por el p. Luis CASASUS, Superior General de los misioneros Identes
Yaundé, 08 de Diciembre, 2019. II Domingo de Adviento.
Isaías 11: 1-10; Carta a los Romanos 15: 4-9; San Mateo 3: 1-12.
Como humanos, tendemos a aspirar o a luchar por algo realmente profundo. No se trata simplemente un deseo, un capricho o incluso la solución urgente de cierto problema.
Las personas solemos expresarlo diciendo que soñamos con tener una nueva forma de vida. Puede ser algo indefinido o desconocido, pero no podemos eliminarlo de nuestros sentimientos.
¿Qué clase de persona fueron ustedes a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿Qué clase de hombre saliste a ver en realidad? ¿Alguien vestido con ropa fina? (Lc 7: 24-25). Lo más probable es que la mayoría de los que se acercaban a Juan el Bautista no entendían plenamente sus palabras, pero sentían que este gran profeta estaba anunciando una nueva vida y por eso su predicación y su ejemplo despertaron gran entusiasmo. Todos corrían para ser bautizados, para ser incorporados en el reino de Dios.
En términos espirituales más precisos, podríamos decir que estas personas estaban conmovidas por su aspiración íntima. A menudo se dice que el Adviento es un tiempo de esperanza, de expectación o de espera activa, pero quizás sería más preciso decir que en el Adviento se nos invita a contemplar en detalle la aspiración que Dios mismo pone en lo más profundo de nuestro corazón.
Esta aspiración, a la que prestamos especial atención en Adviento, no es nunca solitaria ni individualista. No se realiza por nuestra cuenta; en verdad, no somos nosotros los que aspiramos a que Dios venga. Más bien, Él es quien está esperando que nos acerquemos. Ciertamente, Él ya ha llegado, y está dispuesto, si se lo permitimos, a ayudarnos a preparar nuestra vida para acogerlo y ser parte de un tiempo espiritual que es un momento de gracia.
En cierto pueblo, la gente estaba ocupada preparando la llegada de una persona muy importante. Sin previo aviso, el invitado llega un día antes de lo previsto, sorprendiendo a todos. Sintiendo la vergüenza que experimentan los sencillos habitantes de un pueblo, el visitante se dobla las mangas y empieza a barrer el suelo. Entonces les dice: Déjenme ayudarles a preparar este lugar para mi llegada de mañana.
La Aspiración denota un deseo esperanzador de ser, de adquirir una identidad de algo mejor o más alto de lo que uno es en el momento actual. Podríamos aspirar a ser un atleta o un escritor, pero no un ladrón o una bacteria, por ejemplo. Esta palabra refleja la naturaleza de una sensación física que se le parece: llenar los pulmones de aire puro. Es decir, la conciencia de ese “deseo ascendente” nos hace capaces de responder adecuadamente a la exhalación o espiración del Espíritu Santo, este poderoso aliento que nos guía por caminos insospechados.
La aspiración refleja bien el significado de la armonía en la vida espiritual de un seguidor de Cristo. El Espíritu Santo me permite orientar mis pensamientos, mis deseos, mis intenciones y mi energía con los siempre misteriosos caminos de Dios:
Un rey tenía un amigo cercano junto al que había crecido. Ese amigo tenía el hábito de comentar cada suceso (positivo o negativo) que ocurría en su vida diciendo: “Esto es algo bueno, Dios lo sabe mejor que nosotros”.
Un día el Rey y su amigo estaban en una expedición de caza. El amigo cargaba y preparaba las armas para el Rey. Al parecer, el amigo había hecho algo mal al preparar una de las armas, pues después de tomar el arma que le entregaba su amigo, el rey la disparó y le voló el dedo pulgar.
Examinando la situación, el amigo comentó como de costumbre: “¡Esto es bueno! Dios sabe lo que es mejor”.
A lo que el rey respondió: “No, esto no es nada bueno”, y ordenó a sus soldados que metieran a su amigo en la cárcel.
Aproximadamente un año después, el Rey estaba cazando en una zona de la que debería haber sabido que era bastante peligrosa. Los caníbales capturaron al Rey y lo llevaron a su pueblo. Le ataron las manos, apilaron leña, clavaron una estaca y lo ataron a ella.
Cuando se acercaron a prender fuego, notaron que al Rey le faltaba el dedo pulgar. Dado que eran supersticiosos, nunca se habrían comido a nadie que no estuviera entero. Así que después de desatar al Rey, lo echaron del poblado.
Cuando el rey llegó a su palacio, se acordó del accidente que se había llevado su pulgar y sintió remordimiento por el trato que había dado a su amigo. Fue inmediatamente a la cárcel a hablar con él.
“Tenías razón”, dijo el rey, “Fue bueno que me volara el pulgar.” Y procedió a contarle al amigo todo lo que acababa de pasar. “Siento mucho haberte enviado a la cárcel durante tanto tiempo. Fue malo por mi parte el hacerte esto.”
“No”, contestó su amigo, “eso fue bueno… Dios sabe qué es lo mejor “.
“¡¿Qué quieres decir con “esto es bueno”?! ¿Cómo puede ser bueno que haya mandado a mi amigo a la cárcel durante un año?”
El amigo del Rey respondió: “Recuerda que Dios sabe mejor que nadie lo que es bueno y si no hubiera estado en la cárcel…. habría estado contigo en ese viaje de caza.”
La aspiración no es un lujo, o un premio para unos pocos. La mera aceptación del statu quo es en última instancia contraproducente y va en contra de nuestra naturaleza, porque siempre estamos en un estado de transición y experiencia y si nos perdemos esto, entonces perdemos la vida. Por otro lado, sólo se puede aspirar a algo que se espera conseguir con esfuerzo; por ejemplo, hacerse rico, pero no encontrar un tesoro debajo de la cama.
Esto explica por qué la Espiración y la Estigmatización son complementarios. En nuestra vida mística, nuestro corazón (no sólo nuestra mente) se llena de la voluntad divina, se siente identificado con ella y al mismo tiempo, debido a la estigmatización, que es como la espuela que pone en tensión y en movimiento a un caballo, somos impulsados tras esa aspiración, que se hace cada vez más parecida a la del propio Cristo.
En particular, la Segunda Lectura nos dice que este esfuerzo es esencialmente servicio y respeto mutuo. A San Pablo le preocupaban las tensiones que existían en la comunidad de Roma, entre los que estaban ligados a las tradiciones religiosas de los antiguos y los que argumentaban que las observancias impuestas por la antigua ley habían perdido su valor.
Sólo cuando nada nos separe (edad, cultura, prioridades, liturgia, conocimiento…) los que nos vean comprenderán que realmente aspiramos a cumplir la voluntad de Dios. Esto es lo que proclamamos en el Padrenuestro: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Más aún, la voluntad divina para cada uno de nosotros se manifiesta siempre a través del prójimo. Esta es una de las funciones de la Aflicción y San Juan Bautista es un ejemplo admirable de cómo saber, a través del ayuno de las pasiones y la vivencia de los consejos evangélicos, lo que el prójimo necesita. Resumió su mensaje en una frase sencilla: Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca, y fue escuchado por la gente de su tiempo porque era un verdadero testigo.
Lo mismo le sucedió a Cristo, de quien la gente decía que “hablaba con autoridad”. El Papa Pablo VI, ya en el siglo XX, señaló la misma realidad: El hombre moderno no escucha a los que predican. Si les escucha, es porque son testigos. De hecho, la gente respondió instantáneamente a la sencilla predicación de Juan: ¡Arrepiéntanse! A veces, para despertarnos, la Providencia utiliza al prójimo de una manera inesperada y paradójica. He aquí una historia contada por Francis Cassilly, S.J. (1863-1957):
Un religioso entregó una carta a un joven, en la que le recomendaba como candidato idóneo para su orden religiosa, pidiéndole que presentara la carta al superior, que vivía a cierta distancia. El joven, deseoso de unirse a la orden, comenzó su viaje con un compañero llamado Matías, que no tenía intención de convertirse en religioso. En el camino, el aspirante a religioso cambió de opinión y, abandonando su proyecto, entregó la carta a Matías, que desconocía su contenido, pidiéndole que la llevara al superior. El superior leyó la carta, y pensando que la recomendación se refería a Matías, le dijo: Muy bien, puedes ir al noviciado y ponerte el hábito. Matías se no comprendió del todo, pero obedeció, entró en el noviciado y se convirtió en un santo religioso.
La Iglesia da a San Juan un lugar especial en la liturgia de Adviento. Si el Adviento se centra en la preparación de la venida de Cristo, entonces esa preparación puede hacerse a través de la reflexión sobre la persona y el estilo del testimonio de San Juan Bautista. El color del Adviento es morado, azul violeta, porque en la antigüedad romana una ciudad se engalanaba de ese color cuando el emperador venía de visita; era el color de la realeza. Esto nos ayuda a recordar que quien viene a nuestro corazón, en medio de su modestia y mansedumbre, es un Rey, como nos recordaba la fiesta del domingo pasado y espera nuestra obediencia confiada.
Al principio recordábamos que el Adviento sirve para hacernos más conscientes de que nunca estamos solos, que el protagonista principal de nuestro arrepentimiento es el Espíritu Santo, que actúa en nosotros y con nosotros. Este es uno de los mensajes del Adviento, cuando se nos dice: El reino de los cielos está cerca. El arrepentimiento está al alcance de nosotros hoy. Dios está cerca de nosotros, para restaurar nuestra relación rota con Él, para sanarnos y limpiar toda lágrima de nuestros ojos; hemos visto su consuelo y su efecto transformador en muchas almas, muchas veces.
Y en verdad, esta preparación para el Adviento es doble. Por un lado, estamos llamados a imitar la sensibilidad del Bautista al pecado y a nuestras falsas seguridades.
El Papa Juan Pablo II vio en las gentes de hoy la pérdida del sentido del pecado mientras que el Papa Benedicto XVI describe lo mismo como la pérdida de la conciencia de pecado. Ambas observaciones son acertadas, pero lo importante es que no las apliquemos a “la gente”, sino a aquellos de nosotros que tenemos el privilegio de seguir a Cristo, o al menos de considerarlo teóricamente como nuestro modelo.
Por otro lado, en la Primera Lectura vemos cómo el Espíritu Santo aumenta la armonía con Dios y la beatitud de nuestras vidas a través de sus dones, que Isaías enumera en tres pares:
Sabiduría y comprensión para comprender los signos de los tiempos, especialmente a través de la vida de nuestros semejantes. Recibimos la luz necesaria para interpretar el sufrimiento actual no como signo de muerte, sino como el dolor de un parto difícil, preludio del nacimiento de la nueva era.
El consejo y la fortaleza indican la capacidad de perseverar en tiempos difíciles, especialmente cuando nos acosan los malentendidos, la persecución y las divisiones.
El conocimiento y el temor de Dios se refieren a la obediencia y la docilidad a Dios para vivir formas siempre nuevas y más profundas de piedad y misericordia hacia los demás.
El corazón de Juan se revela maravillosamente en su declaración: Él debe aumentar, pero yo debo disminuir (Jn 3, 30). Así es como debemos abrir los caminos. Esa es la manera en que debemos dar testimonio de la luz y la verdad de Jesucristo, dirigiendo a otros hacia Cristo con la forma en que vivimos, trabajamos y hablamos.