
Evangelio según San Juan 3,13-17
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
¡Pablo, estás loco! (Hechos 26: 24)
Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes
Roma, 14 de Septiembre, 2025 | XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
Núm 21: 4b-9; Flp 2: 6-11; Jn 3: 13-17
Es ciertamente aconsejable para todos nosotros mirar de nuevo a la Cruz, en esta Fiesta de su Exaltación, que celebramos hoy; pues aunque todos sabemos que la Cruz representa nuestra fe cristiana, no siempre aprovechamos todo su contenido, que para los judíos es una piedra en que tropiezan y para los paganos es cosa de locos (1Cor 1: 23), lo cual era de esperar. De muchas formas distintas, durante 20 siglos, se ha admirado y experimentado el poder de la Cruz, en todas las formas de vivir el cristianismo.
Por ejemplo, cuenta una leyenda de la vida de Nectario de Egina (1846 – 1920), un santo de la iglesia griega ortodoxa, que, cuando alcanzó la mayoría de edad y quería viajar a Estambul en busca de trabajo, no tenía pasaje para subir la nave. Sin embargo, el capitán se dio cuenta de que el barco no se movería hasta que finalmente se le permitiera subir a bordo a Nectario. Durante el trayecto, el barco se encontró con una tormenta. Nectario, al ver la tormenta, tomó su cruz, que contenía un trozo de la verdadera cruz, y mediante una cuerda atada a ella la bajó al mar, y los cielos y el mar se calmaron de nuevo. Pero, en el proceso perdió la cruz en el mar. Más adelante en el viaje, se oyó un golpeteo debajo del barco y, cuando llegó al siguiente puerto, se descubrió que la cruz de San Nectario había quedado atrapada debajo del barco y era la que había producido el golpeteo, por lo que se le devolvió.
Santa Elena (248-329), madre del emperador Constantino, inspirada por un gran deseo de encontrar la cruz en la que Cristo había sufrido y muerto, llegó a Jerusalén y ordenó que se derribara un edificio profano; y al excavar a gran profundidad, descubrieron el santo sepulcro y, cerca de él, tres cruces; también los clavos que habían traspasado el cuerpo de nuestro Salvador y el letrero que había sido colocado en su cruz.
Un milagro ayudó a identificar la verdadera cruz cuando una persona enferma se curó al tocarla. Santa Elena, llena de alegría por haber encontrado el tesoro que había buscado con tanto ahínco y que tanto apreciaba, construyó una iglesia en ese lugar y colocó allí la cruz con gran veneración. Posteriormente, llevó parte de ella al emperador Constantino, que se encontraba entonces en Constantinopla, quien la recibió con gran veneración. Otra parte de la cruz la llevó, a Roma para colocarla en la iglesia que había construido allí, bajo el nombre Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, donde permanece hasta el día de hoy.
Estos relatos, incluso muchos milagros, leyendas y representaciones artísticas de la Cruz, deberían impulsarnos a el significado y la fecundidad de la Cruz en la vida de cada uno de nosotros, pues, siguiendo la cita de San Pablo: La necedad de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres (1Cor 1: 25).
Con propiedad, la Cruz es llamada Árbol de la vida, pues paradójicamente, pasó de ser símbolo humillante de una condena a muerte, a fuente de una vida fecunda para quien la abrace con decisión. Hemos de contemplar hoy la Cruz de Cristo y la que se nos invita a cargar.
—ooOoo—
Decía nuestro padre Fundador, Fernando Rielo, que podemos comprender qué es nuestra cruz en una sola palabra: es nuestra alma. En esa alma hay tres tipos de sufrimientos con los que hemos de cargar: los que provienen de las consecuencias de nuestros pecados; los que derivan de los sacrificios al hacer el bien y, finalmente, los que resultan del sufrimiento inocente.
Respecto a los dos últimos, San Pedro nos dice que es mejor sufrir por hacer el bien que por hacer el mal. Cristo mismo murió de una vez por todas por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios (1 Pe 3: 17-18).
֍ Cuando pecamos, especialmente al hacer daño al prójimo, sentimos un dolor de muchas formas. Quienes tienen fe, por haber traicionado a Cristo. Quienes no la tienen, al menos por intuir que nos hubiera gustado tener una relación “armónica” con quienes consideramos nuestros enemigos, rivales o simples obstáculos en nuestro camino. Para quien desea seguir a Cristo, más allá del remordimiento, recibe la gracia del arrepentimiento, que significa, antes que nada un cambio de mente, una visión distinta del pasado y del futuro que debo emprender.
En palabras sencillas, el arrepentimiento significa sentir pena por lo hecho con intención de cambiar, mientras que el remordimiento alude a sentir un dolor que “muerde” una y otra vez, incluso sin proponerse un cambio. San Pedro se arrepintió; sin embargo, Herodes a pesar de sentir remordimiento por haber encarcelado a San Juan Bautista, no se arrepintió y siguió adelante con sus planes, llegando a ejecutar a la voz que clamaba en el desierto (Jn 1: 23).
֍ El dolor que proviene de hacer el bien tiene su origen en la Aflicción, esa acción del Espíritu Santo que nos impulsa vigorosamente a hacer al prójimo el bien más grande posible, lo más adecuado para acercarle a Cristo, mientras que nosotros, como el Bautista, debemos disminuir, para que Él crezca (Jn 3: 31). Es un verdadero contagio del amor que Dios siente por nosotros y le lleva a entregar lo más íntimo, lo más precioso: la vida de su propio Hijo.
Ese es el amor que mueve los corazones, el del apóstol que no teme disminuir para que el prójimo pueda saborear un poco del amor incondicional de las Personas Divinas. Un caso bien conocido es el de Santa Teresa de Calcuta, cuya fiesta celebramos hace unos días. Me contaba un sacerdote indio el siguiente episodio de su vida:
Poco después de que la Madre Teresa se hiciera cargo de la casa situada junto a un templo hindú en Calcuta, donde atendía a los indigentes y moribundos, algunas personas se quejaron y la acusaron de proselitismo. Querían que la desalojaran y recurrieron a la policía. Cuando un inspector de policía de alto rango fue a la casa para ver la situación, se sintió abrumado y horrorizado. El oficial se sintió impresionado por el amoroso cuidado que se brindaba a las personas más desdichadas y aterrado por el terrible hedor de la enfermedad y la muerte. Regresó con los críticos y les dijo que desalojaría a la Madre Teresa si ellos estaban dispuestos a hacerse cargo del trabajo. No se escucharon más críticas. No estaban dispuestos a vaciarse de sí mismos como ella lo estaba.
֍ El sufrimiento inocente va unido al anterior, pero en muchas ocasiones destaca el hecho de que la persona inocente no ha hecho ninguna acción, ni ha pronunciado una palabra que puedan interpretarse como desencadenantes de ese dolor. Quien se dispone a soportar esa cruz, no sólo da un testimonio sublime, sino que, como dice el Evangelio de hoy, al compartir la cruz con Cristo, colabora a que todos que lo conozcan tengan vida eterna. Es así como nos hacemos co-redentores.
Eso es lo que hizo nuestra Madre María, en especial en el Calvario. El Venerable arzobispo Fulton Sheen (1895-1979) escribió en Calvary and the Mass (El Calvario y la misa):
¿Alguna vez te has fijado en que prácticamente todas las representaciones tradicionales de la crucifixión siempre muestran a Magdalena arrodillada a los pies del crucifijo? Pero nunca has visto una imagen de la Santísima Madre postrada. Juan estaba allí y cuenta en su Evangelio que ella permaneció de pie. Él la vio de pie. Pero, ¿por qué estaba de pie? Estaba de pie para servirnos. Estaba de pie para ser nuestra ministra, nuestra Madre.
Sobre todo, nos enseña a contemplar el rostro de su Hijo, y así empaparnos de su forma de perdonar, de guardar silencio, de sufrir injustamente sin jactarse de nuestro sufrimiento.
De hecho, la mayoría de nosotros estamos dispuestos a hacer el bien, servir a la Iglesia y a los pobres, sacrificar nuestro tiempo para atender a los demás, pero pocos estamos dispuestos a sufrir vicariamente y en silencio por los demás. Lo más frecuente es que nos defendamos cuando creemos ser inocentes. Nuestro orgullo no nos permite sufrir injustamente. Y no podemos imaginar que ese sufrimiento es verdaderamente redentor.
—ooOoo—
En nosotros, los TRES tipos de dolor se producen tarde o temprano, a veces de forma simultánea, porque somos pecadores, tenemos rasgos de generosidad y -en ocasiones- nuestra intención es verdaderamente inocente.
Quien ve sufrir al inocente puede sentir rebeldía, a veces profunda desolación y pesimismo, pero, contemplando a Cristo en la Cruz, inmediatamente viene a nuestro corazón la mirada del Padre, la seguridad de que el Espíritu Santo recoge cada lágrima . Como ya dice el Salmo 58: Tú llevas la cuenta de mis lamentos; pones mis lágrimas en tu odre; ¿acaso no están ellas en tu libro?
Jesús mismo prometió que el lamento se transformará en alegría (Jn 16:20), y el Apocalipsis 21:4 asegura que Dios enjugará toda lágrima. Esto se produce de varias formas:
* La paz que recibe el discípulo en medio del dolor, no porque se haga insensible, ni como una especie de recompensa, sino porque siente que la muerte no tiene la última palabra y tiene certeza que, .una vez más, la Providencia le sorprenderá.
* Le ocurre como a Jesús, que en medio de todos los sufrimientos, pudo estar más preocupado por nosotros que por sí mismo. Incluso consoló a las mujeres de Jerusalén y al buen ladrón en la cruz y, en su último aliento, recordó a su propia madre y le pidió a San Juan que la cuidara. Estaba seguro que María y Juan, a pesar de ser testigos impotentes de su Pasión, también estaban recibiendo esa gracia reservada a los inocentes: conmover el corazón de todos, como nos sucede al ver un niño enfermo, una víctima de la difamación o un moribundo que da los mejores consejos a quien ama.
* Finalmente y por encima de todo, el cumplimiento después de esta vida y, en buena medida, también ahora, de la promesa de Jesús a los inocentes, es decir, los que tienen intención pura: Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Esa limpieza de corazón es una gracia que hemos de ir abrazando con esfuerzo, y para ello el propio Cristo nos muestra el camino: De cierto les digo, que si no se vuelven y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos (Mt 18: 3).
______________________________
En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,
Luis CASASUS
Presidente










