Por el P. Luis Casasús, Superior General de los Misioneros Identes
Comentario del P. Luis Casasús al Evangelio del 2-4-2017, Quinto Domingo de Cuaresma (Libro de Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; San Juan 11:1-45)
El Evangelio del domingo pasado nos invitaba a ponernos en el lugar del ciego que fue curado por Cristo de su falta de vista. Creo que era una oportunidad única para aprender sobre nosotros mismos y sobre nuestra relación con Dios, en la que hay siempre posibilidades de mejorar. Hoy el Evangelio da una segunda vuelta de tuerca: ¿Estamos listos para identificarnos con Lázaro el resucitado?
Recordemos que Lázaro fue devuelto a esta vida. Todos hemos oído casos más o menos cercanos de personas que han sobrevivido a enfermedades o traumas extremadamente graves (por no mencionar el asunto polémico de las experiencias cercanas a la muerte).
– Algunos de ellos desarrollan el llamado trastorno de estrés post-traumático, otros se recuperan de los síntomas iniciales de forma natural.
– Una pequeña proporción de esas personas, que son egocéntricos e individualistas, reaccionan con actitudes irónicas y amargas.
Pero cuando esas personas son mínimamente conscientes de su deuda con quienes les han curado desarrollan un sentido permanente de gratitud hacia ellos y hacia todas las personas. No sabemos mucho sobre Lázaro, pero así ocurrió con la suegra de Simón (Mc 1: 29-39); su reacción natural después de ser curada fue servir a Jesús por la gratitud que sentía hacia Él. Esto es lo que he podido ver en dos hospitales diferentes: la mayoría de los voluntarios que cuidan y apoyan a los pacientes de cáncer han sufrido antes también esa enfermedad. Estoy seguro de que Lázaro también comenzó a ayudar con renovado entusiasmo a su generosa y dedicada hermana Marta….
Lo que es claro es que de los miles de personas que se han recuperado de alguna enfermedad grave y aguda y han compartido sus experiencias la conclusión es la misma: Comienzan a vivir con una comprensión profunda de lo que es el don de una nueva vida y muchos de ellos con la conciencia de que la vida no es nada “normal” para los que conocen a Dios.
Para muchas personas, la vida no tiene sentido porque no encuentran en ella finalidad ni propósito. No tienen ni idea de para qué viven y por qué viven. No tienen sensibilidad hacia su identidad de hijos e hijas de Dios. Están en una tumba.
En las tumbas hay tres tipos de muertos, envueltos en las vendas funerarias:
* Los que tienen el alma muerta por ser víctimas de sus malos pensamientos, deseos y acciones. Es lo que llamamos pecados.
* Los que están en un estado de total falta de energía, sin esperanza, por varias razones: un fracaso matrimonial, una infidelidad de su cónyuge, la enfermedad de un hijo, la ruina económica, la depresión, el alcoholismo, la drogodependencia…
* Y los que son prisioneros de sus buenas acciones, de su bondad natural y viven apegados a sus capacidades y a su generosidad de siempre, como le ocurrió a Marta cuando quería seguir prestando a Cristo toda clase de atenciones domésticas y dándole su hospitalidad.
Ya sé que resucitará en el último día. Marta no podía imaginar que Cristo quería dar un signo de su poder y su misericordia en ese mismo momento. Hay una resurrección del cuerpo y una resurrección del corazón; si la resurrección del cuerpo tendrá lugar “el último día”, la del corazón puede ocurrir cada día. Por medio de Ezequiel dice el Señor: Voy a abrir sus tumbas, voy a hacerles salir de la tumba a ustedes, mi pueblo.
En un milagro físico, como el devolver la vista a un ciego, o caminar sobre el agua, las leyes del universo quedan en suspenso por una intervención divina. En un milagro espiritual, como el perdón de los pecados o la expulsión de los demonios, Cristo purifica el alma. En Marcos 2: 1-12 Jesús realiza un milagro físico curando al paralítico para revelar un milagro espiritual, el perdón de los pecados. El mayor milagro que Dios puede hacer y hará siempre tuvo lugar en una cruz, cuando el Hijo cambió nuestros pecados por su justicia de manera que fuésemos librados de todas nuestras transgresiones y pudiéramos comulgar con Dios, comenzando ya en esta vida.
En los Hechos de los Apóstoles 16:25 se dice: Sobre la medianoche, Pablo y Silas estaban orando y cantando himnos a Dios y los prisioneros les escuchaban. El mayor milagro que ocurre en este relato no es que Dios sacudiese la tierra, sino que sacudiera los dos corazones de los apóstoles encarcelados, haciéndoles orar y adorar a Dios incluso en las circunstancias más duras.
¿Quién más podría realizar en nosotros esa resurrección del corazón? Para algunas angustias, sabemos que no hay remedio humano. Las palabras de ánimo a menudo no bastan. En casa de Marta y María había judíos que llegaron para consolarlas, pero no fue suficiente. Hemos de experimentar un nacimiento espiritual para tener una auténtica nueva vida; un cambio en nuestra forma de vida (emocional o espiritual) no es bastante.
Esa nueva vida consiste en nuestra filiación, en ser auténticamente hijos. Y se logra por la acción del Espíritu Santo. Sentimos esa resurrección en forma de un flujo continuo de oportunidades. A esto llamamos Inspiración: lo que era un obstáculo, una dificultad, se transforma en una oportunidad. En el Libro de Isaías leemos: Trazaré un camino a través de todas las montañas y allanaré todas mis sendas. Por nuestra parte, esta nueva vida se manifiesta en una transformación constante y progresiva de nuestro amor limitado en el amor de nuestro Padre Celestial.
Estos milagros son absolutamente necesarios. Jesús manifestó hoy: El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; en cambio, el que camina de noche tropieza porque la luz no está en él. Lo que nosotros hemos de hacer es cooperar con esta gracia. Eso nos permite entender las palabras del Apóstol Tomás: Vayamos y muramos nosotros con él. Dispongámonos a morir a nuestros pecados y a nuestro pasado de manera que la Nueva Vida que está a nuestro alcance llegue a nosotros. Cristo, nuestra Luz, nos muestra el camino a la plenitud de vida si reconocemos que somos ciegos en vez de hacer como los fariseos del Evangelio en el pasado domingo. Los milagros de Cristo no son una demostración de poder, sino signos del amor de Dios, que se hace presente cuando encuentra la fe del hombre (Benedicto XVI).
Cristo levantó su mirada y dijo: Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado. Aquí Cristo ora a nuestro Padre Celestial agradeciéndole porque siempre le escucha. Esto es una señal clara de su confianza en el Padre. Continúa diciendo que lo que va a pedir es para darle gloria y hacer entender a la gente que ha sido verdaderamente enviado por Él. Jesús no sólo habla entonces a los testigos presentes sino a ti y a mí: ¿Estamos dispuestos a aprovechar la Inspiración transformando nuestros actos de oración en un estado de oración?
Permítanme concluir con unas palabras del Papa Francisco:
El acto por el cual Jesús resucitó a Lázaro demuestra hasta dónde puede llegar el poder de la Gracia de Dios y por tanto hasta dónde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio. Pero, escuchen bien: ¡tampoco hay otro límite para la misericordia divina que se nos ofrece a todos! Repito: ¡tampoco hay otro límite para la misericordia divina que se nos ofrece a todos! Recuerden esta frase.