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Vive y transmite el Evangelio

La muerte ayuda a vivir (F. Rielo) | Evangelio del 2 de noviembre

By 29 octubre, 2025octubre 30th, 2025No Comments

Evangelio según San Lucas 23,33.39-43
Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

La muerte ayuda a vivir (F. Rielo)

Luis CASASUS Presidente de las Misioneras y los Misioneros Identes

Roma, 02 de Noviembre, 2025 | Todos los Fieles Difuntos

Sab 3: 1-9; Rom 5: 5-11; Lc 23: 33.39-43

Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto (Jn 11: 21). Esa expresión de Marta, la hermana de Lázaro, es una muestra más de cómo la muerte de una persona quería nos produce una turbación, ante la cual, conscientemente o no, buscamos un consuelo, algo que alivie nuestro dolor y nos invite a caminar. No es algo que todos consigan. Ni siquiera los que hemos recibido el don de la fe, podemos liberarnos del dolor, como tampoco Jesús pudo evitar derramar lágrimas, que se unieron a las de Marta y María ¡Miren cuánto lo quería! dijeron algunos testigos.

Para muchos seres humanos, el miedo y la inquietud ante la muerte se debe a nuestra ignorancia, a nuestra falta de experiencia sobre lo que sucede luego. Tememos lo que no conocemos, nos atemoriza la aparente nada tras la vida, la posibilidad de que los momentos más bellos vividos junto a las personas queridas, se evaporen para siempre.

En las palabras de Marta se compendia la universal aspiración a una presencia que derrote este enemigo implacable, frente al cual toda tentativa de hacer del hombre un absoluto cae inevitablemente: la muerte. Pero estas palabras tienen más alcance de lo que parece; no sólo se refieren a la muerte física, sino también al pecado, que constantemente nos separa de Dios y nos hace sufrir. En verdad todo sufrimiento es una forma de morir. Eso explica por qué San Francisco de Asís, en su Cántico de las Criaturas, donde pide alabar a Dios por la «hermana nuestra Muerte corporal» y la llama así porque entiende que tiene poco de final, sino más bien un paso a una vida eterna en el Creador.

De igual modo, San Pablo dice que el último enemigo que será destruido es la muerte (1 Cor 15:26) porque representa la última barrera entre la humanidad y la vida eterna plena en Dios. La muerte es vista como la consecuencia final del pecado, y su derrota simboliza la victoria total de Cristo.

La muerte será “destruida” cuando ya no exista más separación entre Dios y sus hijos. En el Apocalipsis también se dice que ya no habrá muerte (Ap 21:4), lo que confirma esta promesa. De forma poética y con humor, nuestro padre Fundador escribe en Transfiguración, su libro de proverbios: La muerte ayuda a vivir.

El Evangelio de hoy contiene una sentencia de Cristo, dirigida al ladrón que estaba crucificado junta a Él, que nos han comprender dos verdades:

* Hay algo más que el “recuerdo” de quienes amamos y han partido de este mundo.

* El verdadero consuelo se experimentar la compañía de quien finalizó su vida terrenal.

Ciertamente. Como el tiempo del mundo es tan breve, Jesús nos puede decir también a ti y a mí: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

—ooOoo—

Pero más que dar complicados argumentos teológicos, quisiera expresarlo con un sencillo relato:

El banco del viejo taller de violines de Carlos había sido construido para dos personas.

Era un banco de trabajo ancho, de nogal pesado, manchado por décadas de barniz y marcado por el desliz de cinceles afilados. Durante cuarenta y ocho años, Carlos se había sentado a la izquierda y Lucía, su esposa, a la derecha. Él era el luthier, el maestro de la madera y la forma. Ella era la artista del sonido, la que afinaba el alma del instrumento, ajustando el puente y el alma con una paciencia que a Carlos le parecía divina. El “alma” es el nombre que se da el pequeño poste de madera dentro del instrumento que transmite la vibración y que Lucía llamaba «el corazón”.

Su vida era un dúo. Sus silencios estaban llenos de un trabajo compartido. Él le pasaba un violín recién ensamblado, «en bruto», y ella lo tomaba, lo escuchaba, y le decía con una sonrisa: Aún no canta, Carlos. Sigue siendo solo madera.

Cuando Lucía murió, el silencio dejó de ser una comunión y se convirtió en un vacío.

El taller se volvió insoportable. El banco de nogal era ahora tristemente grande. El lado derecho, donde ella se sentaba, acumuló una fina capa de polvo. Carlos cerró la puerta del taller, guardó la llave en un cajón y se dedicó a sentarse en el salón, dejando que los relojes marcaran un tiempo que ya no tenía ritmo. La separación era total. Era un corte limpio, como una cuerda de violín rota en pleno concierto.

Pasaron los meses. La primavera llegó, y con ella, un encargo que no pudo rechazar. Era un joven violonchelista, un auténtico prodigio, cuyo instrumento había sufrido una grave fractura en un accidente. Era un violonchelo antiguo, valioso, y el joven estaba desconsolado.

Carlos, sintiéndose más un carpintero que un luthier, aceptó el trabajo por pura obligación profesional. Desempolvó el taller. La luz entró por la ventana sucia e iluminó el lado vacío de Lucía. Carlos apretó la mandíbula y se concentró en la madera rota.

Fue un trabajo mecánico. Pegó la fractura, aseguró las abrazaderas, lijó la unión. Pero cuando llegó el momento de montar el puente y ajustar el alma, Carlos se detuvo.

Ese era el trabajo de ella.

Miró las herramientas en el lado derecho del banco: los pequeños cuchillos, los afinadores, el espejo de dentista que Lucía usaba para mirar dentro del instrumento. Él no sabía hacerlo. No así. Él podía ponerlo en su sitio, pero no podía hacerlo cantar.

Estuvo a punto de rendirse. Se sentó en su lado izquierdo del banco, un anciano derrotado por un trozo de madera.

No canta, Carlos: llorando, recordó su voz, suave y burlona. Sigue siendo solo madera.

Casi con rabia, tomó las herramientas de ella. Introdujo el alma en el violonchelo. Lo tensó. Tocó una cuerda. El sonido era muerto, metálico. La separación era un abismo. Él no era ella.

Cerró los ojos, frustrado. Y entonces, en lugar de intentar, empezó a recordar.

Recordó el movimiento exacto de la muñeca de Lucía. Cómo inclinaba la cabeza, no para mirar, sino para escuchar la tensión de la madera. Recordó cómo le explicó una vez: El alma no va donde debe, Carlos. Va donde la caja de resonancia pide estar. Tienes que sentir la vibración en tus dedos, no en tus oídos.

Carlos respiró hondo. Dejó de pensar como Carlos, el constructor, y trató de sentir como Lucía, la oyente.

Sus manos, nudosas por la edad, comenzaron a moverse con una delicadeza que no creía poseer. Movió el poste de sonido una fracción de milímetro. Lo intentó de nuevo. Nada. Lo movió otra fracción, hacia el corazón del instrumento.

Y entonces, sucedió lo imposible.

Cuando pasó el arco por la cuerda de La, el violonchelo no sonó: explotó. El sonido llenó el taller, una nota tan rica, profunda y llena de matices que Carlos sintió que hasta el polvo de las vigas vibraba en armonía.

Se quedó paralizado.

Miró sus manos. Luego miró el lado derecho y vacío del banco.

Y comprendió.

Lucía no se había ido. Todo lo que ella era -su paciencia, su sabiduría, su oído absoluto- se lo había pasado a él durante cuarenta y ocho años de silencios compartidos. Su amor no estaba en su cuerpo, que ahora yacía bajo un roble, sino en su sensibilidad y su conocimiento. Y todo eso estaba vivo, aquí mismo, en sus propias manos y, sobre todo, en su corazón.

La muerte había terminado su presencia física, pero no su función. Él se había convertido en el custodio de su genio.

Carlos terminó de ajustar el violonchelo. Cuando el joven músico volvió y lo tocó, las lágrimas corrieron por su rostro. Maestro, dijo asombrado, suena mejor que antes. Es… es como si tuviera un alma nueva.

Carlos miró el banco de nogal, que ya no parecía demasiado grande, sino completo.

No, dijo Carlos, con la primera sonrisa verdadera en un año. No es un alma nueva. Es la de siempre, que ha aprendido a cantar más fuerte.

—ooOoo—

En esta Conmemoración de todos los fieles difuntos, oremos por ellos, recordando que seremos los primeros beneficiado por esta oración, con la que demostramos no sólo nuestra nostalgia por los días pasados, sino el deseo de abrazar su presencia en nuestro corazón, de apreciar lo que recibimos de ellos y el papel que tuvieron y tienen en nuestra vida de fe.

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En los Sagrados Corazones de Jesús, María y José,

Luis CASASUS

Presidente