciera crecer mi espíritu. Dios dijo: No. Debes crecer por ti mismo, pero yo te podaré para que seas fructífero.

Le pedí todas las cosas necesarias para disfrutar de la vida. Dios dijo: No. Yo te doy la vida para que disfrutes de todas las cosas.

Le pedí a Dios que me ayudara a amar a los demás, tanto como me ama a mí. Dios dijo… Ah, por fin entendiste la idea.

Todos tenemos experiencia de que nuestro amor a Dios y al prójimo puede (y debe) crecer más. Hay actividades, momentos del día, o afectos, en los que ponemos todo nuestro corazón; son, como dice el propio Cristo, afanes, instantes o simpatías que constituyen nuestro auténtico tesoro, lo que literalmente nos entusiasma, lo cual contrasta con nuestra forma tibia o incompleta de seguir a Cristo.

—ooOoo—

Las palabras de Cristo en el Evangelio de hoy significan también que cuando decidimos seguirle, nos hacemos miembros de una familia, en la que los vínculos no son aficiones, ni afinidades, ni simpatías… La Primera Lectura nos ofrece una clave preciosa: basta ver que una persona desea servir a Dios, ser su testigo, para saber que puede cambiar nuestra vida, independientemente de que veamos en ella una virtud admirable o, por el contrario, su vida esté llena de signos impropios de un verdadero apóstol.

La mujer Sunemita tuvo la gracia de encontrarse con Eliseo y vio cumplido su sueño de ser madre. Todos recordamos alguna persona que nos ha enseñado algo esencial para nuestra vida cristiana, y quizás hemos caminado con esa persona durante años o tal vez seguimos sus huellas con entusiasmo; ese es el caso de quienes seguimos a un fundador.

Pero otras veces, la persona que se cruza en nuestro camino nos parece mediocre, tal vez escandalosa, aunque nuestra propia vida lo pueda ser también ¿qué hemos de hacer entonces? Ser fieles a lo que Cristo nos dice hoy, haciendo todo lo posible por esa persona, aunque sea darle un vaso de agua, sólo por ser discípulo de Cristo.

Eso hizo Él mismo con sus primeros seguidores, aunque le dieron muchos disgustos y le malinterpretaron; tuvieron miedo, hubo envidias entre ellos y uno le entregó a los verdugos.

No es la virtud o la vida ejemplar de un discípulo lo que nos ha de empujar a tener una misericordia a activa con él, sino sólo el hecho de que Dios tocó un día su corazón ¿o no lo creemos así? ¿…o pensamos que el Espíritu Santo cometió un error?

La enfermedad, el paso de los años, el miedo, las desilusiones, la tentación del poder y la fama son demasiado fuertes para nosotros. Alguien que un día fue movido a dejarlo todo por el reino de los cielos, quizás hoy sigue un camino de sombras del que nadie parece poder sacarle. Esta es nuestra perspectiva, pero no necesariamente la de Cristo.

En el comienzo Capítulo 13 de San Lucas, Jesús hace referencia a los Galileos que fueron masacrados por Pilatos, y a los 18 que murieron aplastados al caer la torre de Siloé. La interpretación popular es que esto se debió a la gravedad de sus pecados. Sin embargo, inmediatamente después, San Lucas nos presenta la parábola de la higuera que no da fruto, a la cual se le concede un plazo de un año para dar fruto: si no cumple esta expectativa, será eliminada.

La conclusión de Cristo es clara y provocadora: ¿Crees que los que murieron tenían más culpa que los otros habitantes de Jerusalén? ¿Creo que esa persona, quizás consagrada, acaso con muchas responsabilidades, quizás escandalosa, tiene más culpa que yo? La higuera estéril nos representa a ti y a mí. El escándalo es la falta de fruto y, por tanto, el punto de reflexión es cuáles son los frutos que debemos dar tú y yo.

Seguramente, por todo lo anterior, debemos mirar muy bien cómo tratar a cualquier persona que ha sido llamada por Dios, que sin duda necesita un testimonio muy específico de nuestras vidas: los frutos que aportamos al reino de los cielos, los cuales no siempre se pueden contar, pero son igualmente poderosos, como el reconocer nuestros errores con sencillez, la vivencia de nuevas formas de caridad, la misericordia con quien tiene cualquier forma de debilidad…La idea básica de la conversión es simplemente el cambio. Y los cambios en nuestra vida espiritual son visibles, son invitación a la conversión de los demás.

Seamos claros: la conversión no se da fácilmente. Cristo lloró al mirar a Jerusalén, por la dureza de corazón de sus habitantes. Sabía que no faltaría el necesario castigo para la también necesaria conversión. En ese caso histórico, la destrucción del templo.

Hoy también hay personas –tal vez algunos de nosotros- que mueren sin dar ningún signo de conversión, sin pedir nunca perdón, sin recordar nunca haber cometido una falta. Pero nada es imposible para Dios, como nos enseña la vida de Cristo, que resucitó muertos, curó enfermos, abrió los ojos a todo tipo de ciegos y, sobre todo, cambió corazones.

Como dice la Segunda Lectura, debemos considerarnos ya muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, lo cual hace sospechar que Cristo habla muy en serio al decir que perdemos nuestra vida al intentar salvarla por medios mundanos, aunque sean lícitos. Igual que a la higuera estéril, nos espera un castigo, un purgatorio que seguramente consiste en un río de lágrimas amargas, por comprender que efectivamente hemos perdido el tiempo y la vida, la auténtica vida. Como nos decía nuestro padre Fundador, aunque la misericordia divina nos acoja en el cielo, deberíamos procurar no merecer el purgatorio, no sólo por el dolor que significa, sino por la alegría que no hemos dado a las personas de la Santísima Trinidad y a los santos.

—ooOoo—

No olvidemos que hoy también nos dice Cristo que el ser discípulo suyo supone cargar la cruz. Es otra llamada a vivir el realismo del Evangelio. Seguir a Cristo es posible en medio de mi debilidad, de mis dudas, de mis faltas, de las contrariedades externas… Seguir a Cristo es posible llevando a cabo una misión modesta, muy distinta de lo que había soñado hacer por Dios y por el prójimo. Sólo si tengo presente que Cristo va delante de mí, con su Cruz, seré capaz de seguirle, de otro modo, estaré siguiendo mi pequeña generosidad, mi pequeño sueño.

Con el ejemplo de la mujer Sunemita, los consejos de San Pablo y las palabras de Jesús sobre la cruz y el trato a los que Él llama, hoy parece un buen día para que miremos a nuestra vida y –además de las faltas- reconozcamos que seguramente estamos “instalados” en nuestra vida espiritual y en nuestro trato a quienes caminan a nuestro lado, hermanos y hermanas que cargan con su cruz, aunque sea torpemente, como tú y yo.

No sabemos cómo Dios Padre utilizará el vaso de agua que demos a un apóstol santo o mediocre, o la acogida a quien abiertamente nos persigue. No sabemos cuándo esa persona se convertirá radicalmente, si en unas semanas, poco antes de morir o cuando se vea cara a cara con nuestro Padre celestial. Pero Dios es un Dios de sorpresas, como nos recuerda el Papa Francisco.

A manera de ilustración, concluyo con una historia que es una más, sobre los infinitos signos que la Providencia sabe poner en nuestras vidas para disolver nuestra resistencia a cargar la cruz, nuestra pereza espiritual, la que afecta a todos, los llamados generosos y los llamados egoístas.

Un joven que había sido educado como ateo se estaba entrenando para ser saltador de trampolín. La única influencia religiosa en su vida procedía de su amigo católico. El joven atleta nunca prestó mucha atención a los comentarios de su amigo, pero los escuchaba a menudo.

Una noche, el joven saltador fue a la piscina cubierta de la universidad a la que asistía. Las luces estaban apagadas, pero como la piscina tenía grandes claraboyas y la luna brillaba, había mucha luz para practicar. Subió al trampolín más alto y, cuando se puso de espaldas a la piscina en el borde del trampolín y extendió los brazos, vio su sombra en la pared.

La sombra de su cuerpo tenía forma de cruz. En vez de zambullirse, se arrodilló y pidió a Dios que llegase a su vida. Mientras el joven estaba de pie, entró un empleado de mantenimiento y encendió las luces. Habían vaciado la piscina para repararla.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente