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Vive y transmite el Evangelio

Los colores del miedo | Evangelio del 25 de junio

By 21 junio, 2023No Comments
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Evangelio según San Mateo 10,26-33
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados.

»Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos.

»Porque todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».

Los colores del miedo  

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Idente

Roma, 25 de Junio, 2023 | XII Domingo del Tiempo Ordinario

Jer 20:10-13; Rom 5:12-15; Mt 10:26-33

Recuerdo que, hace tiempo, un amable vecino de unos 50 años tuvo un severo problema de salud, a la vez respiratorio y cardiológico. Según me contó, el médico le dijo: O deja usted hoy de fumar, o se va despidiendo de su familia. Estaba de verdad asustado. No sé si era muy inteligente, pero su sensibilidad le ayudó. El miedo le empujó a dejar inmediata y definitivamente el tabaco, hacia el cual tenía una poderosa adicción, y tengo noticias que falleció plácidamente a los 91 años.

Hoy el Evangelio nos invita a meditar sobre el miedo, que desde luego es una de las fuerzas más poderosas en la vida. Aunque la primera función del miedo es protegernos, puede también convertirse en un duro obstáculo para la vida espiritual.

Es interesante recordar que ya clásicamente se dice que las cuatro emociones básicas son: miedo, ira, pena y alegría. Las cuatro están presentes en nuestros días. Supongamos que una persona está gravemente enferma en el hospital. Sería de esperar que experimentase ansiedad y temiera lo peor. Es probable también que se encuentre enfadada por las aparentes faltas de sensibilidad del personal sanitario, que parece no comprender sus dificultades como paciente. Pero, al mismo tiempo, ese enfermo se sentirá especialmente alegre con pequeños gestos de atención, como una visita de los amigos, una forma atenta de escucha en los médicos o la noticia de una probable mejoría. Sin embargo, la estancia en el hospital estará seguramente acompañada de la pena por la distancia de muchos amigos o la dificultad para moverse o ir al baño.

Sí; nuestra existencia está llena de emociones de muchos colores y hemos de recordar que esto es inevitable y puede tener efectos en nuestra forma de amar, lo cual es mucho más que una emoción.

Veamos pues qué deberíamos hacer con el miedo si en verdad creemos que Cristo es Maestro para nuestra vida.

Él nos dice cuándo tenemos que dejarnos llevar por el miedo y cuándo hemos de ignorarlo. Como en el caso de mi amigo fumador, el miedo es verdaderamente útil si me lleva a poner TODOS los medios para conseguir un objetivo valioso o hacer cambios importantes en mi vida. Sin embargo, puede ser paralizante y capaz de hacernos perder las mejores oportunidades para servir o para dar un testimonio que sería precioso.

En primer lugar, observemos que Jesús se refiere al miedo a la muerte del alma y del cuerpo. Esto no es un simple ejemplo. En efecto, podemos decir que en realidad el miedo a la muerte es “el rey de los terrores”. Así viene expresado ya en el Antiguo Testamento. Leemos en el libro de Job (18):

Es cierto que la luz del malo se apagará, y su llama no brillará más (…) Su piel se consume por la enfermedad; el hijo mayor de la muerte roe su cuerpo por partes. Será alejado de la seguridad de la carpa donde habita y obligado a marchar al encuentro del rey de los terrores.

También nuestro padre Fundador recogía esta idea en su libro Transfiguraciones, cuando dice: El hombre teme a la muerte porque humilla su ambición.

Morimos cuando perdemos algo que consideramos sustancial en nuestra vida, como cuando desaparece un amigo, o nuestra fama queda deteriorada. Podemos morir al pecado, como nos dice el Evangelio; o morir a nosotros mismos; la fe, sin obras, muere (Santiago 2: 26). Son muchas las formas de muerte, unas fecundas, como la del grano que perece en la tierra y otras lamentables, pero hoy Jesús nos instruye para que no nos detenga el miedo a quien puede dañar nuestra vida o nuestra fama. Él es el mejor ejemplo, pues en su vida y en la de los primeros discípulos vemos cómo esa valentía es contagiosa, al igual que, lamentablemente, es contagioso el miedo de quienes somos mediocres en nuestra vida espiritual y apostólica.

Finalmente, recordemos que nos anima a TEMER al maligno, a quien es capaz de hacernos morir completamente (Cristo dice “destruir cuerpo y alma”), es decir, privarnos de la vida eterna ya desde ahora. Es la llamada a una diligencia ascética, a la negación a entrar en diálogo con las pasiones, camufladas o no, y su manipulación por el diablo.

Pero sabemos que, lamentablemente, la mayoría de las personas, creyentes o no, NO temen al diablo. El mecanismo para hacerlo así es sencillo (y opuesto al método científico): ignorarlo, o simplemente no considerar la posibilidad de su existencia.

—ooOoo—

Pero Cristo no nos habla hoy sólo del miedo. Comienza y termina su discurso pidiéndonos proclamar lo que nos ha dicho en la oscuridad, lo que nos ha susurrado al oído ¿Qué significa esto? Nada menos que compartir con el prójimo lo que hemos aprendido en la oración íntima, lo que Padre, Hijo y Espíritu Santo nos comunican con sus tres voces, con la Inspiración que continuamente recibimos.

El proclamar desde los terrados lo que hemos oído a Cristo no significa dar gritos, por supuesto. Es una expresión que nos recuerda que cualquier gracia, cualquier don recibido personalmente, es para que llegue a los demás, con obras y palabras, pero sobre todo con mansedumbre y humildad de corazón. Un ejemplo contrario a esto es el del padre o madre, superior o superiora religiosos, que corrige a quien debe hacerlo, pero mezclando en ello su malestar personal, su convicción de ser víctima “inocente” de los demás.

El proclamar desde los terrados significa, por el contrario, que debo utilizar todo el tiempo, todos los talentos, todos los medios a mi alcance para transmitir la Buena Nueva recibida. Es hoy una buena ocasión para comprender que esta Buena Nueva es la redención, el perdón verdadero que hemos recibido ya, es decir, la compañía de Cristo hasta el fin de los tiempos.

Es curioso cómo el nombre de la “Compañía de Jesús” ha sido interpretado por algunos sólo como una alusión al término militar “Compañía”, utilizado en algunos idiomas. En realidad, el sentido más profundo que San Ignacio dio a este nombre es el tener a Cristo al lado, o, como diría nuestro padre Fundador, la Beatitud que sentimos en medio de las dificultades y persecuciones, al saber que no estamos solos, que cada uno de nuestros cabellos está contado.

La promesa de Cristo para el justo es sutil, profunda. En efecto, la persecución siempre comienza con el ataque a la fama, con la justificación íntima o pública (críticas, sarcasmos, o difamaciones) de la necesidad de marginar o eliminar de algún modo a la persona. Pensemos en lo que le sucedió al propio Jesús, diciendo sus enemigos que era glotón, borracho y amigo de pecadores (Lc 7:34); Caifás le llamó impostor y blasfemo.

Recordemos lo que hoy nos dice la Primera Lectura, para subrayar que lo ocurrido a Cristo no es nuevo, que todos los profetas y también los verdaderos fundadores han sufrido algo parecido: Los que fueron mis amigos acechaban mi traspié. ‘A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él’. Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo.

Así es, atacarán nuestra fama y jugarán con nuestro orgullo. Nos veremos tentados a salir en nuestra defensa, y a ver el ataque como un problema personal, siendo que se trata de un conflicto realmente espiritual. Los amigos nos olvidarán y los enemigos exultarán. Lo fundamental es que no nos sorprendamos; todo esto estaba previsto. Pero lo que Cristo promete, en primer lugar, es que hablará muy bien de nosotros ante delante de nuestro Padre Celestial, confirmándonos como auténticos hijos suyos, a pesar de nuestros pecados.

—ooOoo—

En este domingo vemos unidas dos realidades que nos acompañarán siempre si somos fieles: el miedo a la muerte y el ser testigos del Evangelio de día y desde los terrados, humilde y valerosamente.

Como explica la Segunda Lectura, el pecado de Adán trajo la muerte, en el sentido de falta de vida plena y la muerte de Jesús nos dio la plenitud de vida, la vida eterna. Cada uno de nosotros deberíamos reflexionar hoy en cómo la auténtica Abnegación resume todo el esfuerzo de nuestra oración, que nos hace verdaderos discípulos misioneros.

Recordemos el caso de dos valerosas mujeres, las parteras Sifrá y Puá, de las que habla el libro del Éxodo (1: 13-19), cómo utilizaron su conocimiento del oficio para evitar la muerte de los niños judíos, diciendo al rey de los egipcios que las mujeres hebreas eran más vigorosas que las egipcias y daban a luz antes que ellas pudieran llegar a asistirlas. Ellas vivieron un verdadero y santo temor de Dios, no al faraón, y fueron fieles a su vocación de ayudar a los demás. Sus nombres quedarán recordados para siempre, pero el nombre del “rey egipcio” ni siquiera se menciona en el Éxodo.

Vivir con la astucia de una serpiente y la mansedumbre de una paloma.

Eso es lo que proclamamos en la Sacra Martirial que nuestro padre Fundador nos invita a vivir, sin miedo a perder la vida y la fama y sin maldecir a nuestros enemigos: Te prometo, Señor, vivir y transmitir el Evangelio, con el sacrificio de mi vida y de mi fama, fiel al mayor testimonio de amor, morir por ti.

Quisiera terminar con una poesía de Margaret E. Sangster (1838 – 1912), en la que habla del dolor de aquellos que no ponemos todo el esfuerzo en proclamar lo que Dios nos ha susurrados al oído:

 

No es lo que haces, mi amor,

Es lo que dejas sin hacer

Lo que te trae un poco de tristeza

Al ponerse el sol.

 

La palabra tierna olvidada;

La carta que no escribiste;

Las flores que no enviaste

Son los fantasmas que te persiguen por la noche.

La piedra que podrías haber retirado

Del camino de un hermano;

El pequeño consejo amoroso

Que no diste por tener mucha prisa;

El toque cariñoso de la mano, mi amor,

El tono cálido y suave

Para el que no tenías tiempo ni pensabas

Debido a tus propios problemas.

 

Esos pequeños actos de bondad

Tan fácilmente olvidados,

Esas ocasiones de ser ángeles

que encontramos los pobres mortales

Llegan en la noche y el silencio,

Como un fantasma triste y acusador,

Cuando la esperanza se debilita y flaquea

Y un escalofrío estremece la fe.

 

Porque la vida es demasiado corta, mi amor,

Y el dolor es demasiado grande,

Para quedarse en nuestra lenta compasión

Que llega demasiado tarde;

 

Y no es lo que haces, mi amor,

Es lo que dejas sin hacer

Lo que te trae un poco de tristeza

Al ponerse el sol.

_______________________________

 

En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente